Mujercitas

Capítulo VII

Se designó a Beth jefa de la casilla, porque como era la que estaba más en la casa podía  atenderla  regularmente.  ¡Cómo le gustaba la diaria tarea de abrir la puertita y repartir la correspondencia! Un día de julio, entró con las manos llenas y fue por toda la casa dejando cartas y encomiendas.

—Tu ramillete, mamá. Laurie nunca lo olvida. Señorita Meg, una carta y un guante —continuó entregando las cosas a su hermana, que cosía junto a su madre.

—¡Pero yo me dejé los dos allá, y aquí hay uno solo! ¿No se te habrá caído en el jardín?

—No, estoy segura. Había uno solo.

—¡Me fastidia quedarme con un guante sin pareja! Bueno, ya aparecerá el otro.  Mi carta no es más que una traducción de la canción alemana que me gustaba; supongo que la hizo el señor Brooke, porque no es la letra de Laurie.

La señora March echó una mirada a Meg, preciosa en su vestido mañanero, con sus ricillos sobre la frente y tan mujercita, sentada ante su mesa de costura; ajena al pensamiento que la escena despertó en su madre, cantaba y cosía con dedos ágiles, tan pura e inocente como las flores que adornaban su cintura. La señora March sonrió.

—Dos cartas para la doctora Jo, un libro y un sombrero viejo muy cómico, que cubría toda la casilla —añadió Beth, riendo, al entrar en el escritorio donde Jo escribía.

—Le comenté a Laurie que me gustaría que estuvieran de moda los sombreros grandes, porque me quemaba la cara en los días de mucho sol, y me dijo: "¡Qué te importa la moda! Si te resulta cómodo, úsalo".  Le dije que no lo usaba porque no tenía, y ahora me manda éste para ver si soy capaz de llevarlo. ¡Me lo voy a poner para divertirme y para demostrarle que me importa un rábano la moda! —y poniendo el aludo sombrero sobre un busto de Platón, Jo se dispuso a leer sus cartas.

Una era de su madre, en la que le decía que no se le escapaban sus nobles intentos de mejorar y la alentaba a persistir en esa sincera resolución.

Jo mojó esa carta con algunas lágrimas de felicidad, porque había supuesto que nadie advertía ni apreciaba sus esfuerzos, y estas palabras de aliento eran doblemente preciosas para ella, por inesperadas y por provenir de la persona cuyos elogios valían más. La otra carta era de Laurie; las invitaba a un paseo al campo al día siguiente, con un grupo de amigos ingleses que estaban de paso. "Haremos campamento en Longmeadow, vamos a almorzar, jugar al croquet y a disfrutar como gitanos. Son gente simpática. Quiero que venga Beth. Brooke irá también". Así terminaba el mensaje.

Jo corrió a dar la noticia, entusiasmada. Meg le preguntó si sabía algo de los Vaugham, los amigos ingleses de Laurie.

—Sólo sé que son cuatro.  Kate, que es mayor que tú; Fred y Frank, que son mellizos, tienen más o menos mi edad, y una chiquita, Grace, de nueve o diez años. Laurie los conoció cuando estaba en el extranjero y se hizo amigo de los muchachos. Beth, ¿vendrás, verdad?

—Quiero darle el gusto a Laurie. Al señor Brooke no le temo, es tan amable. Pero yo no quiero jugar,  ni cantar,  ni  decir  nada. Y si tú me cuidas, Jo, iré.

—Sí, querida. Veo que tratas de vencer tu timidez, y te quiero más por eso.  Vencer nuestros defectos no es fácil, y una palabra de aliento ayuda mucho.  Gracias, mamá —concluyó Jo, besándola en la mejilla.

—A mí me llegó una caja de bombones y el cuadrito que quería copiar —dijo Amy.

—Y yo recibí una notita del señor Laurence pidiéndome que vaya esta tarde a tocar el piano para él —comentó Beth.

Cuando a la mañana siguiente, el sol penetró en el cuarto de las chicas, prometiéndoles un hermoso día, pudo contemplar un gracioso espectáculo. Cada una había hecho los preparativos que estimó necesarios. Meg tenía una doble fila de rizos sobre la frente, Jo lucía copiosas capas  de crema sobre su castigado cutis, Beth dormía con "Joanna" para compensar la próxima separación, y Amy se había prendido un broche de la ropa en la nariz para corregir tan ofensivo rasgo. Despertaron entre risas y rayos de sol, dos buenos presagios para una excursión placentera. Beth fue la primera en estar lista, y desde la ventana comenzó a informar a sus hermanas:

—El señor Laurence mira al cielo y a la veleta. . .  ¡Cómo me gustaría que él fuera! Allí está Laurie; parece un marino. . .  ¡Oh, Dios! Ahí llega un coche lleno de gente: una señorita alta, una niñita y dos muchachos pavorosos. . . Uno es inválido, pobre, lleva muletas.  Laurie no nos había contado eso. ¡Apúrense, se hace tarde!

—¡Ah, Jo, no vas a llevar ese horrible sombrero!  ¡Es absurdo! —exclamó Meg.

—¡Claro que lo voy a llevar! Es amplio, liviano y cómodo.  Y será divertido.

Con esto, Jo salió muy erguida y las otras la siguieron;  todas con  sus lindos vestidos de verano y los rostros radiantes de dicha.

Laurie corrió a recibirlas y las presentó a sus amigos de la manera más cordial.  Meg admiró la sencillez con que vestía la señorita Kate, pese a sus veinte años; y se sintió muy  halagada ante la afirmación del joven Ned de que había venido especialmente para verla. Jo comprendió por qué Laurie endurecía el gesto al hablar de Kate, porque esta muchacha tenía un aire de "no se me acerquen" que contrastaba con la cordialidad de maneras de las chicas. Beth observó a los dos muchachos nuevos y decidió que el inválido no era tan "pavoroso", sino gentil y débil, por lo que se mostró muy amable con él; Amy encontró que Grace era una personita alegre y bien educada, y después de contemplarse en silencio una a otra durante unos minutos, se hicieron de pronto grandes amigas.  Como la carpa, el almuerzo y los elementos del croquet habían sido enviados de antemano, pronto estuvo embarcada toda la partida y los dos botes salieron juntos.

Cuando llegaron a Longmeadow, todo estaba dispuesto.

—¡Bienvenidos al campamento de Laurence! —gritó el joven anfitrión cuando desembarcaron entre exclamaciones de alegría—, Brooke será el comandante en jefe y yo el comisario general. La tienda de campaña es para uso exclusivo de las señoras. Ahora, juguemos un rato antes de que haga demasiado calor.

Frank, Beth, Amy y Grace se sentaron a mirar cómo jugaban los otros ocho. El señor Brooke eligió a Meg, Kate y Fred para su equipo; Laurie se quedó con Sallie, Jo y Ned. Jugaron largo rato, hasta que el señor Brooke exclamó, mirando su reloj:

—¡Hora de almorzar! Comisario general, ¿quiere usted preparar el fuego y traer el agua, mientras las señoritas Meg y Sallie ponen la mesa conmigo? ¿Quién sabe hacer buen café?

—¡Jo sabe! —dijo Meg, contenta de recomendar  a su hermanita.

Pronto estuvo todo listo. Fue aquél un almuerzo muy alegre, porque todos se mostraron divertidos e ingeniosos, y las frecuentes carcajadas espantaron a un venerable caballo que pastaba allí cerca.  Caían bellotas en la leche, las hormiguitas participaban del festín  sin  haber sido  invitadas  y  algunos gusanos caían desde los árboles para ver qué pasaba.  Cuando  terminaron  el  almuerzo, jugaron a pasatiempos de ingenio y la señorita Kate propuso el juego de los "Autores".

Uno de los participantes debía comenzar a relatar  una  historia  que  interrumpiría  en un punto culminante para que siguiera el cuento su vecino y así sucesivamente. Tendido sobre el pasto, a los pies de Kate y de Meg, el señor Brooke comenzó su historia, con los hermosos ojos castaños fijos en el río, espejeante de sol.

Terminado el juego, y mientras los demás se dispusieron a seguir con otros, los tres charlaron aparte. La señorita Kate se puso a dibujar y  Margaret a observar su trabajo, mientras el señor Brooke sostenía en sus manos un libro que no leía.

—¡Qué hermosamente dibuja! Me gustaría poder hacerlo —dijo Meg.

—¿Por qué no aprende? Me parece que tiene usted talento para ello —replicó amablemente la señorita Kate—. Mi madre quería que yo me dedicara a otras cosas, pero yo le demostré que tenía capacidad. ¿Por qué no hace usted lo mismo con su institutriz?

—No tengo.

—Es verdad; olvidé que en América las niñas van al colegio. ¿Usted va a algún instituto privado?

—No. Yo misma soy una institutriz.

—¡No me diga! —replicó la señorita Kale, con el tono con que hubiera dicho "¡que horrible!", y algo en su expresión hizo subir el color al rostro de Meg.

Las jóvenes americanas —intervino rápidamente el señor Brooke, levantando los ojos— aman la independencia tanto como sus antepasados, y son admiradas y respetadas por saber bastarse a sí mismas.

—¡Oh, sí, claro! Es muy lindo y muy loable por parte de ellas el hacerlo —respondió la señorita Kate, con aire protector. Después, echó un vistazo al dibujo que tenía ante ella, cerró su carpeta de bocetos y añadió—: Voy a ver qué hace Grace.

Al decir esto se levantó, pensando mientras tanto que los yanquis eran unas criaturas extrañas y que posiblemente Laurie se estropearía entre ellos.

—Olvidé que los ingleses fruncen la nariz ante las institutrices y no las consideran como nosotros —dijo Meg.

—A los preceptores también los miran así. No hay lugar como América para nosotros los  trabajadores,  señorita  Meg —replicó  el señor Brooke, con un aire tan alegre y satisfecho, que Meg se sintió avergonzada de haberse lamentado de su suerte.

—Quisiera que me gustara la enseñanza tanto como a usted.

—Le gustaría si tuviera un alumno como Laurie.  Sentiré mucho tener que abandonarlo el año que viene —añadió el señor Brooke.

—¿Él va a ir a la universidad, supongo? —preguntaron los labios de Meg; pero sus ojos añadieron claramente:  "¿Y usted?"

—Sí, ya es tiempo de que lo haga, y está preparado. Tan pronto como él se vaya me incorporaré al ejército.

—Creo que todos deberían hacerlo, pero es  muy duro para  las madres y hermanas que quedan en el hogar.

—Yo no tengo a nadie; apenas algunos amigos —dijo el señor Brooke con ligera amargura, mientras enterraba distraídamente una rosa marchita.

—Laurie y su abuelo lo quieren mucho, y  todas nosotras sentiríamos enormemente que algo le sucediera —replicó Meg de todo corazón.

—Gracias. Eso me reconforta... —comenzó a decir el señor Brooke, otra vez de buen ánimo, cuando irrumpió en escena Ned, que montado a caballo quería lucir su habilidad ecuestre ante las jóvenes, y ya no hubo otro momento de tranquilidad en el día.

Al caer la tarde se recogió la tienda, juntaron los canastos y el alegre grupo embarcó de regreso, cantando a toda voz mientras navegaban río abajo. Ned se puso sentimental y entonó una serenata romántica, contemplando a Meg de una manera tan lánguida que ella se largo a reír sin miramientos, echando a perder la canción. Se separaron todos  cambiando cordiales saludos y deseos, porque los Vaugham partían para el Canadá.

Mientras las cuatro hermanas atravesaban el jardín de regreso a casa, la señorita Kate las contempló y dijo, abandonando su tono conmiserativo:

—A, pesar de sus maneras tan llanas, las jóvenes americanas son muy agradables cuando se las conoce bien.

—Completamente de acuerdo —concluyó el señor Brooke.

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