Mujercitas |
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Capítulo VIII Laurie mecía su molicie en la hamaca una ardiente tarde de septiembre, pensando qué estarían haciendo sus vecinas. No estaba de buen humor. El tiempo caluroso lo ponía indolente: había desatendido sus estudios, poniendo a prueba al máximo la paciencia del señor Brooke, y provocando el disgusto de su abuelo al practicar en el piano casi toda la tarde. Contemplando el fresco verdor de los árboles sobre su cabeza, soñaba toda suerte de sueños, y estaba imaginándose a sí mismo en medio del océano en un viaje alrededor del mundo, cuando un rumor de voces lo devolvió repentinamente a la costa. Espiando a través de las mallas de la hamaca, vio salir a las chicas March. —¿Adonde irán? —se preguntó Laurie, entreabriendo los dormidos ojos para echar un vistazo, porque advirtió algo peculiar en la apariencia de sus vecinas. Cada una de ellas llevaba puesto un gran sombrero, una bolsa de lona marrón colgada al hombro y un largo bastón; Meg cargaba un almohadón, Jo un libro, Beth un recipiente y Amy una carpeta. Avanzaban silenciosamente por el jardín, salieron por la pequeña verja y comenzaron a trepar la colina que se extendía entre la casa y el río. —¡Aja! —se dijo Laurie—. Muy bonito. . . Hacen un picnic y no me invitan. Aunque si piensan salir en bote, han olvidado la llave de la casilla. Se las llevaré yo. Perdió algún tiempo buscando las llaves, tomó luego el camino más corto y esperó junto a la casilla; pero no aparecieron. Entonces trepó a la colina, para observar. Al acercarse al bosquecillo de pinos llegó a sus oídos, desde lo profundo de la verde arboleda, un sonido claramente distinto al murmullo de los pinos y al monótono chirriar de las cigarras. Espió por entre los arbustos y quedó extasiado. Era realmente un hermoso cuadro. Las hermanas estaban sentadas en aquel fresco rincón, entre cambiantes reflejos de sol y sombra; la brisa embalsamada agitaba levemente sus cabellos y refrescaba sus ardientes mejillas, mientras los pequeños habitantes del bosque se agitaban a su alrededor como si ellas no fueran extrañas sino viejas amigas. Meg, sentada en un almohadón, cosía diligente, con el aspecto de una fresca rosa, Beth elegía piñas entre las que se hallaban esparcidas bajo los abetos cercanos, para confeccionar con ellas bonitas decoraciones; Amy dibujaba y Jo tejía mientras leía en voz alta. Repentinamente, el salto de una ardilla asustada lo descubrió a los ojos de Beth, que sonrió al verlo. —¿Me admiten? ¿O molesto? —preguntó. —¡Por supuesto que te admitimos! —gritó Jo, cortando un gesto de Meg—. Debimos avisarte, pero pensamos que no te interesaban estas reuniones de niñas. —Siempre me gustan las reuniones de ustedes. Pero si Meg no quiere, me voy. —No me opongo si trabajas; permanecer ocioso es ir contra el reglamento. Ésta es la Sociedad de las Abejas Laboriosas. —Gracias. ¿Tengo que leer, coser, dibujar, buscar piñas, o hacerlo todo junto? Estoy dispuesto —y Laurie se sentó con aire humilde. —Termina de leer esto —dijo Jo. El relato no era muy largo, y cuando terminó se animó a hacer algunas preguntas en mérito a su comportamiento. —Por favor, señoras, ¿puedo saber si esta Sociedad, tan instructiva y encantadora es una nueva institución? —Mira, solemos jugar al "Progreso del Peregrino" y lo hemos practicado muy formalmente todo el invierno y todo el verano. Decidimos que no debíamos perder el tiempo en las vacaciones y que cada una debía cumplir una tarea. A mamá le gusta que estemos al aire libre todo lo posible; entonces hacemos el trabajo aquí, y para divertirnos, traemos las cosas en estas bolsas, nos ponemos unos sombreros viejos y utilizamos bastones para subir la colina. A este lugar lo llamamos "La Montaña de las Delicias", porque podemos ver el país donde algún día esperamos morar. Jo señaló con la mano y Laurie se incorporó para mirar; por entre un claro del bosquecillo podían verse las praderas del lado opuesto y las verdes colinas que se elevaban al cielo. El sol estaba bajo y el firmamento resplandecía en el crepúsculo. Nubes de oro y púrpura reposaban sobre los picos de las montañas, que emergían en la luz rojiza como las agujas plateadas de una ciudad celestial. —¡Qué hermoso! —dijo entonces Laurie. —Hay un país aún más hermoso, adonde iremos alguna vez si somos suficientemente buenos —comentó Meg, con su dulce voz. —¡Hay que esperar tanto! ¡Y es tan difícil llegar! Me gustaría volar ya, y encontrarme frente a la verja maravillosa. —Irás, Beth, no temas —replicó Jo—. Soy yo la que deberá luchar y trabajar mucho y quizá no llegue nunca. —Si eso te reconforta —alegó Laurie—, yo estaré contigo. Creo que tendré que hacer un viaje muy largo antes de alcanzar a ver esa Ciudad Celestial. Quedaron un instante callados; Jo interrumpió el silencio: —¿No seria lindo que todos los castillos que forjamos en el aire se hicieran verdaderos y pudiéramos vivir en ellos? —Yo hice tantos, que me sería muy difícil elegir —dijo Laurie, tendido en el pasto. —Tendrías que elegir el favorito. ¿Cuál es? —quiso saber Meg. —Ver tanto mundo como quisiera e instalarme en Alemania para oír tanta música como quisiera. Convertirme en un músico famoso y que toda la creación corra a escucharme; y no preocuparme por el dinero, sino divertirme y vivir como me gusta. Ése es mi castillo favorito. ¿Y el tuyo, Meg? A Meg le resultó un poco difícil hablar del suyo, y dijo lentamente: —Me gustaría tener una casa hermosa... llena de cosas lujosas y ropas bonitas. . . y muchos amigos y montones de dinero. —¿Y por qué no añades un marido espléndido y muchos hijos angelicales? Tu castillo no sería perfecto sin eso —comentó bruscamente Jo, que todavía carecía de ternura para esas cosas. —Naturalmente, el tuyo no tendrá más que caballos, tinteros y novelas —replicó Meg. —¡Es claro que sí! Un establo lleno de corceles árabes; habitaciones repletas de libros y un tintero mágico que haría mis obras tan famosas como la música de Laurie. No sé cómo, pero algún día escribiré libros y me haré célebre. Ese es mi sueño favorito. —El mío es quedarme tranquila en casa, con papá y mamá, y cuidar de la familia —insinuó Beth, feliz. —Yo tengo un montón de deseos, pero el principal es el de ser artista, ir a Roma y pintar cuadros, y convertirme en la mejor pintora del mundo —fue el anhelo de Amy. —Si todos vivimos de aquí a diez años, volvamos a reunirnos para ver cuántos de nosotros hemos alcanzado nuestros sueños o cuán cerca estamos de alcanzarlos —reflexionó Jo, siempre dispuesta a hacer planes. —Quisiera darle el gusto al abuelo —exclamó Laurie, incorporándose repentinamente —pero siempre va a contrapelo, y es tan difícil. . . Pretende que me dedique al comercio con la India, y yo odio el té, las sedas y las especias; prefiero que me maten. Pero es inflexible, y tendré que hacer lo que él quiere, a menos que me mande a mudar como mi padre. Laurie hablaba excitado y Jo lo aprobó. —No, Jo —intervino Meg, con su tono más maternal—. Querido, haz lo que tu abuelo quiere. Cuando él vea que tratas de complacerlo, estoy segura de que no será injusto contigo. Nunca te perdonaría el haberlo dejado solo. Esa noche, cuando Beth tocaba para el señor Laurence, Laurie escuchaba a la sombra del cortinado; y contemplando al anciano que estaba sentado, con su cabeza gris apoyada en la mano, recordó la conversación de la tarde y se dijo a sí mismo, resuelto animosamente al sacrificio: "Dejaré que mi castillo se evapore y permaneceré junto al querido viejo mientras me necesite, porque yo soy lo único que tiene". Ir a Capítulo IX |