Mujercitas

Capítulo IX

Jo estaba muy atareada en la buhardilla. Los días de octubre eran cada vez más fríos y  las  tardes  más  cortas,  y durante  algunas horas, el sol que daba en la alta ventanita alumbraba a Jo que, sentada en el viejo sofá, escribía a todo vapor con los papeles sobre un baúl. Esa tarde llegó a la última página, estampó su nombre con una florida rúbrica, y con un suspiro, arrojó la pluma. Guardó en su bolsillo el manuscrito, junto con otro que sacó de un cajón y bajó. Se puso el sombrero y el abrigo, y tan silenciosamente como le fue posible se dirigió hacia una de las ventanas, saltó sobre el  tejado que cubría  el porche posterior y desde allí se arrojó sobre el césped mullido, dando un rodeo para salir a la calle.  Una vez en  ella  recompuso  sus ropas y subió a un ómnibus que la llevó al centro de la ciudad.

Si alguien se hubiera detenido a mirarla, habría advertido lo raro de sus movimientos, porque al apearse, caminó a grandes pasos hasta cierto número de cierta calle comercial, y se metió en el zaguán; miró las sucias escaleras y, repentinamente, volvió a salir tan rápido como había entrado. Repitió esta maniobra varias veces, para diversión de un joven de ojos negros asomado a la ventana de un edificio de enfrente. Al regresar por tercera vez, Jo tomó impulso y subió las escaleras. El joven bajó y se apostó en la puerta. A los diez  minutos, Jo descendió corriendo. Cuando vio al joven, no pareció complacida.

—Jo, ¿en qué andas?

—¿Y tú? ¿Qué hacía usted, señor, en ese salón de billar?

—Con su perdón, señora, no es un salón de billar, sino un gimnasio donde estaba tomando mi lección de esgrima.

—Me alegro de que no lo fuera. Espero que no vayas nunca a esos lugares y que seas siempre tan formal para satisfacción de tus amigos. No sé qué haría si te comportaras como el hijo del señor King, que a fuerza de tener dinero y no saber cómo gastarlo, se entregó al juego y se fue de la casa.

—¿Y tú crees que yo soy capaz de hacer lo mismo? Muchas gracias. ¿Vas a seguir sermoneándome todo el camino? Porque si es así, tomo el ómnibus; si no, prefiero caminar contigo y contarte algo. Es un secreto, y si te lo cuento, tendrás que contarme el tuyo.

—No tengo ninguno... —comenzó Jo, interrumpiéndose al recordar que no era así.

—¡Tú sabes que sí! Vamos, confiesa.

—¿No contarás nada en casa? ¿No te burlarás? Bueno: llevé dos cuentos al director de un diario, y me dijo que me contestará la semana que viene —murmuró Jo al oído de su confidente.

—¡Hurrah por la señorita March, la celebrada autora americana! —gritó Laurie,  arrojando su sombrero al aire y volviendo a recogerlo—. ¡Ah! ¡Qué orgullosos nos sentiremos de nuestra escritora!

—Bien —dijo Jo, con los ojos brillantes de satisfacción ante el elogio del amigo—, ¿y tu secreto? Juega limpio o no volveré a creerte.

—Me voy a meter en un lío por decírtelo, pero nunca me quedo tranquilo si no te cuento todas las noticias sabrosas que consigo. Sé donde está el guante de Meg.

—¿Y eso es todo? —replicó Jo, decepcionada, mientras Laurie asentía y guiñaba los ojos—. Bueno, ¿y dónde está?

Laurie se inclinó y murmuró tres palabras al oído de Jo, lo que produjo en ella un cambio cómico. Se detuvo, lo miró sorprendida y disgustada, y luego echó a andar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, cortante.

—Lo vi. En su bolsillo. ¿No te parece romántico?

—No. Horrible.

—Creí que te iba a agradar.

—¿La idea de que venga alguien a llevarse a Meg? No, gracias. Y no creo que me gusten los secretos. Me siento a la miseria desde que me lo contaste.

—Corre colina abajo conmigo y te sentirás mejor —propuso Laurie.

La tentación era irresistible; Jo se lanzó como una flecha, dejando por el camino su sombrero y sus peinetas y desparramando horquillas en su carrera. Laurie llegó primero y se sintió muy feliz del éxito de su desafío, porque Jo llegó jadeante y sin el menor signo de disgusto en el rostro. Riendo, Laurie la ayudaba a recoger sus bienes desperdigados cuando vieron venir a Meg, muy elegante, de regreso de una visita.

—¿Qué hacen? —preguntó contemplando a su despeinada hermanita—. ¡Jo! ¿Has estado corriendo? ¿Cuándo vas a cambiar?

—Nunca, hasta que sea vieja y paralítica, Meg.  Ya es bastante difícil verte cambiar tan pronto; déjame ser niña todo lo que pueda —respondió Jo, inclinándose para ocultar el temblor de sus labios, porque el secreto de Laurie la hacía temer una separación que habría de llegar algún día.

—Vuelvo de ver a los Gardiner. Sallie me contó de la boda de Belle Moffat. Estuvo espléndida. Los novios se han ido a París. ¡Cómo la envidio!

—¡Me alegro! —murmuró Jo, de repente.

—¿Por qué?  —preguntó Meg, sorprendida.

—Por que si te gustan las riquezas no te casarás nunca con un hombre pobre —respondió Jo, mirando enojada a Laurie.

Dos semanas después, un sábado en que Meg cosía junto a la ventana, vio a Laurie tratando de dar caza a Jo en el jardín. Los dos reían como locos, hasta que acabaron metiéndose en la glorieta de Amy, desde donde le llegó el murmullo de sus voces y un revuelo de hojas de diario. Poco después, entró Jo como una tromba, se tiró en un sofá y se entregó ostentosamente a la lectura del periódico. Meg le preguntó con ironía si había algo muy interesante, y Amy, con su tonito más adulto, le suplicó que leyera en voz alta, a ver si así dejaba de entregarse a tontas travesuras.

—¿Cómo se llama el cuento que lees? —preguntó Beth.             .

—"Los pintores rivales".

Y con un carraspeo y una profunda aspiración, Jo comenzó la lectura. El relato era romántico y la mayoría de los personajes se morían al final.

—¿Quién lo escribió? —preguntó Beth.

La lectora se incorporó de un salto, arrojó el periódico que dejó al descubierto su cara radiante y con una cómica mezcla de solemidad y entusiasmo, replicó en voz muy alta:

—¡Vuestra hermana?

—¡Tú! —gritó Meg, dejando su trabajo.

—¡Es muy bueno! —comentó Amy en plan de crítica.

—¡Yo lo sabía! ¡Oh, Jo, qué orgullosa me siento! —y Beth corrió a abrazarla.

¡Qué alegría! ¡Y con qué satisfacción vieron el nombre de "Josephine March" en letras de molde! ¡Cuán atónita quedó Hannah por lo que “Jo había hecho", qué orgullosa se sintió la señora March, y cómo rió Jo, con lágrimas en los ojos, al declarar que se sentía como un pavo real!

—Me siento tan feliz al pensar que algún día podré mantenerme y ayudar a las chicas —reflexionó en voz alta, después que contó toda su odisea con el editor.

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