Otra aventura de Bolita |
(León Tolstoi)
Cuando me marché de la pequeña aldea de cosacos, me dirigí a Piatigorsk en vez de ir directamente a Rusia. Antes de emprender el viaje, regalé a Milton a un amigo cosaco que era cazador y me llevé a Bolita.
Piatigorsk está emplazada en una montaña llamada Beshtau, donde hay manantiales de agua sulfurosa y caliente, casi a punto de ebullición. Por sobre estos manantiales se eleva un permanente vapor, semejante al que emana de los samovares, y la ciudad se levanta pintoresca y alegre.
Por la montaña, cubierta de bosques, corren múltiples arroyuelos, y abajo se extiende el río Pockumok. Muchas personas se someten a tratamientos con el agua de los manantiales, junto a los cuales hay comedores al aire libre protegidos por toldos multicolores y amplios jardines.
Diariamente se escucha música, en tanto que la gente toma sus baños o pasea por los senderos bordeados de flores, mientras en la lejanía se alzan los picachos de los montes caucásicos con sus nieves que jamás se derriten.
Yo me alojé en una casita de una finca que quedaba a los pies de la montaña. Al otro lado de las ventanas se extendía un jardín donde los dueños mantenían sus abejas. Estas abejas no se hallaban en colmenas sino en redondos canastillos y eran increíblemente pacíficas. En las mañanas, yo caminaba entre ellas, acompañado por Bolita, que las escuchaba zumbar y las olía con mucho cuidado, sin molestarlas.
Pero un día en que tomaba un café en el jardín, mi perro comenzó a rascarse y a sacudir su collar repetidamente. El ruido que hacía el collar inquietaba a las abejas, así es que decidí sacárselo. No habían pasado ni cinco minutos cuando oímos aullidos, ladridos y gritos de hombres que se acercaban. Bolita no se rascó más y permaneció a mi lado. Luego sus orejas se alzaron, rechinaron sus dientes y, como movido por un resorte, se levantó y empezó a gruñir. El alboroto se iba aproximando cada vez más. Fui hacia la verja para ver qué ocurría. La dueña de casa salió desde el interior e hizo lo mismo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Son los condenados a trabajos forzados —contestó ella—. Andan matando perros.
—¿Qué...?
—Hay demasiados perros en la ciudad y las autoridades han ordenado exterminarlos.
—¿Quiere decir que también pueden matar a Bolita?
—No, sólo persiguen a los que no llevan collar. A Bolita no le harán nada.
En ese instante varios hombres llegaron hasta el jardín. Algunos soldados precedían al grupo; detrás de ellos venían cuatro presos encadenados. Dos de ellos esgrimían unos largos ganchos de fierro y los otros dos llevaban unas estacas. Junto a la verja, uno de los condenados ensartó a un perrito, al que arrastró al medio de la calle, donde uno de sus compañeros lo golpeó con su estaca. El pequeño animal emitía angustiosos y punzantes aullidos, mientras los presos reían en forma estridente. Cuando comprobaron que el perro estaba muerto, el hombre desprendió el gancho y miró a todos lados, buscando otra víctima. Bolita no soportó más y se arrojó sobre él. Entonces, repentinamente, me acordé de que andaba sin el collar.
—¡Bolita...! ¡Bolita, ven aquí! —ordené, y dirigiéndome a los presos—: ¡No lo toquen! ¡Yo soy el dueño de ese perro!
La respuesta del individuo fue ensartar el fierro en un muslo de Bolita y soltar una risotada. Mi perro intentó zafarse, pero el preso tiró del gancho, empleando todas sus fuerzas, mientras el de la estaca alzaba su instrumento de muerte.
En ese momento pensé que mi perro no tenía escapatoria, pero sucedió lo inusitado: la piel del muslo se rasgó de arriba a abajo, como una tela cortada por una tijera, y Bolita escapó. Velozmente cruzó el jardín y se metió dentro de la casa. Allí encontró refugio seguro, escondiéndose debajo de mi cama.