Mujercitas |
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Capítulo X —Noviembre es el mes más desagradable del año —dijo Margaret una tarde nublada en que contemplaba el jardín marchito por las heladas—. Nunca pasa nada en esta casa. ¡Todos los días iguales, sin una diversión! —Pues dos cosas buenas están por suceder ahora mismo —rió Beth, mirando por la ventana—. Mamá viene por la esquina y Laurie se acerca por el jardín. Los dos entraron juntos. La señora March preguntando como de costumbre si no había carta, y Laurie invitándolas a salir un rato. —Es un día triste, pero no hace mucho frío. Voy a llevar a Brooke a su casa. Jo, Beth y Amy aceptaron, mientras Meg prefirió quedarse cosiendo. Laurie le preguntó a la señora March si podía serle útil en algo y ella le rogó que pasara por el correo. Estaba extrañada de no haber recibido carta. Un timbrazo la interrumpió, y un minuto después entró Hannah, anunciando un telegrama. La palabra "telegrama" sobresaltó a la señora March, y cuando hubo leído las dos líneas, cayó sobre su sillón tan blanca como si el papel que sostenía en las manos la hubiera herido como una bala en el corazón. Laurie corrió a buscar agua y Jo leyó, en voz alta y temblorosa: "Señora March, su marido muy mal; venga pronto. S. Hale. Blanck Hospital. Washington". ¡Cómo cambió todo en un instante! Las niñas, agrupadas alrededor de la madre, sentían como si toda la felicidad de sus vidas fuera a serles arrebatada. La pobre Hannah fue la primera en recobrarse, y con sensatez aseguró que no había que perder tiempo en lágrimas, sino disponerlo todo para que la señora March partiera a reunirse con su marido. —Tiene razón. Calma, hijas, y déjenme pensar. Laurie, te ruego que pongas un telegrama que parto al momento. —¿Algo más señora? Los caballos están listos. Puedo ir a cualquier parte, hacer algo... —respondió él. —Deja una nota en casa de tía March. Jo, dame pluma y papel, y hazme el favor de comunicar a la señora King que no iré a los depósitos por un tiempo. Escribiendo, pensando en todo y dirigiéndolo todo, la señora March se sintió desfallecer, y Meg le rogó que se sentara un rato tranquila en su dormitorio. El señor Laurence apareció de la mano de Beth, ofreciendo ayuda y prometiendo velar por las muchachas en ausencia de su madre. Hasta quiso acompañarla, pero la señora March no aceptó que el anciano hiciera tan largo viaje. Sin embargo, su expresión de ansiedad era tan visible, que él salió diciendo que volvería en seguida. No habían tenido tiempo de volver a pensar en el anciano, cuando Meg, que entraba con una taza de té en la mano, se topó de improviso con el señor Brooke. —Lamento mucho las noticias, señorita March. Vengo a ofrecerme para acompañar a su madre. El señor Laurence me ha encargado algunas tareas en Washington. La taza de té casi escapó de manos de Meg, cuyo rostro expresó tal gratitud que el señor Brooke se hubiera sentido recompensado de ofrecer un sacrificio mayor que el pequeñísimo de su tiempo y comodidad; Meg le agradeció vivamente su solicitud y se olvidó de todo lo demás, hasta que algo en los ojos castaños dirigidos hacia la taza, le recordó que el té se enfriaba. Lo acompañó hasta la sala y corrió a buscar a su madre. Cuando Laurie volvió, trayendo en un sobre el préstamo solicitado a tía March, la breve tarde concluía y Jo no había regresado. Comenzaron a inquietarse y Laurie salió a buscarla. Se desencontraron y Jo llegó sola, con una extraña expresión en el rostro que desconcertó a la familia tanto como el fajo de billetes que entregó a su madre. —¡Querida! ¡Veinticinco dólares! ¡Jo, no habrás cometido ninguna imprudencia! —No, son honestamente míos. No los mendigué, no los pedí prestados, no los robé. Los gané. Y no creo que me culpen por ello, porque vendí lo que era mío. A tiempo que hablaba, Jo se quitó su gorro y se oyó una exclamación general: su hermosa mata de pelo castaño había caído bajo la tijera. Mientras Beth acariciaba la crespa melenita con ternura, Jo asumió un aire de indiferencia que no engañó a nadie. —Bueno, bueno —dijo—, me siento muy satisfecha de haberlo hecho; así es más cómodo y más fácil de estar bien peinada. Después de la velada, besaron tiernamente a su madre y se retiraron a dormir. Beth y Amy se durmieron pronto pese a su pena, pero Meg permaneció despierta, acosada por los pensamientos más graves que hubiera tenido jamás en su vida. Jo estaba inquieta y de pronto su hermana la oyó sollozar. —Jo, querida, ¡qué pasa? ¿Lloras por papá." —No, ahora no. . . Es por. . . ¡por mi pelo! —estalló la pobre Jo, tratando vanamente de ocultar su llanto sobre la almohada—. No lo lamento. Lo haría mañana otra vez, si pudiera. Es sólo esa porción de vanidad que hay en mí la que llora de esta manera estúpida. Ya pasó. Creí que dormías y me despaché con este llanto privado en homenaje a mi única belleza. Meg. ¿Cómo es que estabas despierta? Trata de pensar en cosas agradables, y pronto te dormirás. —Quise hacerlo, pero me desvelé más. —¿En qué pensabas? —En rostros agradables... en ojos castaños... —sonrió Meg en la oscuridad. Cuando el reloj sonó la medianoche y las habitaciones estuvieron en completa quietud, una figura se deslizó suavemente de cama en cama, velando. Levantó la cortina de una ventana, y mientras contemplaba la triste noche, la luna apareció de pronto tras las nubes y brilló ante ella como un rostro bondadoso que parecía murmurar en el silencio: "Ten confianza, querida amiga, siempre hay un rayo de luz tras de las nubes". Ir a Capítulo XI |