David Copperfield |
(Charles Dickens)
CAPÍTULO 1
Nací en Blunderstone, en el condado de Suffolk o en sus inmediaciones. Fui hijo póstumo. Cuando mis ojos se abrieron a la luz de este mundo, hacía algo más de seis meses que mi padre había cerrado los suyos. No sé qué extraña preocupación me domina al pensar que mi padre no me vio. Cuántas veces me sentí dominado por una compasión indefinible al pensar en aquella pobre tumba olvidada en la soledad del cementerio, en una noche oscura, mientras que en nuestra salita había tanto calor y tanta luz. Era, para mí, muy duro dejarlo allá lejos, y cerrar cuidadosamente nuestra puerta.
La persona más importante de nuestra familia era una tía de mi padre, tía segunda mía, miss Trotwood o miss Betsy como la llamaba mi pobre madre cuando se permitía nombrar a tan terrible persona. Miss Betsy se casó con un hombre más joven que ella, muy buenmozo. Se sospechaba que cierto día intentó súbita y violentamente lanzarla por la ventana de un segundo piso. Miss Betsy se decidió a darle dinero para que se marchara después de aceptar una separación amistosa. Marchó a India con su capital. Diez años después recibió miss Betsy la noticia de su muerte. Tengo entendido que mi padre fue el preferido de ella, y miss Betsy nunca le perdonó su casamiento, con el pretexto de que mi madre no era más que una muñequita de cera.
Así estaban las cosas en aquel memorable e importante viernes. Mi madre, mal de salud, se había sentado junto al fuego. Pensaba, esa mañana clara y fría de marzo, en que tal vez sucumbiría en aquella prueba que le esperaba: el pobre huérfano que iba a recibir el mundo tan poco gratamente. Al levantar los ojos para enjugar las lágrimas, vio que llegaba por el jardín una mujer a quien no conocía. Al fijarse en ella tuvo el presentimiento de que era miss Betsy. En vez de llamar a la puerta, se plantó delante de la ventana y apoyo la nariz fuertemente contra el cristal. Mi madre se levantó rápidamente y fue a ocultarse en un rincón, detrás de una silla. Miss Betsy, después de pasear lentamente la mirada por toda la habitación, vio a mi madre y le hizo señas con modales bruscos para que le abriese la puerta. Obedeció, le abrió la puerta y la invitó a entrar.
—¿Mistress David Copperfield, supongo? —dijo miss Betsy.
—Sí —respondió afablemente mi madre.
—Soy miss Trotwood —añadió la interesada—. Supongo que usted habrá oído hablar de mí.
—Desde luego —respondió mi madre.
—Pues bien: ahora me ve usted —dijo miss Betsy.
Se dirigieron a la habitación que mi madre acababa de dejar. Se sentaron, y miss Betsy guardó silencio. Mi madre, después de haber hecho inútiles esfuerzos para dominarse, se echó a llorar.
—Vamos, vamos —dijo miss Betsy—. Aproxímese a mí. Quítese la gorra, niña. Déjeme verla. Pero si no es usted sino una niña —agregó una vez que mi madre hizo lo que le pidiera—. Pero ¿por qué llamarla Rookery(1)?
—¿Habla usted de esta casa, señora? —preguntó mi madre.
—Sí. Deberían haberla llamado Cookery(2)...
—El señor Copperfield prefería ese nombre —respondió mi madre.
Como el viento del atardecer y los viejos olmos producían tanto ruido al agitarse, miraron hacia ese lado. Viejos nidos de cuervos, casi destruidos por los vientos, se balanceaban en las ramas superiores.
—¿Dónde están los pájaros? —preguntó miss Betsy.
—Nunca los he visto aquí —dijo mi madre.
—Cosas de David Copperfield. Es muy suyo llamar rookery a su casa cuando no hay ni un cuervo en sus alrededores...
—Mr. Copperfield ha muerto —replicó mi madre—, y si usted se atreve a hablar mal de él...
Mi madre, creo, tuvo la intención de abalanzarse sobre mi tía para estrangularla, pero apenas se levantó de la silla renunció a ello. Volvió a sentarse humildemente y se desmayó. Cuando volvió en sí, vio a mi tía delante de la ventana. Sólo el resplandor del fuego permitía que se distinguieran una a otra en la oscuridad.
—Tome un poco de té. Le hará bien. Y a propósito, ¿qué nombre le dará a la pequeña?
—Pero si aún no sé si será niña —dijo mi madre.
—Que el buen Dios bendiga a esa niña —exclamó miss Betsy.
—¡Peggotty! —llamó mi madre.
—¿Quiere usted hacerme creer que una mujer se llama así? ¡Aquí, Peggotty! —gritó—. Su señora está delicada. ¡No tarde!
Peggotty, la aludida, venía con una vela en la mano, estupefacta por aquella voz desconocida. Miss Betsy volvió a sentarse, colocó los pies sobre los morillos, con su traje levantado y sus manos cruzadas sobre las rodillas.
—¿Usted era huérfana, verdad? —le preguntó a mi madre.
—Era auxiliar de aya en una casa que frecuentaba el señor Copperfield. Me dedicaba muchas atenciones, y me solicitó por esposa. Le dije que sí, y nos casamos —respondió ella con sencillez—. Sé muy poco de gobernar una casa. Mucho menos de lo que debiera saber...
Y mi madre reanudó su llanto a más y mejor.
—Vamos, cálmese. No empiece otra vez. David colocó su fortuna en renta vitalicia. ¿Qué hizo por usted?
—Colocó parte de esta fortuna a mi nombre. Cien libras esterlinas.
—Menos mal —dijo miss Betsy—. Pudo ser peor.
Peggotty, que acababa de entrar llevando el té, de una ojeada se dio cuenta de que mi madre empeoraba, y la condujo de inmediato hasta su dormitorio. Después mandó buscar al médico, a la asistenta y a su sobrino Ham que, sin saberlo mi madre, tenía oculto en la casa desde hacía varios días. Cuando llegaron se sorprendieron al encontrar sentada frente al fuego a una dama desconocida. Peggotty ignoraba quién era esa señora, pues mi madre nada le había dicho. Betsy estaba ocupada en atestar sus oídos con algodón. El médico subió al dormitorio de mi madre. Después bajó, decidido a atender a aquella señora. Era un hombre sencillo y afable: cuando tenía que pasar de una habitación a otra, se deslizaba de costado para ocupar el menor espacio posible. El señor Chillip, que así se llamaba, saludó a mi tía.
—¿Se trata de una irritación local, señora? —preguntó.
—¡Qué bestia! —exclamó tía Betsy y se tapó rápidamente una oreja.
El señor Chillip se sentó y observó tímidamente a mi tía, hasta que fue llamado al lado de mi madre. Después de un cuarto de hora volvió.
—¿Y bien? —preguntó mi tía.
—Avanzamos, señora, avanzamos —respondió el médico.
—¡Bah! —dijo mi tía despectivamente.
Hacia la medianoche, el médico se deslizó en el comedor, y dijo a mi tía en tono afable:
—Considero que ya puedo felicitarla a usted.
—¿Y cómo sigue ella?
—Dentro de poco tiempo se encontrará perfectamente.
—Pero ella, ¿cómo sigue? La niña, ¿cómo está? —preguntó mi tía.
—Señora, me figuré que ya lo sabía. Es un niño...
Mi tía no dijo una sola palabra. Cogió su sombrero, lo lanzó, como una piedra disparada desde una honda, sobre la cabeza del señor Chillip, y después, todo abollado, se lo colocó en la cabeza. Luego salió de la habitación. Y no volvió a entrar.
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1 Rookery: En Inglaterra, colonia de cornejas que anidan y se multiplican en los árboles de las avenidas de los castillos. Se las considera como testimonios vivos de la antigüedad aristocrática del dominio.
2 Cookery: es como cuisiniére, en francés, o cocinera, en español.
CAPÍTULO 2
Lo primero que encuentro en mi memoria es a mi madre, con su hermosa cabellera y su aspecto joven. Luego, a Peggoty, de edad indefinida, con sus ojos tan negros que ensombrecían todo lo que miraban. Sus brazos eran tan duros y tan rojos, que no comprendía cómo los pájaros no iban a picotear en ellos con preferencia a las manzanas. Me parece que estoy viendo a mi madre y a Peggotty. Para hacerse más pequeñas se inclinan y se agachan, mientras yo voy, tambaleándome, de una a otra. Peggotty alargaba, para ayudarme a andar, un dedo picoteado por la aguja y más basto que una raspa de nuez moscada.
Lo que primero surge en la oscuridad de mi memoria es nuestra casa. En la planta baja, la cocina de Peggotty, que da a un patio. En el patio, en lo alto de una viga clavada en el centro, había un palomar sin palomos; en un rincón, la caseta del perro, sin perro. Lo que había era una gran cantidad de pollitos que a mí me parecían gigantescos. Un gallo, que saltaba sobre su gallinero cuando asomaba mi cabeza por la ventana del patio, me hacía temblar. Después un largo corredor. No le veo fin. Conduce a la cocina de Peggotty, a la puerta de entrada. Un viejo quinqué la ilumina débilmente. Después hay dos salones: la sala donde nos reunimos mi madre, yo y Peggotty; y el salón donde nos reunimos los domingos: es más hermoso, pero no se está allí tan a gusto. Esa habitación tiene para mi un aspecto lamentable. Peggotty me ha referido el entierro de mi padre con todos sus detalles. En ese salón se reunieron los amigos de la familia, un domingo por la tarde, en traje de duelo.
Frente a la ventana de mi dormitorio se veía el cementerio perfectamente tranquilo. En ninguna parte he visto un césped tan verde como el de aquel cementerio, ni espesura como la de aquella arboleda, ni nada tan tranquilo como aquellas tumbas. Todas las mañanas, cuando me arrodillo en mi camita cerca de la habitación de mi madre, veo a las ovejas que pastan en aquella verde hierba; veo el sol brillante que se refleja en el cuadrante solar, y me pregunto cómo es que estando ese cuadrante rodeado de un espectáculo tan fúnebre puede marcar la hora.
Después recuerdo nuestro banco en la iglesia, de gran respaldar. Próxima al banco hay una ventana desde la que se puede ver nuestra casa, durante el culto de la mañana. Peggotty mira la casa a cada instante para asegurarse de que en su ausencia no se quema ni la desvalijan. Es muy feo bostezar, pero tengo que hacer algo. Miro a mi madre, pero ella hace como si no viera. Miro a un muchachito que está cerca de mí y que me hace morisquetas. Miro el rayo de sol que penetra por el pórtico. Miro una "oveja" descarriada; se trata de un carnero que está a punto de entrar en la iglesia. Miro las inscripciones grabadas en las tumbas colocadas a lo largo del muro. Miro al señor Chillip con su corbata de los domingos.
Después, miro el púlpito. Qué bien se debe jugar allí: serviría de admirable fortaleza. El enemigo se precipitaría por la escalera a atacarnos, y nosotros lo aplastaríamos con el cojín de terciopelo y todas sus borlas. Poco a poco se me cierran los ojos. Oigo cómo el pastor repite un salmo. Hace un calor asfixiante. Después no oigo nada hasta el momento en que me escurro del banco, y Peggotty me arrastra fuera de la iglesia, más muerto que vivo.
Y ahora veo la fachada de mi casa. Las ventanas de nuestras habitaciones están abiertas, y por ellas penetra un aire embalsamado. Los viejos nidos de cuervos se balancean en la copa de los olmos, en el jardín. Detrás de la casa hay un sitio lleno de mariposas, cercado por una enorme barrera con una puerta provista de un candado. Los árboles están cargados de frutas maduras y más abundantes que en ningún otro jardín. A espaldas de mi madre escojo algunas grosellas. Se levanta mucho viento. El verano ya se fue. Durante las tardes de invierno jugamos en el salón.
Una tarde, Peggotty y yo estábamos solos en el salón, sentados junto al fuego. Yo acababa de leer a Peggotty una historia de cocodrilos. Probablemente leí muy mal o la pobre muchacha estaba muy distraída, el hecho es que de mi lectura le quedó una vaga idea de que los cocodrilos eran una especie de legumbre. En ese momento llamaron a la puerta. Corrimos a abrir. Era mi madre, más bella que nunca. La acompañaba un caballero de hermosos cabellos negros y patillas soberbias que el domingo anterior nos había acompañado desde la iglesia. Me acarició en la mejilla, pero no sé por qué su voz y su persona me desagradaron, y me disgustó mucho ver que su mano rozaba la de mi madre al mismo tiempo que me acariciaba. Yo tiraba de ella con todas mis fuerzas. Nunca había visto a mi madre con tan buenos colores. Quiso ella obligarme a darle mi mano derecha, pero yo estaba decidido a no dársela, quién sabe por qué. Le di la izquierda. El desconocido me la estrechó el cordialmente, y se fue.
—Una figura nueva constituye un cambio agradable —dijo Peggotty.
—Muy agradable —contestó mi madre.
Mi madre se puso a cantar, y yo me dormí. Pero no dormía tan profundamente como para no oír el ruido de las voces. Cuando desperté de aquella somnolencia, mi madre y Peggotty lloraban.
—Un individuo como ése no sería del gusto del señor Copperfield —decía Peggotty—. Eso no le conviene a usted.
—¿Cómo tiene usted valor —dijo mi madre— para hablar tan injustamente? Todo es pura cortesía. Y mi pobre niño. ¿Hay quién pueda decir que yo no quiero a este pequeño tesoro? ¿Mamá es mala para ti, David?
En esto nos pusimos a llorar, y después fuimos a acostarnos, muy abatidos. Por mucho tiempo mis sollozos me desvelaron, y una vez que abrí los ojos, vi a mi madre sentada en mi cama. Se inclinó hacia mí, dejé caer mi cabeza sobre sus hombros y me dormí profundamente.
CAPÍTULO 3
Terminé por acostumbrarme al caballero de patillas negras. Cierta mañana yo me encontraba en el jardín con mi madre, cuando el señor Murdstone (ya había podido yo saber su nombre) llegó a caballo. Se detuvo para saludar a mi madre, y le dijo que iba a Lowestoff a ver a unos amigos que preparaban allí una excursión en un yate. Y después añadió amablemente que estaba dispuesto a llevarme en la grupa, si eso era de mi agrado.
El tiempo era tan hermoso y agradable, y el caballo caracoleaba tan gallardamente cerca de la ventana, que pedí permiso a mi madre para acompañar al señor Murdstone.
Por fin, partimos. Me había pasado un brazo alrededor de mi cintura, y me sentía con deseos de volverme para verlo cara a cara. Tenía ojos negros, hundidos y sin brillo. Sus cabellos eran más negros y espesos de lo que me figuraba. La parte inferior de su rostro era cuadrada, y su mentón, cubierto de puntitos negros. Parecía una cara de cera. Todo eso estaba unido a unas cejas muy regulares y a un bello tinte moreno. Era, pese a mi antipatía, un hermoso sujeto.
Llegamos a un hotel próximo a la playa. En el salón fumaban dos caballeros vestidos de manera poco elegante. En un rincón se veía un paquete de ropas de abrigo y una banderola para una lancha. A nuestra llegada se pusieron de pie.
—Lo creíamos muerto y enterrado —dijo uno de ellos.
—Todavía no —dijo Murdstone.
—Y ese joven, ¿quién es?
—Es David Copperfield —contestó el señor Murdstone.
—¿Cómo? ¿Es la pesadilla de la seductora señora de Copperfield, la linda viudita?
—Quinion, tenga cuidado en lo que dice; el hombre es malicioso.
—¿Y quién es el hombre? —preguntó el caballero riendo.
Yo levanté vivamente la cabeza. Tenía deseos de saber de qué se trataba.
—Nadie, Brooks de Sheffield —dijo el señor Murdstone.
—¿Y qué piensa Brooks de Sheffield del asunto en cuestión?
—No creo que esté al corriente aún —dijo el señor Murdstone.
Después de pasear por los acantilados fuimos a sentarnos en la yerba. Durante todo el paseo, los dos amigos del señor Murdstone fumaron continuamente, y a juzgar por el olor de sus trajes, sin duda no habían hecho otra cosa desde que los trajes salieron de manos del sastre.
Visitamos el yate. Los tres caballeros bajaron a la cabina y examinaron unos papeles. Yo los veía muy bien desde el puente. Me acompañaba un hombre muy simpático que tenía un bosque de cabellos rojizos cubiertos por un sombrero barnizado. En su chaqueta rayada tenía escrito en gruesas letras La Alondra. Me dijo que era el nombre de su barco. Regresamos temprano a casa. La tarde era magnífica. Mi madre paseó con el señor Murdstone a lo largo del vallado de espinos, mientras yo fui a tomar mi té. Cuando se marchó, mi madre quiso que le refiriera cómo habíamos pasado el día, y me preguntó qué habían hecho y dicho. Se lo conté. Le dije lo que habían dicho de mí y se echó a reír.
—¿Qué fue lo que dijeron, David? Repítemelo. No puedo creerlo...
—"La seductora..." —empecé a decir—. Eso dijeron. Y también: "la linda... viudita".
—Qué locos, qué impertinentes —exclamó mi madre—. Pero no lo digas a Peggotty.
Una tarde en que mi madre había salido, según su costumbre, estábamos juntos, Peggotty y yo, en compañía de las medias, del metro, del trozo de cera, de la caja que tenía la catedral de san Pablo en la cubierta y del libro de los cocodrilos. Peggotty me dijo en tono cariñoso:
—¿Le gustaría ir conmigo a pasar quince días a Yarmouth, en casa de mi hermano? Es muy simpático. Además allí hay lanchas, barcos, pescadores, playa. Y está Ham, mi sobrino, que jugará con usted. Su madre nos dejará ir. Estoy segura.
— Pero, ¿qué va a hacer cuando nos hayamos ido? —pregunté.
—¿No lo sabe? Va a pasar quince días en casa de la señora Grayper, y la señora Grayper va a recibir a mucha gente.
Cuando mi madre regresó de casa de la señora Grayper (pues estaba en esa casa), se sorprendió mucho menos de lo que esperaba y dio su consentimiento. Todo quedó arreglado esa tarde. El día de nuestra marcha llegó muy pronto. Teníamos que hacer el viaje en la calesa de un arriero, que se marchaba por la mañana después del almuerzo. Recuerdo el momento en que el arriero se puso en marcha y mi madre corrió a la verja para abrazarme, cosa que hizo. Después permaneció sola en el camino. El señor Murdstone se aproximó a ella. Me parece que le reprochó su emoción.