Eduardo Barrios |
Nacido en Valparaíso el 25 de octubre de 1884, quedó huérfano de padre siendo muy niño.
Hijo de chileno y de peruana. Barrios fue comerciante nómada, expedicionario a las gomeras en la montaña del Perú: buscó minas en Collahuasi, llevó libros en las salitreras, vendió estufas económicas, y fue atleta de circo.
En 1889, cuando murió su padre, se trasladó con su madre a Lima, a la casa de su abuelo materno. En esa ciudad pasó gran parte de su adolescencia y realizó sus primeros estudios. En 1904 regresó a Chile y al año siguiente ingresó a la escuela militar, donde permaneció hasta 1907. Alejado de ella, recorre América en busca de dinero y aventuras.
Trabajó como taquígrafo de la Cámara de Diputados, inspector en la Universidad de Chile, tenedor de libros en la oficina salitrera de María Elena y secretario rector de la Universidad de Chile. Desempeñó puestos tan importantes como Director de la Biblioteca Nacional y del Ministerio de Educación.
Ejerciendo, en este último cargo, firmó los decretos de implantación de la Reforma Educacional en Chile, América, Europa y Medio Oriente. Dictó conferencias de literatura en varias universidades extranjeras. Durante dos años fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile y profesor en la escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.
Eduardo Barrios, en una posición equilibrada entre criollistas e imaginistas, es uno de aquellos escritores que poseen tal abundancia de experiencias vividas, que, con sólo adentrarse un poco en la propia existencia, encuentran elementos más que suficientes para una obra de importancia.
Los cuatro años y medios que pasó en la pampa salitrera, por ejemplo, le suministran los datos utilizados en "Tamarugal" (1944). Las tardes calurosas y las noches estrelladas, camanchacas engañadoras; anécdotas que alivian la escasez de acción. Todo en un buen estilo, pero la pampa sigue pidiendo un intérprete.
Escribió "El niño que enloqueció de amor" (1915), un clásico del género también llevado a la pantalla chica por el director chileno Alberto Daiber. Un niño que ama desesperadamente a una amiga de su mamá. Escrito con todo el candor, la poesía y el entusiasmo de un niño. Un clásico de la literatura chilena (traducido ya al francés) lleno de ternura y poesía.
La vida iquiqueña que aparece en "Un perdido" (1915) resume los tres años que Barrios vivió en la ciudad del Norte.
Es una realidad viva la que palpita en sus obras. Amores que se doblegan ante el imperativo del discutido determinismo económico; voluntades que se quiebran grávidas de incitaciones de todo orden; complejidades síquicas que surgen aterradoras de las profundidades del espíritu y que adquieren forma y vida en "El niño que enloqueció de amor", "El hermano asno" y "Los hombres del hombre". Son tres novelas de escasa acción pero de fondo cautivante por la riqueza de vida interna. De la primera de ellas, novela de sicología infantil, ha dicho Gabriela Mistral :
Es un delicadísimo poema en prosa, pero mantiene su rango de novela por la sicología sutil y el manejo hábil de la fábula"
En la segunda encontramos grandes caracteres, como Fray Rufino, torturado por su propio deseo de humildad; temperamentos pasionales, atormentados, violentos como el del protagonista; serenos, justos, fuertes como el del padre Guardián cuya única debilidad consiste en la blancura aristocrática de sus manos episcopales; sutiles, benévolos, indulgentes y suavemente irónicos como el padre Bernardo, a quien bastaba para amar a sus semejantes, imaginar en vez de sus actuales rostros, el rostro desaparecido de su infancia; y por último, mezquinos, pequeños de alma y grandes de vanidad como ese fray Elías a quien molesta lo mismo la santidad humilde de fray Rufino que la mundana perspicacia de Lázaro.
En la tercera estudia los desdoblamientos que ofrece a menudo nuestra vida interna. Son problemas sicológico-filosóficos.
Desde su primera producción "Del natural", a los veinte años, obra de corte erótico alimentada en las fuentes del naturalismo, se anuncia el escritor atraído por las reconditeces del alma antes que por la pintura de los escenarios. La prosa rítmica y los contrastes morbosos, tan apetecidos por el autor de "Las comedias bárbaras" y "Las sonatas", están en Eduardo Barrios unidos a un fino humorismo y una clara pureza de estilo.
Junto a "Páginas de un pobre diablo", que no sobresale mayormente, encontramos "Y la vida sigue", en la cual se consignan interesantes datos autobiográficos agrupados en "También algo de mí" utilísimos para guiarse en la lectura de sus obras.
En los años iniciales de su carrera literaria se sintió atraído por el arte dramático. Entre 1910 y 1916 escribió y representó cuatro composiciones dramáticas. En "Vivir" confiere fuerza maléfica al destino, guiado por el poder arbitrariamente irresistible de los instintos. En torno al sino fatal de Olga y a la cruda resignación de Misia Matilde gravitan núcleos de verdadero interés escénico. Hay críticas sociales de sentido pesimista y enseñanzas útiles revestidas de ironía.
Más que el teatro y el cuento cultiva la novela. En "Gran señor y rajadiablos" (1948) se profundiza el tema campesino. No se deleita sin embargo en el paisaje, sino en los hombres que habitan la tierra. Frente al personaje débil, soñador, abúlico, vencido por la vida de "Un perdido", resalta aquí la figura de José Pedro Valverde, hombre fuerte, emprendedor "duro y tierno, serio y tarambana". Los elementos sicológicos y los valores costumbristas se equilibran en armónica perfección. Expresiones de sabor popular contribuyen a acentuar el color local.
Hay en esta obra cuatro evocaciones separadas por hechos de importancia, que dan cierta aparente falta de continuidad al asunto. Resalta además el sentido feudal del latifundio en pugna con las ideas democráticas de la ciudad, el estilo es, como siempre, sencillo, musical, trasparente.
El costumbrismo de la clase alta inmersa en un medio ambiente popular se agrega en esta visión plástica del campo chileno en el siglo pasado a los estudios ya conocidos.
Eduardo Barrios obtuvo el Premio Atenea de la Universidad de Concepción en 1929, el premio Marcial Martínez el mismo año y el Premio Nacional de Literatura en 1946.
Falleció en Santiago en 1963.