Mi perro Bolita |
(León Tolstoi)
Mi perro se llamaba Bolita. Era un dogo negro, con las patas delanteras blancas. Una característica de los dogos es tener la mandíbula inferior más prominente que la superior y, en consecuencia, los dientes de abajo quedan montados sobre los de arriba. Bolita tenía este rasgo tan acentuado que, entre sus dos hileras de dientes, cabía más de un dedo. Sus colmillos sobresalían de su ancho hocico, y sus ojos muy grandes relampagueaban. Era muy luerte, pero afortunadamente no mordía, ya que cuando se agarraba de algo con los dientes, las mandíbulas se le trababan y era imposible desprenderlo.
Recuerdo que en una oportunidad lo azuzaron en contra de un oso, al que cogió por una oreja, y se quedó allí, aferrado como una sanguijuela. El oso lo zarandeó sin lograr zafarse. Desesperado se tiró al suelo, tratando de aplastarlo, pero Bolita no le soltó la oreja. Para que lo hiciera tuvieron que lanzarle baldes de agua fría.
Yo lo recibí cuando era un cachorrito y siempre lo cuidé personalmente. Sin embargo, no quería llevármelo al Cáucaso, así es que lo hice encerrar y me fui sigilosamente.
Cuando llegué a la primera estación, donde tenía que cambiar de carruaje, observé avanzar por la carretera un bulto negro y brillante. Era mi perro Bolita que venía a galope tendido, y apenas me descubrió se me lanzó encima, lamiéndome las manos. Temblaba, respirando fatigado, casi sin aliento.
Más tarde supe que Bolita había roto los vidrios de una ventana y saltado desde allí para seguirme. Me encontró después de recorrer veinticinco kilómetros, desafiando un calor sofocante.