Jack y Jill


Capítulo VIII

De la vía férrea a las tablas

Hasta las personas más importantes tienen sus puntos débiles y aun los muchachos más juiciosos se dejan vencer a veces por las tentaciones y se meten en dificultades. Frank era considerado un muchacho serio, pues nunca se veía envuelto en líos como los demás. Bueno, casi nunca, pero las máquinas de vapor tenían para él una atracción irresistible.

Su paseo favorito era ir a la estación del nuevo ferrocarril, donde permanecía largo rato observando el ir y venir de las locomotoras, además de conversar con las personas que las cuidaban.

Frank no tardó en ponerse al tanto de todos los pormenores de la locomotora número once, su preferida, y a veces el maquinista Bill le había permitido subir a ella y dar pequeños recorridos con él, de manera que el muchacho estaba muy familiarizado con su manejo. Llegó a tal punto su interés que pensaba que cuando fuera rico se haría construir un ferrocarril para manejarlo cuando quisiera.

Gus tenía menos interés que su amigo por las máquinas a vapor, pero después del colegio lo acompañaba hasta el galpón de ellas.

Una tarde encontraron la locomotora número once en un desvio de rieles para maniobras. No tenía ningún vagón enganchado ni se veía al maquinista ni al fogonero.

—Ésta es una buena oportunidad para inspeccionarla a nuestro gusto —dijo Frank—. Daría varios dólares para hacerla correr hasta la curva, ida y vuelta.

—No podrías hacerlo solo —contestó Gus, tomando asiento.

—¿Quieres que pruebe? La máquina está lista para partir y podría manejarla con toda facilidad —repuso Frank.

—¡Adelante! —dijo Gus, pero sin sospechar que lo haría.

—Bien; la llevaré hasta la curva y volveremos —y Frank abrió con todo cuidado la válvula de paso y movió la palanca, comenzando la locomotora a deslizarse suavemente por la vía.

—¡Despacio, Frank! ¡Oye, no muevas eso! —gritó Gus, porque en ese momento apareció Joe, el palanquero, al lado de la palanca de cambio de la vía.

—Ojalá la moviera; no hay tren hasta dentro de veinte minutos y podríamos ir hasta la curva sin peligro —aseguró Frank animándose al ver que el monstruo de acero obedecía a sus manos.

—¡Cielos! ¡Joe hizo el cambio! ¡Para, Frank! —gritó Gus. ¡No salgas del desvío!

Pero Frank no se detuvo y permitió que la locomotora tomara la vía principal.

—¿Te atreves a ir por esta vía? —preguntó Gus, encantado a pesar del miedo que sentía.

—Sí —contestó Frank—. Si tienes miedo disminuiré la marcha para que tú puedas saltar.

—Saltaré cuando tú lo hagas —contestó Gus, más tranquilo.

—¿No te parece magnífico? —gritó Frank cuando cruzaron el puente hacia la curva, que quedaba casi a un kilómetro de la estación.

—No está mal. Pero detrás de nosotros están gritando como locos. Será mejor que des marcha atrás, si es que puedes —dijo Gus.

—Déjalos que griten. Dije que iría hasta la curva y lo haré. No hay peligro, faltan veinte minutos para que pase algún tren —dijo Frank sacando el reloj del bolsillo. Pero el sol le daba en los ojos y no pudo distinguir con claridad la hora, de lo contrario hubiera descubierto que era más tarde de lo que pensaba.

Siguieron avanzando hacia la curva y estaban por tomarla, cuando un agudo pitazo hizo estremecer a ambos muchachos.

—¡Es el tren de la fábrica! —exclamó Gus.

—No; es el cinco cuarenta que pasa por la otra vía contestó Frank con un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo, al pensar lo que sucedería si se hubiera equivocado.

Cuando terminó la curva pudieron ver que por la misma vía venía un largo tren de carga. Durante un instante se quedaron paralizados.

—¿Saltamos? —gritó Gus.

—¡Quédate tranquilo! —ordenó Frank y dominando su temor, lanzó un pitazo de aviso para retardar al otro tren, mientras movía las palancas necesarias para frenar y dar marcha atrás, y regresar a toda prisa al punto de partida.

Allí los esperaba un grupo de hombres enfurecidos.

Al detenerse la máquina bajaron pálidos y silenciosos, mientras el tren de carga pasaba estrepitosamente por la vía principal.

Frank y Gus nunca tuvieron una idea muy clara de lo que ocurrió durante los minutos que siguieron; vagamente recordaban que los habían zamarreado, insultado y amenazado. El jefe de estación los expulsó prohibiéndoles la entrada al lugar.

Joe había desaparecido, y los dos culpables se alejaron tratando de caminar muy derechos, aunque la cabeza les daba vueltas. Cuando se alejaron, Frank dijo con tono desganado:

—Varnos al lago a descansar un poco.

—Creo que esta escapada nos traerá más de un disgusto —replicó Cus.

—Espero que mamá no se entere hasta que se lo cuente yo mismo. Se asustaría tanto que sería capaz de creer que me ha sucedido algo —añadió Frank, estremeciéndose al recordar el peligro que habían corrido.

—Cuando vi ese tren, creí que estábamos perdidos —dijo Gus.

—¿Crees que tendremos que pagar con cárcel o multa? —inquirió Frank, después de pensar un poco.

—No me sorprendería que fueran las dos cosas. Escaparse con una locomotora no es broma —respondió Cus.

—¿Cómo pude ser tan inconsciente? —se lamentó Frank.

—¡Ánimo! Te visitaré en la cárcel cada vez que me lo permitan —dijo Cus para consolarlo.

Mientras tanto Joe, en cuanto se repuso de la impresión de ver partir a los muchachos en la locomotora, corrió a preparar a la señora Minot para la pérdida de su hijo. Ni por un momento se le ocurrió pensar que sus amigos volverían sanos y salvos. El fuerte campanillazo hizo acudir a la señora Pecq, ya que la señora Minot atendía a unas vistas en ese momento.

—¡Frank se escapó con la locomotora número once y se matará! —exclamó Joe, casi sin respirar.

No pudo proseguir hablando, ya que la señora Pecq le puso una mano sobre la boca y lo tomó por el cuello con la otra, haciéndolo entrar a la fuerza a una salita, cerrando la puerta para que nadie pudiera oír las malas noticias.

—Dime qué sucedió, pero no grites. ¿Qué le pasó a Frank? —preguntó ansiosamente la señora Pecq.

En cuanto Joe le contó lo sucedido, la señora le ordenó:

—Regresa y averigua qué le pasó. Te esperaré aquí. No quiero que su mamá se asuste inútilmente.

—¡No me atrevo a volver! Ellos me vieron cambiar las vías y Bill me matará cuando sepa que lo hice —exclamó Joe, con pánico.

—Entonces vete a tu casa y cállate la boca. Vigilaré la puerta, porque no quiero que nadie alarme a la señora Minot.

Joe desapareció como si lo persiguieran, y al cabo de un rato la señora Pecq veía a Frank acercarse a la casa.

—¡Gracias a Dios que estás a salvo! —murmuró la señora Pecq, y en cuanto el joven se acercó lo hizo entrar a la salita con la misma brusquedad con que lo había hecho con Joe.

—¿Qué sucedió en la estación? —preguntó la señora Pecq.

En pocas palabras él contó lo sucedido y la señora se sintió aliviada al comprobar que no había ocurrido ningún daño.

—¡Los problemas vendrán ahora! —repuso Frank, mientras se alejaba para lavarse las manos. Y como la idea de que lo encarcelaran lo tenía enfermo, inquirió a la vuelta—: ¿Qué crees que me harán?

—No lo sé, querido, pero después del té iré a ver al señor Burton. Él nos dirá qué debemos hacer. Gus no debe sufrir por culpa tuya.

—De acuerdo, pero Joe deberá tener un castigo, porque si no hubiese movido esa palanca, no hubiera sucedido absolutamente nada —dijo Frank.

Cuando Frank y su madre fueron a consultar al señor Burton, Jack y Jill se divirtieron en adivinar las penas que los jueces aplicarían al culpable, llegando a la conclusión de que lo sentenciarían a diez años de cárcel. Pero se decepcionaron cuando regresaron diciendo que quizás sólo pagaría una multa. Aún no se sabía qué le sucedería a Joe, pero opinaba que, además de un castigo, debía recibir una buena tunda.

Como es lógico, el asunto causó revuelo entre los niños, y cuando Frank volvió al colegio con el sentimiento de que había perdido para siempre su reputación de muchacho serio, se encontró con que todos sus camaradas lo admiraban.

Su paseo en locomotora le significó una multa de veinticinco dólares. También descubrió lo poco consistentes que son las personas, porque muy pronto aquellos que lo habían elogiado, cambiaron de parecer. Los muchachos no se cansaban de burlarse de él. Incluso las niñas se sonreían al pasar por su lado.

Sin embargo, pasó mucho tiempo antes de que Frank olvidara esa aventura, porque era un joven juicioso que quería portarse bien. Siempre que se sentía presionado por una tentación, se decía a sí mismo: ¡Frena!

*

Pasado al incidente de la locomotora, la atención general continuó centrada en la efemérides del 22 de febrero.

Por supuesto que los mayores celebrarían con una fiesta el aniversario del Padre de la Patria, pero los más jóvenes harían una representación sobre la vida de Wáshington. La "Habitación de los pájaros" sería la sala de teatro. Ralph preparaba un pequeño escenario, Jill cosía los trajes del vestuario con la ayuda de la señorita Délano, Jack imprimía las entradas, los programas y los anuncios.

Cuando llegó la noche, la sala de teatro lucía hermosa. Todos conversaban alegremente hasta que de pronto se oyó un timbre y comenzó a tocar la orquesta.

Cuando se levantó el telón, aparecieron varios árboles en macetas y entre ellos avanzó un caballero anciano con peluca gris y bastón. Era Gus, que había sido elegido en forma unánime para encarnar a Wáshington y al padre de éste, por su parecido físico.

—Hum... mis árboles crecen bien —observó el señor Wáshington padre, paseándose entre ellos.

De pronto se detuvo ante uno de los árboles y frunció el ceño al ver una rama rota adornada con seis cerezas de lana roja, y golpeando el suelo con su bastón, exclamó:'

—¿Habrá sido mi hijo?

Convencido de la culpabilidad de su hijo, lo llamó con voz amenazante:

—¡Jorge! ¡Jorge Wáshington! ¡Ven inmediatamente!

El auditorio permaneció un instante en suspenso, hasta que de pronto estalló en carcajadas al aparecer en escena el pequeño Boo vestido exactamente igual a su padre.

—¿Fuiste tú el que cortó ese árbol? —preguntó el papá dando otro golpe con el bastón en el suelo, tan fuerte que el pobre pequeño Boo pareció asustarse hasta que Molly le susurró detrás de las cortinas:

—Levanta tu mano, querido.

Esas palabras le recordaron su papel, y poniendo uno de sus dedos en la boca, se quedó mirando la punta de sus zapatos; viva imagen del niño avergonzado.

—Hijo mío, no me engañes. Si fuiste tú, te castigaré. Pero si mientes, deshonrarás para siempre el apellido Wáshington.

—Papá... no puedo mentir. Yo corté la rama con mi hacha.

—¡Querido hijo! ¡Ven a mis brazos! ¡Prefiero que destruyas todos mis cerezos a que digas una sola mentira! —exclamó el caballero, tomando a su hijo en brazos y apretándolo en su pecho.

El telón cayó sobre aquel cuadro enternecedor, y el público comenzó a aplaudir frenéticamente, obligando a ambos Wáshington a presentarse de nuevo y saludar repetidas veces.

La segunda escena fue un episodio marino, y representaba a "Wáshington cruzando el Delaware", después fue la escena "Las hijas de la Libertad", justo homenaje a las damas que soportaron con tanta paciencia y nobleza la lucha por la libertad de su patria. Luego presentaron escenas históricas que honraban al gran hombre que fuera Jorge Wáshington, y todas tuvieron gran éxito.

Las niñas habían mantenido el secreto de quién sería la princesa, y cuando se levantó el telón se oyó un murmullo de sorpresa al ver a Jill durmiendo, muy hermosa, y al príncipe que levantaba el velo que la cubría para darle el beso que la despertaría después del sueño de cien años. La pareja real también dormía, las damas de honor a su alrededor, además del paje y el bufón sumidos en su letargo.

La escena era tan bonita que el público no se cansaba de mirarla, hasta que la pierna enferma de Jack comenzó a temblar y éste susurró:

—¡Bajen el telón, que no aguanto más!

Se bajó el telón y volvió a levantarse algunos momentos después cuando la corte comenzaba a despertarse y la princesa tendía su mano al príncipe, llena de felicidad.

Luego siguieron otros cuadros inspirados en cuentos de hadas, con escenas cómicas, especialmente preparadas para hacer reír a los niños. Éstos no se cansaban de aplaudir, pidiendo la repetición de las escenas.

La fiesta terminó en medio de la alegría general y el público comenzó a retirarse. Los muchachos arreglaron la habitación, y se sirvió una cena a los actores.

Jack y Jill ocuparon la cabecera de la mesa luciendo aún sus hermosos disfraces, lo mismo que los demás artistas. Allí podía verse en extraordinaria confusión a las principales celebridades de los más populares cuentos de hadas. Todos ellos sentían la necesidad de recuperar fuerzas y los manjares desaparecieron con toda velocidad.

Reinaba tanta alegría en torno a esa mesa que los papás y mamás, que esperaban a sus hijos, no tenían valor para ponerle término a la fiesta.

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