El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 12

LA CAÍDA DE GIBRALTAR

Ahora la ciudad estaba indefensa. Los filibusteros, como un río humano, se abalanzaron sobre ella ávidos, dispuestos a impedir que la población huyera a los bosques. Entretanto, el Corsario Negro, Wan Stiller, Carmaux y el africano buscaban entre los cadáveres del fuerte el de Wan Guld, el odiado gobernador de Maracaibo.

Por todas partes se veían horribles escenas. Cuerpos despedazados, heridos gemebundos, charcos de sangre que despedían un acre olor, agonizantes que pedían agua.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux, deteniéndose ante un montón de cadáveres—. Yo conozco esa voz.

—Yo también —dijo Wan Stiller.

—Parece la de mi compatriota Darlas.

—¡Agua, caballeros!... ¡Agua!... —se oía suplicar entre unos cadáveres.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Es la voz del catalán!

Removieron de prisa los cadáveres y apareció una cabeza ensangrentada, y luego un cuerpo flaquísimo lleno de sangre y vísceras.

—¡Caray! —exclamó el catalán—. No esperaba tener tanta suerte.

—¡Catalán de mi alma! —gritaba Carmaux.

—¿Dónde estás herido? —preguntó el Corsario, ayudándole a incorporarse.

—En un hombro y en la cabeza. Pero mis heridas no son graves, señor. ¡Denme de beber, se lo suplico!

—Toma, compadre —Carmaux le pasó un frasco de aguardiente.

El catalán, agobiado por la fiebre, bebió con avidez. Después se dirigió al Corsario Negro:

—Estaba buscando al gobernador de Maracaibo, ¿verdad, señor?

—Sí, ¿lo has visto?

—Ha perdido la oportunidad de colgarlo. Y yo de cobrarle mis veinticinco azotes: ¡el canalla no puso los pies aquí!

—Pero, ¿adónde ha ido?

—A Puerto Cabello, donde tiene familia y bienes.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Segurísimo, señor. Escapó de la persecución de las naves de ustedes haciéndose llevar a la costa oriental del lago, donde embarcaría en un velero español.

—¡Maldición y muerte! —aulló el Corsario—. ¡Puede irse al infierno, que allí lo iré a buscar! Llegaré a Honduras. ¡Lo juro por Dios!

—Yo le acompañaré, señor —dijo el catalán—, si no es molestia.

—Vendrás, ya que ambos le odiamos. ¿Crees que es posible seguirlo?

—A estas horas debe estar llegando a Nicaragua.

—Volveré a La Tortuga y desde allí organizaré una expedición sin rival, en el Golfo de México. Debo ver al Olonés.

El Corsario abandonó el fuerte y bajó a la ciudad. Ésta ofrecía un espectáculo tan desolador como el del interior del fuerte. Todas las casas habían sido saqueadas. De todos lados surgían gritos masculinos, llantos de mujeres, sollozos de niños, blasfemias y disparos. Grupos de ciudadanos huían por las calles tratando de salvar algunos objetos de valor. A cada rato estallaban sangrientas luchas entre saqueadores y saqueados. Los filibusteros no se detenían ante nada, con tal de obtener oro.

Dejando atrás algunas casas incendiadas, el Corsario llegó a la plaza central. El Olonés pesaba el oro que sus hombres seguían acumulando y que traían de diversas partes.

—¡Por las arenas de Olón! —exclamó el filibustero al verlo—. ¡Creí que ya habías partido a Gibraltar para ir a colgar a Wan Guld!

—A estas horas Wan Guld está navegando hacia las costas de Nicaragua.

—¿Se te ha vuelto a escapar...? Ese individuo es el diablo mismo. ¿Qué piensas hacer?

—Vuelvo a La Tortuga para preparar una expedición.

—¿Sin mí?... ¡No, caballero!...

—¿Vendrás?

—Te lo prometo. Iremos juntos a sacar de su cueva a ese viejo bribón.

—Gracias, Pedro. Sabía que contaba contigo.

Después de tres días, los filibusteros pusieron fin al saqueo y abandonaron la ciudad rumbo a Maracaibo. Llevaban doscientos prisioneros, por los que pensaban obtener cuantiosos rescates, y gran cantidad de víveres, mercadería y oro por valor de doscientas mil piastras.

El Corsario Negro y sus compañeros embarcaron en el navío del Olonés. El Rayo había quedado en la entrada del Golfo, para impedir una sorpresa de la flota española.

Carmaux y Wan Stiller transportaban al catalán, cuyas heridas estaban cicatrizando.

Exactamente como los filibusteros creían, los habitantes de Maracaibo habían vuelto a la ciudad pensando que los ladrones del mar no la visitarían por segunda vez. Imposibilitados para oponer resistencia, se vieron obligados de hacer un nuevo pago de treinta mil piastras bajo la amenaza de que les incendiarían la ciudad entera. Pero no contentos con esta extorsión, los filibusteros aprovecharon su segunda visita para saquear las iglesias, llevándose los objetos de arte y de valor. Todo ello serviría, se excusaron, para construir una capilla en La Tortuga.

Aquella misma tarde, la escuadra corsaria abandonó definitivamente Maracaibo y puso proa hacia la salida del golfo. El tiempo presagiaba tormenta y tenían apuro por alejarse de tan peligrosas costas.

A las ocho de la noche, el mar estaba embravecido, los relámpagos iluminaban el horizonte y el mar se había puesto fosforescente. Pronto la escuadra avistó el barco del Corsario Negro, frente a la punta Espada.

Un cohete lanzado desde la nave del Olonés indicó a El Rayo que abarloara, pues el Corsario Negro y sus acompañantes iban a abordarlo.

Morgan obedeció la señal. En cuatro bordadas la rápida nave del Corsario llegó junto a la chalupa que se acercaba y embarcó a su comandante.

Apenas estuvo sobre el puente, un inmenso grito lo acogió:

—¡Viva nuestro comandante!

—El Corsario, seguido de Carmaux y Wan Stiller, que transportaban al catalán, cruzaron por entre una doble fila de marineros y se dirigieron al encuentro de una blanca silueta que acababa de aparecer por la escalera de los camarotes.

—¡Usted, Honorata! —saludó el Corsario, alegre.

—Yo, caballero —repuso la joven flamenca yendo a su encuentro—. ¡Qué felicidad volver a verle!

En ese mismo momento, un relámpago enceguecedor iluminó la oscuridad del mar y el rostro de la duquesa.

—¡La hija de Wan Guld aquí!... —exclamó, asombrado, el catalán—. ¡Dios mío!

El Corsario, que iba al encuentro de la joven, se detuvo y, volviendo sobre sus pasos con ojos desorbitados, gritó al catalán:

—¿Qué has dicho?... ¡Habla... o te mato!

El catalán no contestó. Miraba asombrado a la joven flamenca que retrocedía paso a paso, trastabillando, como si hubiera recibido una puñalada en el pecho.

En el puente, los ciento veinte tripulantes no respiraban, concentrados en la joven, que seguía retrocediendo, y en el puño del Corsario, que amenazaba al catalán.

Todos presentían que iba a desatarse una tragedia.

—¡Habla! —repitió el Corsario—. ¡Habla!

—Es... es la hija de Wan Guld.

—¿La conocías? ¡Jura que es ella!

—Juro...

De los labios del Corsario escapó un rugido. Se dobló sobre sí mismo, como golpeado por una maza, pero se enderezó con un movimiento de tigre.

Sus palabras resonaron roncas en medio de la noche:

—Cuando surqué estas aguas con el cadáver de mi hermano, el Corsario Rojo, hice un juramento. ¡Maldita sea esa noche fatal que matará a la mujer que adoro!...

— ¡ Comandante! —dijo Morgan, acercándose.

—¡Silencio! —aulló el Corsario, con la voz quebrada—. ¡Aquí mandan mis hermanos!

Un estremecimiento de supersticioso terror recorrió a los tripulantes. El mar centelleaba igual que en la noche del juramento y les parecía que en cualquier instante verían surgir los cuerpos de los dos corsarios sepultados en el abismo. La joven flamenca seguía retrocediendo con las manos sobre la cabeza, sosteniendo los cabellos que el viento despeinaba. El Corsario le seguía, paso a paso, con los ojos chispeantes. Ninguno de los dos hablaba, y el resto de los filibusteros les miraban, también mudos.

La duquesa llegó hasta el borde de la escalera, por la que bajó sin darse vuelta. Ya en el salón, se detuvo, flaqueó y se dejó caer desesperadamente en una silla. El Corsario cerró la puerta tras de sí.

—¡Desventurada! —gritó, con la voz rota por el llanto.

—¡Sí!... —murmuró la joven en un susurro—. ¡Infeliz de mí!

Y sus sollozos ahogados quebraron el silencio de la cámara.

—¡Maldito sea mi juramento! —sollozó el Corsario, desesperado—. ¡Usted!... ¡La hija del hombre al que juré odio eterno!... ¡Usted!... ¡La hija del traidor que asesinó a mis hermanos!... ¡Dios mío!... ¡Es espantoso!

Se interrumpió, antes de seguir con lágrimas de ira:

—¡Lo juré!... Juré acabar con la familia de mi mortal enemigo. Se lo dije a usted. ¿Lo recuerda? El mar y mis hombres fueron testigos de mi fatal juramento, que ahora costará la vida a la única mujer que he amado, que amo... ¡Porque usted,... señora... morirá!...

Al oír la amenaza, la joven se levantó.

—Está bien —dijo—. ¡Acabe con mi vida! El destino ha querido que mi padre sea un traidor y un asesino... Ponga fin a mi vida... con sus propias manos. Moriré feliz en manos del hombre al que amo inmensamente.

—¿Yo? —exclamó el Corsario, horrorizado—. ¿Yo?... ¡No!... No la mataré... ¡Mire!

El mar centelleaba, como si bajo el oleaje corriera azufre líquido, mientras el horizonte se llenaba de relámpagos.

—Mire —continuó el Corsario, aún más exaltado—. El mar refulge igual que la noche en que dejé caer en su seno los cadáveres de mis hermanos, víctimas del padre de usted. Allí están... mirando mi nave... Sus ojos me suplican... me piden venganza... Han vuelto a la superficie para exigir que cumpla mi juramento... ¡Sí, hermanos! Les vengaré... ¡aunque yo ame a esta mujer!... ¡Velen por ella... socórranla, porque la amo! ¡La amé!...

Un sollozo le quebró la voz. Se inclinó hacia la ventana y se quedó mirando el bullir de las olas. Tal vez le parecía, en su desesperación, ver los cuerpos del Corsario Rojo y del Corsario Verde.

Al cabo de unos minutos, se volvió hacia la joven, que estaba como paralizada. En su rostro no había ningún gesto de dolor; volvía a ser el hombre del odio implacable.

—Prepárese para morir, señora —dijo con voz lúgubre—. Ruegue a Dios que mis hermanos la amparen. La espero en el puente.

Cruzó el saloncito de la cámara y subió al puente de mando. Los tripulantes continuaban inmóviles.

—Señor —ordenó el Corsario a Morgan—. Haga preparar una chalupa y que la bajen al mar.

El segundo preguntó:

—¿Qué va a hacer, comandante?

—¡Mantener mi juramento!... La hija del traidor bajará a esa chalupa.

—¡Señor!...

—¡Silencio! ¡Mis hermanos me miran! ¡Obedezca! ¡En este barco manda el Corsario Negro!...

Nadie había dado un paso para obedecer su orden. Aquella tripulación tan brava y veloz en el combate, estaba clavada a las tablas del navío por un terror insuperable.

—¡Obedezcan, hombres de mar!... —gritó el Corsario, amenazante.

El contramaestre se adelantó y llamando a algunos hombres, ordenó arriar una canoa en la que hizo poner víveres. Había comprendido qué pensaba hacer el Corsario con la desdichada hija de Wan Guld.

Concluía la maniobra cuando se vio llegar a cubierta a la joven flamenca. Se cubría con el mismo vestido blanco y sus cabellos rubios le caían sobre la espalda. La joven atravesó la toldilla de la nave sin decir una palabra, erguida, resuelta, sin un traspiés. Cuando llegó junto a la escala se volvió, miró largamente al enemigo de su padre, inmóvil en el puente de mando, con los brazos cruzados sobre el pecho, y le hizo una seña de despedida con la mano. Luego bajó livianamente la escala y saltó a la chalupa.

El contramaestre soltó la cuerda. El Corsario no hizo gesto alguno de contraorden. Un grito escapó entonces de las gargantas de todos los tripulantes:

—¡Sálvela!...

El Corsario continuó inmóvil.

La chalupa se alejaba. De su proa emergía la blanca silueta de la joven, con los brazos tendidos hacia El Rayo y los ojos fijos en el Corsario.

La tripulación no hablaba. Sabía que cualquier intento de ablandar al vengador sería inútil. La chalupa se distanciaba cada vez más. Ya sólo era un bulto negro entre la olas, al que la fosforescencia y los relámpagos hacían centellear. De pronto se la veía sobre las olas, para desaparecer luego y volver a aparecer, como si un ser misterioso la protegiera.

Incluso centelleó por última vez durante unos pocos minutos; luego desapareció en el oscuro horizonte.

Los filibusteros, horrorizados, volvieron sus miradas hacia el puente de mando. El Corsario Negro se había encogido sobre sí mismo, y se dejaba caer sobre un montón de cuerdas con el rostro entre las manos. A pesar de los silbidos del viento y del estruendo del mar, se oían sus ocultos sollozos.

Acercándose a Wan Stiller, Carmaux le indicó el puente de mando:

—¡El Corsario Negro llora! —dijo con lágrimas en sus ojos.

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