Mujercitas |
|
Capítulo IV Cuando se comentó en la familia la visita de Jo a sus vecinos, Beth sugirió que ése sería un paso más en el camino de los peregrinos; quizá la casa del otro lado del cerco, llena de cosas hermosas, fuera el Palacio de la Belleza. —Pero primero tendremos que pasar por los leones... —reflexionó Jo. Y la casa grande fue realmente un Palacio de la Belleza, aun cuando pasó algún tiempo antes de que todas lo conocieran, y a Beth le resultó muy difícil atravesar por los leones. El anciano señor Laurence fue el más bravo de todos; pero después que las visitó y dijo algunas cosas amables a cada una y conversó con la madre, nadie se sintió muy temerosa, salvo la tímida Beth. ¡Qué hermosos tiempos fueron aquéllos! Meg podía pasearse por el invernadero, embriagándose de flores; Jo hurgaba vorazmente en la biblioteca y crispaba al anciano caballero con sus críticas; Amy copiaba cuadros y gozaba plenamente de lo bello, y Laurie oficiaba de señor del castillo, de la manera más encantadora. Pero Beth, aunque suspirando por el gran piano, no podía reunir coraje para visitar "la mansión bendita", como Meg la llamaba. No hubo forma de persuadirla para que se sobrepusiera a su temor, hasta que, de alguna misteriosa manera, el hecho llegó a oídos del señor Laurence y él se propuso darle solución. Durante una de sus breves visitas, llevó hábilmente la conversación al terreno de la música, y como si la idea se le ocurriera de pronto, añadió que Laurie descuidaba ahora mucho sus lecciones y el piano sufría por falta de uso; esperaba que alguna de las niñas quisiera ir de vez en cuando a practicar, "nada más que para mantenerlo afinado". Hizo ademán de levantarse para irse, pero continuó: —Si no tienen interés, no importa. Entonces una pequeña mano se deslizó en la suya; Beth lo miraba llena de gratitud y con su tímido modito, murmuró: —¡Oh, sí, señor! Tengo mucho interés. —¡Ah! ¿Tú eres la música de la familia? —Yo soy Beth. Me gusta muchísimo la música. Iré, si usted está seguro de que nadie me oirá... y de que yo no molestaré. —Ni un alma, mi querida; la casa está desierta la mitad del día, de manera que ven y toca todo lo que quieras, que yo te quedaré agradecido. El viejo caballero acarició la cabecita e inclinándose, dijo en tono muy bajo: —Yo tenía una niñita con los ojos así. Dios te bendiga, mi querida. Buenos días, señora. Y se retiró con mucho apuro. Al día siguiente, Beth, después de dos o tres intentos, entró por la puerta lateral de la casa vecina y se deslizó como un ratoncito hasta la sala, donde estaba su ídolo. Por casualidad, no cabe duda, había sobre el piano una pieza de música bonita y fácil, y con dedos temblorosos y frecuentes interrupciones para escuchar si alguien venía, Beth tocó al fin el hermoso instrumento. Después de esto, la pequeña se deslizó a través del cerco casi todos los días y en el gran salón flotó la presencia de aquel espíritu armonioso que iba y venía sigilosamente. Jamás supo que el viejo señor solía abrir la puerta de su escritorio para escucharla y nunca sospechó que los ejercicios y canciones que encontrara en el musiquero habían sido puestos allí en su especial homenaje. Pero estaba tan agradecida que un día dijo a su madre: —Le voy a hacer al señor Laurence un par de chinelas. Es tan amable conmigo, que quiero agradecérselo de algún modo. Tras serios cambios de opinión con Meg y Jo, se eligió el modelo. Beth trabajó mañana y tarde, y pronto estuvieron terminadas. Luego escribió una notita y con ayuda de Laurie, una mañana, antes de que el anciano se levantara, dejó su regalo en el escritorio. Dos días después, cuando volvía de pasear a su inválida "Joanna", sus hermanas, asomadas a la ventana, exclamaron: —¡Una carta del viejo amigo! ¡Ven pronto!'' Beth se apresuró a entrar; sus hermanas la tomaron del brazo y la llevaron a la salita en triunfal procesión, señalando algo y diciendo al mismo tiempo: "¡Mira, mira!". Beth miró y se puso pálida de alegría y de sorpresa, porque allí se alzaba un pequeño piano, con una notita sobre la tapa resplandeciente, dirigida a la "Señorita Elizabeth March”. Estaba tan emocionada, que Jo tuvo que leer la carta: "Estimada señorita; he tenido muchos pares de chinelas en mi vida, pero nunca ninguno que me quedara tan bien como el suyo. Me agrada pagar mis deudas, de manera que espero que permita a un viejo caballero, enviarle algo que perteneció a la nietita que perdiera. Con mi profundo agradecimiento y los mejores deseos, la saluda su amigo James Laurence". —Vas a tener que ir a agradecérselo —bromeó Jo, porque esa idea realmente no pasó en ningún momento por su cabeza. —Sí, iré; ahora mismo, antes de que me asuste sólo pensarlo —y ante el pasmado asombro de la familia en pleno, Beth atravesó el jardín y entró en la casa. —¡Que me muera si no es lo más raro que haya visto nunca! El pianito la ha trastornado; jamás hubiera ido, en su sano juicio —exclamó Hannah, mirándola, mientras las hermanas permanecían mudas ante aquel milagro. Mucho más se hubieran sorprendido de haber podido ver lo que Beth hizo después. Llamó a la puerta del despacho y cuando una voz áspera gritó "¡Adelante!", ella entró, se dirigió directamente hasta el señor Laurence que parecía completamente desconcertado, y extendiendo la mano dijo con un leve temblor en la voz: —He venido a darle las gracias, señor, por... —pero no pudo terminar, porque él la miró con tanto cariño que olvidó su discurso; y recordando solamente que el anciano había perdido a su niñita amada, rodeó con ambos brazos su cuello, y lo besó espontáneamente. Entonces el caballero la sentó en sus rodillas, puso su arrugada mejilla contra la suya tersa y rosada, y le pareció que había recuperado a su nieta. En ese momento, Beth cesó de temerle. Cuando las hermanas conocieron los detalles, Jo se puso a bailar para expresar su satisfacción, Amy casi se cae de sorpresa por la ventana y Meg, levantando las manos, exclamÓ: —¡Creo que el mundo se acaba! Ir a Capítulo V |