El corsario negro |
( Emilio Salgari )
CAPÍTULO 10
EN PODER DEL ENEMIGO
Durante todo aquel largo día ni Wan Guld ni los marineros de la carabela dieron señales de vida. Sin duda querían obligarlos a rendirse por hambre o por sed. Al gobernador le interesaba tomar vivo al Corsario y colgarlo como ya lo había hecho con sus dos infortunados hermanos.
Pero los filibusteros se habían preparado para partir.
Hacia las once de la noche después de inspeccionar los alrededores y de asegurarse de que el enemigo se mantenía en los mismos sitios, cargaron los pocos víveres que les quedaban, juntaron sus municiones, unos treinta tiros, y abandonaron sin hacer el menor ruido la fortificación de la colina.
Se deslizaban sigilosamente, como reptiles, para no provocar sonidos ni desprender piedras, con todos los sentidos alertas, para descubrir a posibles centinelas emboscados. Al no escuchar nada, y ver que las hogueras de los campamentos continuaban encendidas, siguieron su camino siempre con mayor cuidado.
A trescientos metros, Carmaux, que iba primero, se detuvo bruscamente y se ocultó tras un tronco.
—Alguien viene. Detengámonos aquí —susurró.
Se ocultaron en los arbustos, conteniendo la respiración. Después de algunos instantes de angustiosa espera, oyeron, a poca distancia, a dos personas que hablaban en voz bajísima.
—Se acerca la hora. ¿Están todos preparados? —preguntaba una voz.
—Ya dejaron los campamentos, Diego.
—¿Y por qué las fogatas siguen encendidas?
—Hay orden de no apagarlas para hacer creer a los filibusteros que no nos hemos movido.
—¡Qué astuto es el gobernador!
—Es un guerrero, Diego.
—¿Crees que los agarraremos por sorpresa?
—Se defenderán terriblemente. El Corsario Negro solo, vale por veinte.
—Los que salgamos con vida disfrutaremos las diez mil piastras comiendo y bebiendo.
—¡Buena cantidad, a fe mía!
—¡Eh!... ¿No has oído nada, Sebastián?
—No, compañero.
—Debió ser un insecto o una víbora.
—Buena razón para alejarnos de aquí. Y allá arriba hay diez mil piastras.
Los filibusteros esperaron unos instantes por temor a que los españoles retrocedieran.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Empiezo a creer que la suerte nos protege.
Seguros de no hallar otro obstáculo, los tres filibusteros bajaron hacia la playa, en un intento de llegar a la orilla meridional del islote para estar lejos de la carabela.
Ante ellos, en el extremo de un pequeño promontorio, vieron una chalupa cuya tripulación dormía confiada junto a una fogata que se extinguía.
—¿Matamos a los marineros? —preguntó Carmaux.
—No vale la pena —repuso el Corsario—. No creo que nos molesten. Embarquemos sin pérdida de tiempo.
Les fue fácil poner en el agua la embarcación, dentro de la cual se ubicaron y cogieron los remos. Se alejaron sesenta pasos, y ya los alentaba la esperanza de huir, cuando se escucharon tiros en la cresta de la colina y estridentes gritos. Al ruido de las descargas se despertaron los dos marineros de la playa, quienes al ver su bote lejos se lanzaron a las armas gritando:
—¡Deténganse!... ¿Quiénes son ustedes?
—¡Que el diablo los lleve consigo!...—gritó Carmaux, en el instante en que una bala le cortaba el remo de tres pulgadas del borde de la barca.
—¡Coge otro remo, Carmaux! —gritó el Corsario.
—¡Rayos!... —señaló Wan Stiller—. ¡Una chalupa nos persigue!
—Ocúpense de los remos. Yo la mantendré alejada a tiros.
Entretanto, desde lo alto de la colina llegaba el estruendo del tiroteo.
El bote se distanciaba velozmente de la isla, proa a la desembocadura del Catatumbo, situada a unas cinco o seis millas. Podían escapar de la persecución si lograban pasar desapercibidos para la carabela. Desgraciadamente, la alarma había cundido por la costa septentrional de la isla. No habían logrado recorrer mil metros, cuando otros dos botes, uno de ellos bastante grande y armado con una culebrina de desembarco, empezaron a darles caza.
—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntariamente el Corsario—. ¡Amigos, debemos prepararnos para vender cara la vida!
—¡Por mil truenos!... —gritó Carmaux—. ¿Será posible que tan pronto nos vayamos al otro mundo?
El bote mayor avanzaba a gran velocidad. A trescientos pasos de los filibusteros, una voz gritó:
—¡Ríndanse o los hundo!
—¡Los hombres de mar mueren, pero no se rinden! —contestó el Corsario.
—¡El gobernador les perdona la vida!
—¡Ahí tienen respuesta!
El Corsario apuntó y tiró; uno de los remeros cayó muerto. Un grito de furor salió de los tres botes.
—¡Fuego! —ordenó una voz.
La culebrina disparó con gran estrépito. Un instante después, la chalupa corsaria hacía agua a raudales. Los filibusteros se lanzaron al agua.
—¡Agarren la espada con los dientes y prepárense para el abordaje! —aulló el Corsario— ¡Moriremos sobre la chalupa!
A los españoles les habría sido muy fácil pegarles un tiro sobre el agua, pero estaban interesados en apresarlos con vida.
Con pocas remadas llegaron hasta ellos y los golpearon con la proa de la chalupa. Antes de que se recobraran del golpe, veinte brazos los subieron a bordo, los desarmaron y los ataron.
Cuando el Corsario Negro se dio cuenta de lo ocurrido estaba atado, al igual que sus dos compañeros. Un hombre vestido elegantemente con un traje de caballero castellano se hallaba a su lado.
—¡Usted..., Conde!... —exclamó sorprendido el Corsario.
—Yo, caballero —respondió el castellano sonriendo.
—Jamás hubiera creído que el Conde de Lerma olvidara tan pronto que le salvé la vida en Maracaibo.
—¿Qué le hace pensar, señor de Ventimiglia, que yo no recuerde el día en que tuve la suerte de conocerle? —dijo el Conde, en voz baja.
—El que me haya tomado prisionero y me lleve para entregarme al duque flamenco.
—¿Y qué?
—¿Ignora el tremendo odio que hay entre el duque y yo? ¿Que él ahorcó a mis dos hermanos?
—¡Bah!
—No quiere creerlo, Conde.
—Quiero que sepa que esta carabela me pertenece, que los marineros sólo obedecen mis órdenes.
—Wan Guld gobierna Maracaibo. Todos los españoles le deben obediencia.
—Gibraltar y Maracaibo están lejos, caballero. Yo le mostraré luego cómo el Conde de Lerma burlará al flamenco. Y ahora, silencio.
La chalupa, seguida de los otros dos botes, se detenía junto a la carabela. Obedeciendo al Conde, los marineros transbordaron a los tres filibusteros.
Desde el alcázar de popa descendió rápidamente un hombre de aspecto imponente, larga barba blanca, anchos hombros y excepcional contextura física a pesar de sus sesenta años. Como los viejos dogos venecianos, vestía una espléndida coraza de acero cincelado, llevaba una larga espada y, en la cintura, un puñal con mango de oro. El resto del traje era español.
Miró en silencio al Corsario. Luego, con voz lenta y mesurada, dijo:
—Caballero, la suerte está de mi parte. Juré ahorcarle y mantendré la palabra.
—Los traidores tienen suerte en esta vida. Veremos en la otra —contestó el Corsario, con supremo desprecio.
—Usted ha perdido la partida y pagará —dijo el viejo, fríamente.
—¿Qué espera? ¡Hágame ahorcar!
—Hubiera preferido hacerlo en Maracaibo. Pero haré que goce del espectáculo el pueblo de Gibraltar.
—¡Miserable!...
—No le odio tanto como cree, pero es un testimonio peligroso de lo sucedido en Flandes. Si yo no le matase, tarde o temprano lo haría usted conmigo. Sólo me defiendo de un enemigo que no me ha dejado en paz.
—Entonces, hágame matar. La muerte no me asusta.
—Caballero, es usted un valiente y estoy seguro de que no me creerá si le digo que estoy cansado de la tremenda lucha que ha emprendido contra mí. Si yo le dejara en libertad, ¿qué haría?
—Recomenzaría la lucha con mayor encarnizamiento para vengar a mis hermanos.
—Me obliga, entonces, a colgarle, tal como colgué al Corsario Rojo y al Corsario Verde.
—Y como asesinó en Flandes a mi hermano mayor.
—¡Cállese!... —gritó el duque, con voz angustiada—. ¿Por qué reavivar el pasado? Déjelo que duerma para siempre
—Suprima al último señor de Ventimiglia. Pero le advierto que con ello la lucha no terminará. Otro de los míos, un hombre valeroso y audaz, recogerá mi juramento —sentenció el Corsario.
—¿Quién será ése? —preguntó el duque, temeroso.
—El Olonés.
—También le colgaré.
—Pedro navega hacia Gibraltar. Dentro de unos pocos días caerá usted en sus manos.
—Que venga el Olonés y le daré su merecido.
Dirigiéndose luego hacia los marineros, les dijo:
—Conduzcan a los prisioneros a la bodega y vigílenlos atentamente. Ustedes se han ganado el premio que prometí; lo recibirán en Gibraltar.
En seguida volvió la espalda al Corsario y se dirigió a popa. El Conde de Lerma le esperaba en la escalera.
—Señor duque —le preguntó—, ¿está usted resuelto a ahorcar al Corsario?
—Sí —respondió el viejo sin vacilar—. Es un corsario, un enemigo de España que ha encabezado una expedición contra Maracaibo.
—Es un caballero valiente, señor duque. Es lamentable que muera un hombre como él.
—Es un enemigo, señor Conde.
—Aun así, yo no le mataría.
—¿Porqué?
—No olvide que se dice que la hija de usted ha sido capturada por los filibusteros de las Tortugas.
—Es cierto —reconoció el duque, suspirando—. Pero la captura de la nave en que ella viajaba no ha sido confirmada.
—Pero si la confirmasen, podría canjearla por el Corsario Negro.
—No, señor —contestó resuelto el viejo—. Con una buena suma siempre podré rescatar a mi hija. Y eso, si es reconocida, cosa que dudo, pues se tomaron todas las precauciones para que navegase de incógnito. Ya es hora de que esta larga lucha termine. Señor Conde, ponga proa a Gibraltar.
El Conde de Lerma se inclinó sin contestar y se dirigió a proa.
Pero sólo a las cuatro de la tarde el barco estuvo en condiciones de zarpar. La impaciencia roía al duque. El Conde le advirtió que no era posible navegar a gran velocidad porque los innumerables bancos de arena lo impedían. Solo a las siete de la tarde, hora en que el viento aumentó, el velero comenzó a moverse algo más rápido.
El Conde de Lerma, tras cenar con el duque, fue a tomar el timón y mantuvo una larga conversación con el piloto. Parecía darle amplias instrucciones relacionadas con las maniobras nocturnas para evitar los bajíos de Catatumbo, frente a Santa Rosa, localidad pequeña a pocas horas de Gibraltar.
La misteriosa conversación duró hasta las diez de la noche. Después pareció que el Conde se retiraba a descansar, pero, al amparo de la oscuridad, bajó sin ser visto por la tripulación hasta la bodega.
—Y ahora —murmuró—, el Conde de Lerma pagará su deuda; después que pase lo que sea.
Encendió una linterna sorda que llevaba en la manga de su bota y alumbró a los que dormían.
—¿Usted, Conde? —dijo el Corsario—. ¿Viene a hacerme compañía?
—A algo mejor, caballero —replicó el castellano—. Vengo a cumplir mi promesa. Hoy no soy yo el que está en peligro, sino usted. Me corresponde devolverle un favor, que sin duda apreciará.
—Explíquese mejor, Conde.
—Vengo a salvarle, señor.
—¿Salvarme?... —exclamó el Corsario, estupefacto—. ¿Y qué pasará con el duque? Le hará a usted prisionero y le hará. ahorcar. ¿Ha pensado en ello, Conde?... Wan Guld no bromea.
—El flamenco es fiero y astuto, caballero. Lo sé. Pero no se atreverá a inculparme. La carabela es mía y la tripulación me es fiel. Sé que hago mal en liberarle en el momento en que Gibraltar va a ser atacada por el Olonés. Pero soy un caballero y cumplo mis promesas. Si más tarde el destino hace que nos encontremos en Gibraltar, usted cumplirá su deber de corsario, yo el mío de español y nos batiremos como dos enemigos encarnizados.
—Como dos enemigos encarnizados no, Conde.
—Como dos caballeros, entonces, que militan bajo distintas banderas —dijo con nobleza el castellano.
—De acuerdo, Conde.
—Huya, caballero. Aquí tiene un hacha para que corte los travesaños del ojo de buey, y un par de puñales para que se defienda de las fieras, cuando esté en tierra. Una chalupa va a remolque de la carabela. Corte su soga y reme hacia la costa. Ni el piloto ni yo veremos nada. Adiós, caballero. Espero hallarle ante las murallas de Gibraltar y que crucemos nuestros aceros,
El Conde cortó entonces las ligaduras del Corsario, le entregó las armas, le estrechó la mano y desapareció escaleras arriba.
El Corsario se quedó perplejo un instante, sorprendido por la magnanimidad del castellano, luego despertó a los filibusteros.
—¡Truenos! ¿Qué ha pasado, señor?
—¿No me diga que esto se debe al gobernador? —ironizó Carmaux
—Síganme en silencio —ordenó el Corsario.
Quitó a golpes de hacha dos travesaños del ojo de buey, dejando espacio suficiente para que pasara un hombre.
—No se dejen sorprender —susurró a los filibusteros—. Si les interesa la vida, sean prudentes.
Sigilosamente, uno a uno fueron dejándose caer al agua. Nadaron hasta la chalupa atada a la popa por un gran cable. Cuando iban a tomar los remos, la cuerda cayó al mar, cortada por una mano amiga.
El Corsario levantó la vista y vio en el alcázar de popa un bulto humano que lo saludaba.
—¡Que Dios lo proteja de la cólera de Wan Guld! —dijo el Corsario, reconociendo al castellano.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Todavía no sé si estoy despierto o dormido. ¿Qué pasó, capitán? ¿Quién le ayudó a huir de ese viejo antropófago?
—El Conde de Lerma —repuso el Corsario.
—¡Qué gran caballero! Si le encontramos en Gibraltar, no vamos a tocarlo, ¿verdad, Wan Stiller?
—Lo trataremos como a un hermano de la costa —respondió el hamburgués.
El Corsario, que miraba ensimismado hacia el horizonte, se incorporó de pronto ansioso:
—Amigos —preguntó con cierta emoción—, ¿qué ven allá, a lo lejos?
Ambos filibusteros se levantaron para mirar en la dirección indicada. Unos puntos luminosos, como estrellitas, brillaban en el horizonte. Un hombre de tierra firme podría confundirlos con astros, pero no un hombre de mar.
—¡Fanales, comandante! ¡Fanales! —exclamó Carmaux—. ¡No me cabe duda de que es el Olonés!
—A la playa, ¡rápido! —ordenó el Corsario—. Encenderemos fuego para que vengan a rescatarnos.
Ambos filibusteros reanudaron sus remadas con gran energía, acercando la chalupa a la costa, que se divisaba a tres o cuatro millas de distancia.