El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPITULO 9

LA FUGA DEL FLAMENCO

Hacía diez días que habían salido de Maracaibo, diez días y diez noches metidos en la selva, cada vez en condiciones más precarias. La marcha se hacía interminable por esos terrenos pantanosos que obligaban a largos rodeos. Ya les faltaban las fuerzas, las piernas les flaqueaban a esos duros marineros, sobre todo por la falta de víveres. Sólo el Corsario parecía no sentir el rigor de la expedición, impulsado por su odio hacia Wan Guld.

Una nueva noche los sorprendió sin encontrar rastro de sus enemigos, pero presentían por instinto que no podían estar lejos.

Aquella noche se vieron obligados a dormir sin probar bocado.

—¡Barriga de tiburón! —exclamó Carmaux, masticando algunas hojas dulces—. Si continuamos así, llegaremos a Gibraltar directamente al hospital.

Cuando reanudaron la marcha, al mediodía, estaban más cansados que la noche anterior. Caminaban tratando de conservar la dirección sudeste en que estaba Gibraltar, a orillas del lago Maracaibo. De pronto, a poca distancia de ellos, sonó un disparo.

—¡Al fin! —exclamó el Corsario, desnudando su espada.

—Señor, un consejo —sugirió el catalán—. Tratemos de tenderles una trampa.

—¿Cómo?

—Podemos esperarlos en el monte y obligarlos a rendirse sin lucha. Ellos son más de ocho y nosotros somos cinco, y estamos agotados.

—¿Piensas que ellos pueden estar en mejores condiciones que nosotros? De todos modos, acepto tu consejo.

Renovaron la carga de sus armas y se dispusieron a avanzar, arrastrándose entre lianas y raíces con el mayor sigilo. El Corsario volaba casi sobre la hojarasca, sin dar muestras de cansancio. Súbitamente se detuvo; se escuchaban dos voces en medio de un monte de caluros.

—Diego —decía una voz débil—, un sorbo de agua, por favor..., antes de que cierre mis ojos.

—No puedo, Pedro, esos perros indígenas... me han herido de muerte.

El Corsario, que se había lanzado en medio de la arboleda con su espada en alto y su pistola gatillada, se encontró con dos soldados agonizantes.

—¡Caballero!... —dijo uno de ellos, alzándose apenas—, ¿mataría a unos moribundos?

—¡Pedro! ¡Diego! —exclamó el catalán, que llegaba corriendo.

—¡Silencio! —ordenó el Corsario—. ¡Díganme dónde está Wan Guld!

—Partió hace tres horas —habló el llamado Pedro—, con un guía indígena... y dos oficiales... Van para el lago..., donde el indio tiene una barca.

—Amigos —apuró el Corsario—, hay que continuar rápido.

—¡Señor! —rogó el catalán—. No puedo abandonar a mis camaradas. El lago está cerca. Mi misión ha terminado. Renuncio a mi venganza.

—Estás en libertad de hacer lo que quieras —contestó el Corsario—, pero tu auxilio es inútil. Te dejo a Moko. Mis dos filibusteros y yo podemos atrapar a Wan Guld.

—Nos veremos en Gibraltar, señor. Se lo prometo.

El Corsario reinició la marcha a paso vivo, tratando de acortar la ventaja que llevaba el gobernador. Eran ya las cinco de la tarde y necesitaba apurarse aún más. Felizmente, el bosque se abría y la cercanía del lago se intuía en el aire salino. A las siete, cuando el sol caía, viendo a los marineros exhaustos, el Corsario les dio un cuarto de hora de descanso para que comieran las galletas que habían tomado de los soldados moribundos y se repusieran.

—Vamos —dijo Carmaux, levantándose con esfuerzo.

Hacía veinte minutos que caminaban, cuando vieron una luz entre el follaje.

—¡El golfo! —exclamó Carmaux.

—¡El campamento! —aulló el Corsario—. ¡El asesino de mis hermanos es mío!

Echaron a correr con sus armas dispuestas. Pero al llegar junto al fuego, donde había huellas de un reciente vivac, no encontraron a nadie.

—¡Maldición! —gritó el Corsario.

—¡No, señor! —indicó Carmaux—. Están allá, en la playa, al alcance de nuestras pistolas.

Los tres hombres corrieron hacia la playa.

—¡Detente, Wan Guld! —aulló el Corsario—. ¡Detente si no eres un cobarde!

Los hombres que se embarcaban en una canoa respondieron con disparos. Los filibusteros contestaron en igual forma y un hombre cayó al agua, acompañado de un grito. La canoa se alejó velozmente, comenzando a desaparecer en la oscuridad que caía.

El Corsario estaba ebrio de rabia.

—¡Capitán! —gritó Carmaux—; Allá en la arena hay otra canoa.

—¡Wan Guld es mío! —aulló el caballero, con alegría, y los tres se precipitaron sobre la embarcación, que era una piragua india.

La canoa que transportaba a Wan Guld se había alejado mucho. Aunque agotados y hambrientos por la larga travesía, Carmaux y Wan Stiller remaban con fuerza entre las tinieblas.

—¿Acortamos distancia?

—Continuamente —repuso el Corsario, sentado a proa, con el arma entre las manos.

Repentinamente, la proa chocó contra algo.

—¡Truenos! —gritó Carmaux—. ¿Un barco?

—Es un cadáver —dijo el Corsario, apartando el cuerpo de un oficial español.

—Alivianan la canoa —comentó Wan Stiller.

Minutos después, la canoa del gobernador cruzaba una zona fosforescente. El Corsario pudo distinguir la odiada cabeza del flamenco, apuntó y tiró, pero no se oyó ningún grito.

—Errado, capitán —dijo Carmaux.

—Se apunta mal desde la canoa.

—¡Alarga la remada, Wan Stiller!

—Me estoy rompiendo los músculos —jadeó el hamburgués.

Evidentemente, acortaban distancia, a pesar de los prodigiosos esfuerzos del indio mal secundado por un oficial español y el gobernador. Ahora la canoa se distinguía perfectamente, pues atravesaba de nuevo una zona de fosforescencia. A cuatrocientos pasos, de pie en la canoa, el Corsario tronó: —

—¡Deténganse o disparamos!

Nadie respondió y la canoa viró de golpe hacia los juncales de la costa, sin duda para buscar refugio en el río Catatumbo.

—¡Entonces, muere, perro!... —aulló el Corsario.

Apuntó a la cabeza de Wan Guld, pero la veloz marcha de la embarcación le impedía mantener la puntería. Tres veces bajó el arma y volvió a apuntar. La cuarta vez tiró. Al disparo siguió un grito y un hombre cayó al agua.

—¿Tocado?... —preguntaron ambos filibusteros.

El Corsario lanzó una blasfemia: el hombre muerto era el indio.

El gobernador y su acompañante, conscientes de su inferioridad, se dirigían a una isleta, con la intención de protegerse del fuego de su enemigo. Pero una voz gritó en ese instante:

—¿Quién vive?...

El gobernador y su compañero gritaron:

—¡España!

Una gran nave salió de detrás del promontorio de un islote.

—¡Maldición! —aulló el Corsario, con ojos llameantes—. Ese perro se me escapa otra vez.

—¡Es una carabela española!

—Rápido, amigos, remen hacia el islote antes de que nos hundan.

El gobernador, ya en la carabela, informaba al comandante del peligro que acababa de correr.

—Los españoles se alistan para apresarnos —gritó el Corsario.

—Estamos a cien metros de la playa —repuso Carmaux.

Vieron entonces brillar una mecha en la proa del barco y sin más se tiraron al agua con sus armas. Un proyectil de tres libras rompió la canoa.

Los filibusteros, escapados por milagro, se arrastraron por la playa seguidos por una veintena de disparos.

—¿Están heridos, mis amigos? —preguntó el Corsario.

—Los que tiran no son filibusteros: suelen errar.

—¡Síganme! ¡A la espesura!

Los corsarios llegaron hasta la falda de una colina sin encontrar ser viviente. Allí decidieron, a pesar del cansancio, llegar hasta la cima para deliberar sin molestias y vigilar al enemigo.

Necesitaron dos horas de fatigoso trabajo para abrirse paso en la espesura y llegar a una cumbre casi desnuda. A la luz de la luna, que acababa de salir, pudieron ver la carabela y a los soldados acampando en la playa, temerosos de internarse en el bosque.

—Es la segunda vez que se me escapa de las manos —comentó agrio el Corsario.

—Ahora —añadió el hamburgués— corremos el riesgo de caer en las suyas.

—Parece que estamos condenados a la horca. No contaremos aquí con la ayuda de un notario o de un conde de Lerma.

—¡El Olonés tendrá que venir en nuestra ayuda!

—¿Pero cuándo?

—Wan Guld debe estar colocando la soga con la cual me va a colgar —dijo con rabia el Corsario.

—¿Qué debemos hacer, capitán? —inquirieron los dos marineros.

—Resistir todo el tiempo posible.

—¿Aquí? —preguntó Carmaux.

—Sí, hay que atrincherarse en esta cumbre.

Y sin mayor discusión, los filibusteros se pusieron a trabajar. Transportaron piedras de gran tamaño hasta la cima de la colina, formando una trinchera circular. Luego acarrearon muchas plantas de espino, con las que construyeron una eficaz barrera para el enemigo.

—Sólo falta lo más importante para una guarnición poco numerosa —se quejó el hamburgués.

—¿A qué te refieres?

—A la despensa del escribano de Maracaibo.

—¡Centellas! Olvidaba que no nos queda ni una galleta que morder.

—No vamos a poder convertir piedras en panes.

—No te preocupes, amigo Wan Stiller. Recorreremos el bosque.

Mientras el Corsario hacía de vigía, bajaron una vez más la colina ocultos entre el follaje. Regresaron casi al alba, cargados como mulas. Traían cocos y naranjas de una plantación indígena; cavoli de palma, que puede reemplazar al pan; una gran tortuga de agua que habían sorprendido en un laguito, y algunos peces. Si economizaban las provisiones, podrían tener alimentos para cuatro días.

Pero su mayor alegría había sido el descubrimiento del mabuyero, una planta sarmentosa de las Guayanas que embriaga a los peces y produce cólicos a los hombres. Con sus tallos habían envenenado las aguas del estanque al que los españoles deberían acudir a beber.

—Las chalupas han rodeado la isla —les dijo el Corsario, cuando los vio llegar.

—¡Ay!... Son demasiados. No sé si el niku alcanzará para todos —comentó Carmaux.

—¿Qué es el niku? —preguntó el Corsario.

—Es una bebida de mabuyero que da cólico —contestó Wan Stiller.

—Tengo hombres astutos —los elogió el Corsario.

De pronto se oyó un disparo.

Los filibusteros se distribuyeron en puestos de observación, intentando averiguar desde dónde se había disparado, pero el enemigo no se mostraba.

—¿Ven a alguien? —preguntó el Corsario.

—Ni siquiera un mosquito, señor.

—No creo que se atrevan a atacarnos de día. Pienso que esperarán la noche.

—Entonces voy a preparar el almuerzo —anunció Carmaux, tomando un par de peces.

El Corsario se colocó en el puesto de vigía y los dos filibusteros encendieron fuego. Un cuarto de hora después, las rayas estaban asadas y los corsarios preparados para darles el bajo. Pero un cañonazo retumbó en el mar.

—¡Rayos! ¡Nos estropearon el almuerzo!... —gritó Carmaux, saltando.

—¡Quieren pulverizarnos! —exclamó el hamburgués.

—¿Ve españoles, comandante?

—Están a quinientos pasos.

—¡Rayos!... Se me ocurre que nosotros también podríamos bombardearlos.

—¿Has encontrado algún cañón?... ¿O te ha dado insolación?

—No, comandante. Se trata sólo de que hagamos rodar estos peñascos por las laderas.

—La idea es buena. La pondremos en práctica en el momento oportuno. Ahora cúbranse, para no recibir una esquirla en la cabeza.

Se separaron y ocultaron detrás de los últimos arbustos que rodeaban la cresta de la colina. Esperaban al enemigo para abrir fuego.

Los marineros de la carabela, por su parte, trepaban intrépidamente por dos flancos, estimulados sin duda por la promesa de una buena recompensa.

—¡Amigos! —dijo el Corsario—. Ocupémonos de los que suben a nuestras espaldas. Dejemos a los otros a la suerte del niku.

—¿Empezamos el bombardeo? —preguntó el hamburgués, haciendo rodar un peñasco de medio quintal.

—Adelante —dijo el Corsario.

Una formidable avalancha se abrió paso a través del bosque con el estruendo de un huracán, saltando, golpeando y destrozando todo. Los soldados retrocedían rápidamente entre gritos de horror y algunos disparos.

—¡Otra descarga, hamburgués! —gritó Carmaux.

—Estoy listo, amigo.

—¡Hacia el estanque! —ordenó el Corsario.

—Siempre que los de ahí no tengan cólicos.

Observaron. No se veía a nadie. Hicieron una nueva descarga general, en forma de abanico, pero tampoco obtuvieron respuesta ni escucharon grito alguno.

—¿Qué estará haciendo el enemigo? —se preguntó en voz alta el Corsario.

—¿Quiere saberlo, comandante? Veo a seis u ocho soldados que se revuelcan como locos.

—¡El niku!... Hay que. mandarles un calmante —rió el hamburgués.

—Déjenlos tranquilos —dispuso el Corsario—. Debemos economizar municiones. —Y volvió a su puesto de observación.

En la carabela se advertía un movimiento insólito: varios hombres se afanaban alrededor de un cañón. En tierra, los batallones que intentaron subir la colina no parecían haber vuelto a la playa. Entretanto, Carmaux volvía a poner en el asador los dos peces del suspendido almuerzo.

—Este asunto comienza a ponerse muy feo —dijo el Corsario, que regresaba de su puesto de observación.

—También yo temo, comandante, que esta noche intenten un ataque definitivo —dijo Carmaux.

—Es lo mismo que yo creo —replicó el Corsario.

—No podremos hacer frente a tantos hombres.

—¿Y si intentáramos romper el sitio?

—¿Y después?

—Podríamos apoderarnos de uno de los botes.

—No es una mala idea —dijo el Corsario, tras meditar algunos instantes—. Tendremos que esperar la noche. Pero debe ser antes de que la luna salga.

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