El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 8

FLECHAS, GARRAS Y COCINA

Una escena sobrecogedora se ofreció a sus miradas. El fuego que los guarives atizaban, y las plantas que recogían, estaban destinados a dos cuerpos humanos, que los caníbales aderezaban para su inmundo banquete.

Carmaux se estremeció:

—¡Son peores que hienas! —musitó.

—¡Qué fin más horroroso!

—Señor —preguntó el catalán, con ojos suplicantes—, ¿se atreve usted a arrancarlos de las manos de esos monstruos y darles honorable sepultura?... Los guarives le perseguirán, señor.

—¡Bah!... No temo a los indios —dijo el Corsario, con soberbia—. Son apenas dos docenas.

—Pero esperan a los demás para devorar...

—Mejor. Antes de que sus compañeros lleguen, nosotros habremos sepultado a tus camaradas.

Agazapados, los filibusteros urdieron un rápido plan y se precipitaron sobre los guarives, sorprendiéndolos y arrebatándoles los cuerpos. Los indios sobrevivientes huyeron entre las balas. Entretanto, el catalán y Wan Stiller abrían velozmente una fosa en el terreno blando del bosque. Apenas alcanzaron a ocultar los cuerpos, cuando la tribu, que seguramente había seguido a Wan Guld, volvía gritando, alertada por los disparos;

—¡Huyamos! —gritó el Corsario, que hacía de centinela—, o tendremos a toda la tribu encima.

—Trepemos a ese árbol —dijo el catalán—. En ese follaje nunca nos encontrarán.

El árbol era un summameira, uno de los más grandes que crecen en los bosques de Venezuela. Sus ramas son muy numerosas y el follaje abundante, por lo cual los filibusteros no tuvieron problemas para ascender hacia la copa, hasta unos cincuenta metros de altura. Carmaux se acomodaba en la bifurcación de una rama, cuando sintió que ésta se doblaba por el peso de otro cuerpo.

—No te muevas tanto, Wan Stiller. Si nos caemos, nos haremos polvo.

—¿Qué dices?... —preguntó el Corsario—. Wan Stiller está aquí, a mi lado.

—¡Demonios! ¿Quién está en mi rama? —averiguó Carmaux.

—¡Silencio! Los guarives están por llegar.

—Juraría que esos ojos pertenecen a un jaguar —dijo el catalán.

—¿Un jaguar?... —exclamó Carmaux, con un escalofrío.

—¡Silencio! —susurró el Corsario—. Ya están aquí.

Los indios llegaban gritando como poseídos. Eran más de ochenta, todos armados. Al ver a sus compañeros muertos y a los blancos desaparecidos, salieron en todas direcciones, en una explosión de cólera. Picaneaban las malezas y el follaje, con la esperanza de encontrar nuevos blancos para su banquete.

Los filibusteros no respiraban. Pero, más que los antropófagos que rastreaban los alrededores, ahora les preocupaba el maldito jaguar o lo que fuera, que hasta ese instante no se había movido.

—¡Condenado animal! —mascullaba Carmaux, helado, mirando los ojos amarillos que brillaban en la oscuridad.

—¡No te muevas, Carmaux! No temas, estoy listo con la espada —ordenó el Corsario.

—Silencio! Unos indios se acercan.

Dos indios rondaron algunos minutos alrededor del gigantesco tronco, y luego se alejaron, desapareciendo en la maleza. Los gritos de sus compañeros se oían cada vez más lejos.

—¡Carmaux! —susurró el Corsario—, sacude ahora tu rama. Deshazte de ese peligroso acompañante. Estamos listos para defenderte.

Carmaux se puso a remecer violentamente el follaje bajo el que estaba.

—¡Fuerza, Carmaux! —gritó el catalán.

La fiera maullaba y resoplaba. De pronto se recogió sobre sí misma y saltó a una rama más baja, pero al pasar, el africano le asestó un golpe de maza en plena cabeza, haciéndola caer.

—¿Era un jaguar?... Me pareció un poco chico.

—Es un maracaya, un gato grande que no ataca al hombre.

—¡Bandido! —exclamó Carmaux—. Me lo comeré asado.

—Tendremos ocasión de probarlo cuando atravesemos el bosque pantanoso, donde casi no hay animales —comentó el catalán.

—Quiero estar cuanto antes en Gibraltar —dijo el Corsario—. ¡No quiero que Wan Guld se me escape!

—En Gibraltar también estaré yo, señor —terció el catalán—. Y no lo perderé de vista. No he olvidado los veinticinco azotes que me hizo dar.

—¿Qué quieres decir?

—Que entraré antes que usted para vigilarlo.

—¿Antes que nosotros?

—Señor, soy español. Espero que me permita dejarme matar junto a mis camaradas.

—¿Pero tú quieres defender Gibraltar? Todos los españoles que están allí morirán.

—Sea. Pero morirán empuñando las armas, defendiendo el estandarte de la patria lejana —dijo el catalán, conmovido.

—Eres un valiente —repuso el Corsario—. Sí; llegarás antes que nosotros para luchar junto a tus compañeros. Wan Guld es flamenco, pero Gibraltar es española.

Habían caminado muchas horas a marcha forzada desde que saliera el sol. El terreno, hasta entonces seco, se impregnaba rápidamente de agua y el aire se saturaba de humedad. Un silencio profundo reinaba bajo los vegetales, como si el exceso de agua y los vapores de la fiebre causaran el éxodo de pájaros y animales.

—¡Por mil tiburones!... —exclamó Carmaux—. Se diría que estamos atravesando un enorme cementerio.

—Esta humedad me penetra en los huesos —comentó Wan Stiller.

El calor era intenso, aun debajo de las plantas; era un calor depresivo que hacía traspirar sin tregua. De cuando en cuando, el camino estaba cortado por anchas charcas, llenas de agua oscura y pútrida. Otras veces debían buscar un vado, pues no era posible fiarse de las arenas traidoras que podían tragarlos. Al borde de las charcas abundaban los reptiles venenosos, de los que debían cuidarse. Todas estas precauciones les hacían perder mucho tiempo.

Sin haber encontrado huellas de Wan Guld y su escolta, asaron el maracaya y lo comieron, agobiados por el calor. Luego reemprendieron la marcha a través de una zona infestada por nubes de moscas que atacaban con verdadero furor a los filibusteros, haciendo blasfemar a Carmaux y Wan Stiller.

Al caer la tarde, se detuvieron para buscar un lugar donde acampar. El africano, que se había alejado algunos pasos, volvió con el rostro ceniciento.

—¿Qué te pasa, compadre "carboncillo"? —preguntó Carmaux, cargando su fusil—. ¿Te persigue un jaguar?

—¡Allí hay... un muerto!...

—¿Un español? —preguntó el Corsario.

—Sí, comandante. Está frío como una serpiente.

Todos corrieron detrás de Moko, y vieron, sin poder ocultar su horror, el cadáver de un hombre boca arriba, las piernas semidesnudas y los pies ya carcomidos por víboras o termitas. Su rostro de cera mostraba una pequeña herida en la sien derecha. Los ojos habían desaparecido y los labios contraídos dejaban ver los dientes.

—¡Pedro Herrera! —dijo el catalán, lleno de emoción e inclinado sobre el infeliz.

—¿Un soldado de Wan Guld? —preguntó el Corsario.

—Sí, señor. Un valiente y buen compañero.

—¿Le habrán matado los indios?

—Herido, sí. Tiene una herida a un costado, pero su asesino ha sido un murciélago.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Que un voraz vampiro lo ha desangrado; tiene la marca en la sien. Sin duda, Herrera fue abandonado por sus compañeros en la precipitación de 1a fuga.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de este soldado?

—Creo que ha muerto esta mañana. Si hubiera muerto ayer, ya se lo habrían comido las termitas.

—¡Entonces están cerca! —exclamó el Corsario, sombrío.

—Sí, señor.

—Descansen, entretanto, lo mejor que puedan —dijo el Corsario—. ¡Ya no nos detendremos más hasta alcanzar a Wan Guld!

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