El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 11

EL OLONÉS PROVIDENCIAL

El Olonés quedó sorprendido al encontrar al Corsario Negro, a quien creía en la selva o entre los juncales, y, más aún, al escuchar sus aventuras.

—Mi pobre amigo —dijo—, no tienes suerte con ese maldito viejo. Pero te juro por las arenas de Olón que ahora lo capturaremos en Gibraltar.

—Pedro, dudo que lo encontremos allí —respondió el Corsario—. Él ya sabe que caeremos sobre la ciudad.

—¿Pero no iba hacia allá en la carabela del Conde?

—Sí, Pedro, pero es muy astuto. Puede haber cambiado de rumbo para no dejarse sitiar tras las murallas de la ciudad. La suerte lo protege.

—La suerte se cansará de hacerlo, caballero. Si no lo encontramos en Gibraltar, lo buscaremos en Puerto Cabello. Te he prometido ayuda y jamás faltaré a mi palabra.

—Gracias, sé que cuento contigo. ¿Dónde está El Rayo?

—A la salida del Golfo, junto a las dos naves de Harris. No dejarán que nos molesten los barcos españoles.

—Estoy a tus órdenes, Pedro.

—¡Sabía que contaba con tu brazo valeroso! Esta noche llega el Vasco y mañana temprano atacaremos. Gibraltar será un hueso duro de roer, pero triunfaremos, amigo mío. Ahora vamos a cenar y a descansar a bordo de mi barco. Se ve que lo necesitas.

Aquel día no fue perdido. Los incansables bucaneros se dedicaron a explorar las inmediaciones de la ciudadela española, con el objetivo de estudiar detalladamente cómo atacarla por sorpresa.

Las informaciones que trajeron no eran alentadoras. Todos los caminos estaban interrumpidos con trincheras fortificadas, la campiña de los alrededores inundada, y había cercos erizados de espinos. El comandante de Gibraltar, además, era uno de los jefes más valientes con que contaba España en América. Había hecho jurar a sus soldados que se harían matar hasta el último hombre antes que rendir su estandarte.

Cierta angustia empezó a apoderarse del corazón de los corsarios. Pero el Olonés, informado de todo, no se dejaba deprimir. Esa tarde reunió a los jefes.

—Es imprescindible, hombres del mar —los arengó—, que luchemos mañana con bravura. Fabulosos tesoros nos esperan en la ciudad. En el combate, observen a sus jefes y sigan su ejemplo.

A medianoche llegó el Vasco con cuatrocientos hombres. De inmediato se levantaron los campamentos y se formaron las escuadras. El pequeño ejército, encabezado por sus tres jefes, emprendió la marcha cruzando la selva.

Carmaux y Wan Stiller, bien comidos y dormidos, iban detrás del Corsario Negro. Ardían de impaciencia por estar en la primera línea de combate y ayudar a la captura de Wan Guld.

En el bosque se les unió el africano.

—Compadre carboncillo, ¿de dónde sales?

—Hace diez horas que los busco. Supe que el gobernador los tomó prisioneros.

—Es cierto, compadre. Huimos de sus garras gracias a la ayuda del Conde de Lerma.

—¿El. castellano que apresamos en casa del notario de Maracaibo?

—Sí, compadre. ¿Y el catalán? ¿Y los heridos?

—Los heridos murieron; el catalán ya debe estar en Gibraltar. La ciudad opondrá una dura resistencia.

—Sí; temo que muchos de los nuestros no podrán comer esta noche.

Los primeros tiros que se escucharon desde las avanzadas, les advirtieron que estaban a la vista de la ciudad. El Olonés, el Vasco y el Corsario Negro corrieron al encuentro de los exploradores. Pero no se trataba de un contraataque sino que de un tiroteo de reconocimiento. Sin embargo, ya no era posible ocultarse y el Olonés ordenó acampar en espera de que amaneciera.

Las defensas enemigas parecían inexpugnables. Sobre una colina se veían dos poderosas fortificaciones almenadas, en las que ondeaba el estandarte español.

—¡Por las arenas de Olón! —frunció el ceño el filibustero. Nos será muy difícil apoderarnos de esos dos fuertes sin escalas ni artillería.

—Sobre todo con el camino cortado. Hay empalizadas y baterías en él. Tendremos que atacar bajo el fuego de los cañones.

—Sí. Y tender puentes improvisados sobre ese pantano. Por la llanura no podremos pasar, porque está inundada.

—¡El comandante conoce bien todas las alternativas de la guerra! —dijo el Corsario Negro, pensativo.

—Así lo veo.

—¿Qué piensas hacer, Pedro?

—Probar suerte, caballero. No podemos retroceder ante nuestros hombres. Jamás volverían a confiar en nosotros.

—Es cierto, Pedro. Se vendría al suelo nuestra fama de corsarios audaces e invencibles. Además, en ese fuerte está mi mortal enemigo.

—Actuemos —dijo el Olonés—. Dejo en tus manos y en las del Vasco a la mayoría de los filibusteros. Utilicen el pantano para llegar hasta la colina. Yo daré la vuelta, y protegido por la arboleda intentaré llegar al pie de las murallas del primer fuerte.

—¿Y qué harás sin escalas, Pedro?

—Tengo un plan. Si dentro de tres horas Gibraltar no ha caído, dejaré de ser el Olonés. Y ahora, abracémonos. Quizás no volvamos a vernos.

Ambos corsarios se abrazaron afectuosamente. Los primeros rayos del sol asomaban, por lo que bajaban rápidamente de la ladera desde la cual observaban las posiciones enemigas.

Su decisión de iniciar la lucha sin demora, animó a la mayoría de sus hombres, que tenían una fe ciega en sus jefes.

—¡Valor, hombres de mar! —gritó el Olonés—. Detrás de estos muros se ocultan fortunas mayores que las que encontraron en Maracaibo. Demostremos a nuestros enemigos que continuamos siendo invencibles.

La columna que dirigían el Corsario Negro y el Vasco a través del pantano estaba integrada por trescientos ochenta hombres armados con espada corta y pistolas con sólo treinta cargas para cada una. No llevaban fusiles, porque es un arma inútil para atacar un fuerte y muy incómoda en la lucha cuerpo a cuerpo. Pero eran trescientos ochenta demonios seguros de su triunfo.

Entraron sin vacilar al pantano, colocando sobre éste troncos y ramas para fabricarse un camino. El fuego español empezaba a hacer estragos. Los filibusteros caían al fango, se hundían y no podían recibir la ayuda de sus compañeros ni responder el fuego enemigo.

El Corsario Negro y el Vasco mantenían su sangre fría; alentaban con el ejemplo, animaban a los heridos y recorrían las filas ayudando a los que cargaban los troncos.

Los filibusteros empezaban a dudar de que pudieran salir adelante con lo que se habían propuesto, que lo consideraban una verdadera locura. Pero no perdían el valor y seguían luchando. La metralla había herido de muerte a más de doce hombres y una veintena de heridos se debatía entre los troncos y las ramas. Sin embargo, todos seguían avanzando, hasta que finalmente llegaron a tierra firme. Nadie podía ya resistir a esos hombres sedientos de venganza.

Los filibusteros irrumpieron en el terraplén del reducto. Los primeros cayeron bajo la metralla, pero los que venían detrás alcanzaron las baterías y masacraron a los cañoneros sobre sus piezas.

Un hurra gigantesco anunció a las bandas del Olonés que el primero y más difícil de los obstáculos había sido vencido. Pero la alegría no iba a durar mucho rato. El Corsario Negro y el Vasco descubrieron en medio de un bosque la presencia de otra fortaleza.

—¿Qué hacemos? —preguntó el Vasco.

—No debemos retroceder.

—Hemos sufrido tremendas bajas y nuestros hombres están aniquilados.

—Mandemos a algunos hombres a reconocer el bosque —dijo el Corsario—. Ojalá tengamos suerte, Miguel.

Mientras la avanzada se alejaba sin pérdida de tiempo, el Corsario Negro y el Vasco hacían transportar los heridos al otro lado del pantano, previendo una posible retirada.

Muy pronto volvieron los exploradores y las noticias no eran buenas. Los españoles habían abandonado el bosque, pero en la llanura habían emplazado una batería con muchas bocas de fuego. No había noticias del Olonés.

—¡Adelante, hombres de mar! —ordenó el Corsario, empuñando su espada—. ¡Si hemos acallado la primera batería, no daremos la espalda a la segunda!

Los hombres no se hicieron repetir la orden y avanzaron resueltos a sorprender al enemigo. Pero al llegar a la llanura se detuvieron indecisos. La batería era imponente y el lugar, una verdadera fortaleza defendida por fosos, empalizadas y murallas a pique.

—Ya no podemos retroceder, Miguel. El Olonés debe estar llegando a la meta. Diría que hemos tenido miedo.

—Si tuviéramos un cañón.

—Los de la batería tomada están fijos. ¡Adelante!

El Corsario, sin mirar si lo seguían o no, se lanzó a la llanura blandiendo la espada. Los filibusteros dudaron, pero al ver que el Vasco, Carmaux, Wan Stiller y el africano lo seguían, corrieron tras ellos dando feroces gritos.

Los españoles los dejaron acercarse a mil pasos, y entonces dispararon. El efecto fue desastroso: barrieron la primera fila, mientras las otras retrocedían desordenadamente hasta el bosque.

El Corsario no había retrocedido. Reunió a su alrededor a diez o doce hombres, entre los que se encontraban Carmaux, Wan Stiller y el africano, y con ellos logró sobrepasar la línea de fuego y llegar al pie de la colina. En ese momento retumbaron los cañones de los dos fuertes de Gibraltar.

—¡Amigos míos!... —gritó—. El Olonés se prepara para entrar en la ciudad. ¡Adelante, mis valientes!

Aunque estaban deshechos, empezaron la ascensión de la colina, abriéndose paso fatigosamente entre zarzales y malezas. En lo alto, el cañón disparaba sin pausa y sus proyectiles destrozaban árboles seculares, que caían con estruendo.

El Corsario Negro y sus hombres corrían al encuentro del Olonés antes de que comenzara el asalto contra los dos fuertes. Descubrieron un sendero entre los árboles, y en menos de media hora llegaron a la cumbre. Allí se encontraron con la retaguardia del Olonés. El Corsario fue llevado hasta la vanguardia, donde se encontraba aquél con sus ayudantes.

—¡Por las arenas de Olón! Tu refuerzo llega en el mejor momento.

—Un refuerzo bastante pobre, Pedro —repuso el Corsario—. Te traigo sólo doce hombres.

—¿Doce? ¿Y los otros? —exclamó el filibustero, poniéndose pálido.

—Se vieron obligados a retroceder hasta el pantano, después de sufrir grandes pérdidas.

—¡Mil rayos¡...¡Contaba con ellos!

—Quizás hayan vuelto a intentar el ataque de la segunda batería.

—No importa. Comenzaremos el ataque al fuerte más importante.

—¿Cómo treparemos? No tienes escalas, Pedro.

—Simularemos una fuga precipitada. Mis hombres están avisados.

Los filibusteros lanzaron su característico grito de guerra y las bandas, hasta entonces ocultas, se lanzaron sobre la explanada. Los españoles del fuerte, que era el más cercano y el mejor pertrechado, al verlos aparecer arrasaron la explanada con la metralla, pero ya era demasiado tarde. Muchos corsarios cayeron, pero quienes los seguían llegaron a los muros de las torres. Fue entonces cuando se oyó la voz de trueno del Olonés.

—¡Hombres de mar!... ¡En retirada!

Los corsarios, que sabían que era imposible subir a las murallas, pues no tenían escaleras y los españoles presentaban una dura resistencia, huyeron en desorden a refugiarse en el bosque cercano.

Los defensores del fuerte creyeron que era el momento de exterminarlos fácilmente. Dejaron los cañones, bajaron los puentes levadizos, y salieron imprudentemente a aniquilarlos por la espalda. Era justamente lo que había esperado el Olonés. Los corsarios se dieron vuelta y cargaron con furia contra el enemigo.

Los españoles no esperaban un cambio de frente. Retrocedieron sorprendidos y en desorden. Ambos se empeñaron en una sangrienta batalla. Corsarios y españoles luchaban con igual valor a estocadas y tiros; los pocos que aún permanecían en el fuerte ametrallaban, hiriendo y matando a amigos y enemigos.

Fue la llegada de Miguel, el Vasco, la que decidió el combate y permitió a las fuerzas corsarias entrar en el fuerte. Pero los españoles estaban dispuestos a morir antes que rendir su estandarte. El Corsario acababa de librarse de un capitán de arcabuceros, que expiraba a sus pies, cuando oyó una voz:

—¡Cuidado, caballero, que voy a matarle!

—¡Usted, Conde!

—¡Defiéndase, señor; la amistad ya no existe entre nosotros. Usted combate por la filibustería, yo me bato por la bandera de Castilla.

—¡Conde, se lo ruego!... No me obligue a cruzar mi espada con la suya. Yo le debo la vida.

—Estamos mano a mano. Mientras quede un español vivo, nuestra bandera no será arriada —dijo el Conde y se lanzó con violencia contra el Corsario.

—¡Por favor, señor Conde!... —gritó el Corsario, retrocediendo unos pasos—. ¡No me obligue a matarle!

—¡A nosotros, señor de Ventimiglia! —exclamó el Conde, sonriendo.

Mientras alrededor de ambos la lucha se desarrollaba con creciente furia, los dos hombres comenzaron su duelo, dispuestos a morir o a matar.

El Conde atacaba con energía, redoblando sus estocadas y cubriendo al Corsario con rápidos golpes que éste paraba. Además de la espada, ambos usaban el puñal para parar los golpes.

El Corsario, que por motivo alguno quería matar al noble castellano, con una estocada en diagonal, y luego con semicírculo, hizo saltar la espada del Conde. Pero éste, velozmente, arrebató la espada al capitán de arcabuceros agonizante y se lanzó nuevamente contra su adversario. Entretanto, un soldado español acudió en su ayuda.

El Corsario no tuvo alternativa. Con una estocada mortal derribó al soldado y se lanzó a fondo contra el Conde, que no esperaba tal arremetida. La espada le atravesó el pecho y le salió por la espalda.

—¡Conde! —exclamó el Corsario, sujetándole con sus brazos—. ¡Qué triste victoria! ¡Usted la ha querido!

—Era... el destino... caballero... —murmuró el Conde, tratando de esbozar una sonrisa.

—¡Carmaux!... ¡Wan Stiller!... ¡A mí! —gritó el Corsario.

—Me... muero... adiós... amigo... no... —alcanzó apenas a decir el Conde.

Un golpe de sangre le cortó la frase y cerró los ojos.

El Corsario, más emocionado de lo que hubiera creído, depositó suavemente el cadáver del noble en el suelo, le besó la frente aún tibia y, recogiendo la espada ensangrentada, se lanzó a la lucha con voz destrozada:

—¡A mí, hombres del mar!

La sangrienta batalla duró una hora. Casi todos los defensores cayeron rodeando la bandera de su lejana patria. Ninguno aceptó rendirse.

La terrible lucha, que había empezado por la mañana, concluyó a las dos de la tarde. En el campo de batalla quedaban cuatrocientos españoles y ciento veinte filibusteros.

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