Mujercitas |
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Capítulo V Un día Amy fue castigada en la escuela. —Se quedará usted de pie en el estrado hasta el recreo —resolvió el señor Davis después de darle en la mano con la palmeta. El castigo no había sido muy duro, pero eso no importaba. Por primera vez en su vida había sido castigada físicamente, y el dolor fue tan profundo como si la hubiesen desmayado a golpes. Durante sus doce años había sido gobernada únicamente por el amor y jamás la había rozado un golpe de tal naturaleza. El relato de Amy provocó indignación en el hogar, y ese día no volvió a la escuela. Poco antes del término de las clases, apareció Jo, con altanera expresión, y se acercó al escritorio del maestro donde entregó una carta de su madre; después recogió las cosas de Amy y se alejó, no sin antes limpiarse cuidadosamente sus botitas en la alfombrilla de la puerta, como si hasta del polvo de aquel lugar hubiera querido desprenderse. La señora March decidió que Amy continuara sus clases en casa, hasta el regreso de su padre. Amy, ya más tranquila, hizo un comentario inoportuno y su madre la interrumpió: —Desobedeciste las reglas y merecías algún castigo —dijo con cierta severidad. —¿Quieres decir que te alegra que me hayan castigado ante toda la escuela? —gritó. —Yo no hubiera elegido ese castigo —replicó su madre—, pero no estoy segura de que no te resulte más beneficioso que otro más suave. Tienes una cierta propensión a caer en la vanidad y a darte importancia, hijita, y ya es hora de que te corrijas. Más tarde vino Laurie y jugó al ajedrez con Jo, cantó con las chicas y se mostró particularmente animado; rara vez, en casa de los March, mostraba el lado taciturno de su carácter. Cuando se retiró, Amy, que había estado pensativa toda la tarde, dijo: —¿Laurie es un muchacho perfecto? —Sí; posee una educación excelente y tiene mucho talento —replicó la madre. —Y él no está envanecido, ¿verdad? —En lo más mínimo; por eso es tan encantador y todas lo queremos tanto. —Ya veo; es lindo tener buenas cualidades y ser elegante, pero no alardear ni contonearse por eso. . . —añadió Amy, pensativa. —Del mismo modo que no te pondrías encima, de una vez, todos tus sombreros y tus capas y tus cintas, para que la gente sepa que las tienes —dijo Jo. Y el sermón terminó entre risas. —¿Adonde van, chicas? —preguntó Amy una tarde de sábado, al hallarlas preparándose para salir. —No te importa; las niñitas no deben preguntar —contestó vivamente Jo. Si algo mortifica los sentimientos cuando se es muy joven, es que nos digan eso; y si se nos ordena un "¡vamos, vete ya!", peor aún. Amy se mordió ante este insulto y se propuso descubrir el secreto, aunque para ello tuviera que importunar durante una hora. Intentó por el lado de Meg, más asequible, y una palabra le dio la pista; usó sus ojos, y la vio poner un abanico en su bolso. —¡Ya sé! ¡Ya sé! Van al teatro con Laurie a ver "Siete castillos" —gritó, y añadió resuelta ¾ : Yo iré también, porque mamá dijo que podía ir. Tengo dinero, y fue muy egoísta de parte de ustedes no avisarme con tiempo. —Escucha, Amy, y sé buena —dijo Meg, conciliadora—. La semana que viene irás con Beth y Hannah, y lo vas a pasar muy bien. —Eso no me gusta tanto como ir con ustedes. Sí, Meg, me portaré bien. . . —rogó Amy, con el aire más patético que pudo. —¿Y si la llevamos? No creo que mamá se oponga, si se lo explicamos de un modo razonable... —comentó Meg. —Si ella va, yo no voy; y si yo no voy, Laurie no querrá ir tampoco. Sería una grosería, cuando es él quien nos ha invitado a nosotras, llevar a la rastra a Amy. Supongo que a ella no le gustará meterse donde nadie la llama —dijo Jo, muy enojada. Su tono y sus maneras molestaron a Amy, que empezó a calzarse diciendo que puesto que Meg la autorizaba, ella iría. Jo protestó a gritos, aduciendo que ellas tenían asientos reservados y que no harían más que provocar molestias a su amigo. Sentada en el suelo, con un zapato puesto, Amy había comenzado a llorar y Meg a tratar de convencerla, cuando Laurie llamó desde abajo y las dos jóvenes corrieron a su encuentro dejando a su hermanita en pleno llanto; porque de vez en cuando olvidaba sus modales de señorita y se conducía como una chiquilina malcriada. Se asomó por la escalera y gritó: —¡Te arrepentirás de esto. Jo March! Cuando las dos niñas mayores regresaron, encontraron a Amy leyendo en la salita. Había asumido un aire de persona ofendida y no levantó los ojos del libro ni hizo una sola pregunta. Quizá la curiosidad hubiera vencido al resentimiento, de no haber estado allí Beth para preguntar y recibir a su vez una brillante descripción de la obra. Al subir a guardar su sombrero, la primera mirada de Jo fue para la cómoda, porque después de la última pelea, Amy se había consolado tirando al suelo el contenido íntegro del primer cajón. Sin embargo, esta vez todo estaba en su lugar; y Jo entendió que Amy había perdonado y olvidado sus ofensas. Se equivocaba. Al día siguiente hizo un descubrimiento que provocó una tempestad. Meg, Beth y Amy estaban sentadas juntas esa tarde, cuando Jo irrumpió en la sala: —¿Alguien tomó la historia que estoy escribiendo? Meg y Beth dijeron que no al momento, y parecieron sorprendidas; Amy removió el fuego y no dijo nada. Jo la vio enrojecer y se lanzó sobre ella. —Amy, ¿tú? —No, yo no. —¡Eso es una mentira! —gritó Jo, sacudiéndola por los hombros—. Tú sabes algo. —Puedes gritar todo lo que quieras, porque nunca volverás a ver ese estúpido cuento. Lo quemé. —¡Qué! ¿Mi libro, en el que trabajé tanto y que quería tener terminado antes de que volviera papá? Lo has quemado, ¿de veras? —exclamó Jo, poniéndose muy pálida. —Sí, ¡lo hice! Ya te dije que me pagarías el haber sido tan odiosa conmigo ayer. No pudo seguir, porque el temperamento ardiente de Jo la dominó, y sacudió a Amy hasta hacerle chocar los dientes, mientras gritaba en una crisis de dolor y de furia. Meg corrió en socorro de Amy y Beth a tranquilizar a Jo; pero estaba enteramente fuera de sí, y dándole un moquete final, corrió escaleras arriba, a tirarse en el sofá de la buhardilla donde concluyó su lucha a solas. No se trataba más que de unos seis cuentos de hadas, pero Jo había trabajado pacientemente en ellos, poniendo el corazón íntegro en su tarea, y esperando que fueran suficientemente buenos como para hacerlos imprimir. La hoguera de Amy había consumido el trabajo de varios años. Beth lloraba como si se le hubiera muerto un gato y Meg se negó a defender a su pequeña favorita; cuando la señora March supo el caso, se mostró muy seria y afligida, y Amy sintió que nadie la querría hasta que pidiera perdón por el acto que ella lamentaba ahora más que nadie. Cuando llamaron para el té, reapareció Jo, con un aspecto tan torvo e inaccesible, que Amy necesitó de todo su valor para decir humildemente: —Te lo ruego, Jo, perdóname; lo siento mucho, mucho. —Jamás te perdonaré —fue la respuesta de Jo; y de allí en adelante, ignoró por completo la presencia de Amy. Ésta se sintió tan ofendida de que sus intentos de pacificación hubieran sido rechazados, que lamentó haberse humillado y empezó a sentirse más mortificada que nunca y convencida de sus virtudes en un grado realmente exasperante. Al día siguiente, la mañana se presentó muy fría. Jo tiró a la zanja el exquisito bollo caliente que le preparara Hannah; la tía March estuvo más molesta que nunca; Meg se mostró pensativa; Beth parecía afligida y ansiosa; y Amy no hizo más que referirse a la gente que siempre está hablando de la bondad y que sin embargo no la practica cuando otras personas les dan el ejemplo. —Voy a buscar a Laurie para patinar —se dijo Jo esa tarde, saliendo de la casa—. Es tan bueno y tan alegre que me volverá a mis cabales, estoy segura. Amy oyó el ruido de los patines y se asomó a mirar. —¡Aja! Me prometió llevarme cuando volviera a patinar, porque ya son los últimos hielos. Pero es inútil pedir a esa gruñona que me lleve. —No digas eso; estuviste muy mala con ella y le es muy difícil perdonar la pérdida de sus preciosos cuentos; sin embargo, creo que si encuentras el momento y la forma oportuna, lo hará —dijo Meg. No estaban muy lejos del río, pero los dos estuvieron listos mucho antes de que Amy pudiera alcanzarlos. Al verla venir, Jo se volvió de espaldas; Laurie no la vio porque estaba estudiando cuidadosamente las condiciones del hielo. —Mantente cerca de la orilla —dijo a Jo—. El centro no es muy seguro. Amy no lo oyó. Jo miró por encima del hombro, y el pequeño demonio que ahora alentaba en ella murmuró a su oído: "No importa que haya oído o no; que se las arregle". Laurie había desaparecido en una curva; Jo estaba a punto de dar la vuelta, y Amy, mucho más atrás, se lanzó hacia el hielo frágil en el centro del río. Durante un minuto, Jo permaneció rígida, con una extraña sensación en el alma. Algo la hizo volverse, justo a tiempo para ver a Amy levantar los brazos y hundirse, con un repentino crujido de hielos rotos y un grito que paralizó su corazón. Intentó llamar a Laurie, pero no pudo emitir la voz; quiso correr, pero sus pies no le respondían. Y durante un segundo sólo pudo permanecer quieta, con el terror pintado en el rostro, mirando la caperuza azul que sobresalía de las aguas. Algo pasó cómo una ráfaga junto a ella y oyó la voz de Laurie: —¡Corre, rápido, trae una rama! Cómo lo hizo, no lo supo nunca; pocos minutos después, trabajaba como enloquecida junto a Laurie que, tendido sobre el hielo, sostuvo a Amy con su brazo hasta que Jo trajo la rama y entre los dos sacaron a la niña, más asustada que lastimada. Temblando, mojada y llorosa, la llevaron rápidamente de regreso. Después de los primeros momentos de excitación, se quedó dormida, envuelta en mantas ante un buen fuego. Cuando la casa recobró la calma, la señora March, sentada junto al lecho, llamó a Jo y comenzó a acariciarle las manos lastimadas. —¿Estás seguía de que está bien? —murmuró Jo, mirando con remordimiento la dorada cabeza sobre la almohada. —Sí, perfectamente, querida. Ustedes lo hicieron todo muy bien. —¡Laurie hizo todo! Mamá. . . si se muere, será culpa mía —y Jo se arrojó junto a la cama, en una crisis de lágrimas de arrepentimiento, contando todo cuanto había sucedido y culpándose por la dureza de su corazón—. ¡Oh, mamá! ¿Qué será de mí? —Vela y reza, querida; no te canses nunca de intentarlo y jamás creas imposible vencer tus defectos —respondió la señora March, colocando sobre su hombro la desaliñada cabeza y besando tiernamente la mejilla de Jo. —No llores, mi pequeña; pero no olvides este día y resuelve, con todo tu corazón, que jamás volverás a vivir otro igual. Jo, querida, tú piensas que tienes el peor carácter del mundo, pero yo también he sido como tú. —¡Tú, mamá! ¡Pero, si nunca se te ve enojada! —y por un momento Jo olvidó su remordimiento en medio de la sorpresa. —A lo largo de cuarenta años, he ido tratando de modificarme y sólo he logrado controlarme. Me enojo casi todos los días de mi vida, Jo, pero he aprendido a no demostrarlo. Y todavía confío en aprender a no irritarme, aunque eso me lleve otros cuarenta años. —¡Pobre mamá! ¿Dónde encontraste ayuda para vencerte? —En tu padre, Jo. Jamás pierde la paciencia, jamás duda ni se queja; siempre confía y trabaja y espera, tan animosamente, que una se siente avergonzada de proceder de otro modo. Él me ayudó y me enseñó a practicar todas las virtudes que yo quería para mis hijitas, porque yo debía ser su ejemplo. —Y sin embargo, mamá, le insististe para que partiera, y no lloraste cuando se fue. Y jamás te quejas ahora ni parece que necesitaras ninguna ayuda. —He dado todo cuanto tengo al país que tanto amo, y guardé todas mis lágrimas hasta que él se fue. ¿De qué podía quejarme, cuando los dos no hacíamos otra cosa que cumplir con nuestro deber? Y si parezco no necesitar ayuda, es porque tengo un Amigo todavía mejor que papá, para consolarme y sostenerme. Su amor es inimitable, no se aparta de ti y puede transformarse en fuente de larga paz y dicha para toda la vida. Debes creer esto profundamente, y acercarte a Dios con tus pequeños problemas y esperanzas, y pecados y penas, con tanta libertad y confianza como vienes a tu madre. La única respuesta de Jo fue apretarse más a ella, y en el silencio que a continuación se produjo, su corazón elevó, sin palabras, la plegaria más sincera que jamás hubiera rezado; porque en esa hora, triste pero feliz, había conocido no sólo la amargura del remordimiento y la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y del dominio sobre sí misma. Como si la hubiera oído, Amy abrió los ojos y extendió los brazos con una sonrisa que dio de lleno en el corazón de Jo. Ninguna dijo nada, pero se estrecharon una a otra pese a la valla de las mantas, y todo quedó olvidado y perdonado con un beso. Ir a Capítulo VI |