Bolita y el lobo

(León Tolstoi)

Partí al Cáucaso en tiempos en que aún había guerra y era muy peligroso viajar sin una escolta, especialmente de noche. Considerando esto, decidí no acostarme y partir en cuanto amaneciera.

Un amigo vino a acompañarme. Cuando comenzó a anochecer nos sentamos a la puerta de mi casa, en aquella aldea cosaca. Una leve neblina velaba la luz potente de la luna, pero aun así era una noche muy clara. Recuerdo que la atmósfera se hallaba impregnada de una gran calma, que bruscamente se rompió con unos chilllidos agudos.

—Un lobo debe estar degollando a un lechoncito —dijo mi amigo.

Rápidamente entré en la casa, cogí mi escopeta y corrí hacia los corrales. Milton me siguió, tal vez creyendo que íbamos a cazar, y Bolita lo imitó, enderezando las orejas, inquieto. Algunas personas que también habían acudido al lugar, gritaron, y entonces vi al animal que se precipitaba directamente hacia mí. Preparé mi escopeta y, en el instante en que el lobo saltó la valla, le disparé. Era imposible errar el tiro, pero inexplicablemente algo obstruyó el mecanismo y la bala no salió. Así fue como el lobo escapó calle abajo, perseguido por Milton y Bolita.

En breves momentos, Milton estuvo a punto de atraparlo. Sin embargo, dio la sensación de no atreverse a hacerlo, y Bolita, con sus patas cortas, no lograba darle alcance.

Yo seguí corriendo junto a mi amigo y a otros hombres hasta que perdimos de vista al lobo y a los perros. Sólo al llegar a un extremo de la aldea los escuchamos ladrar. Nos acercamos a la zanja desde donde provenían los ladridos. En medio de la neblina vimos a Bolita y a Milton envueltos en una nube de polvo, peleando con el lobo. No obstante, al aproximarnos más, descubrimos que súbitamente el lobo había desaparecido. Los perros avanzaron hacia mí, gruñendo, con las colas erizadas, y Bolita no cesaba de empujarme, como si necesitara comunicarme algo.

Al regresar, examiné cuidadosamente a mis perros, y comprobé que el lobo había mordido a Bolita en la cabeza. Aunque la herida era pequeña, pensé que si no se hubiera atascado sin ninguna causa mi escopeta, esa fiera ya no podría hacer más daño. Por su parte, mi amigo no se explicaba cómo pudo entrar el lobo en el corral.

—Es que no era un lobo —dijo el viejo cosaco que nos había acompañado hasta la casa.

—¿Y qué era? —averigüé.

—Una bruja —fue la respuesta—. Una bruja que hechizó su escopeta.

Lo miramos atónitos, indecisos entre reírnos o escucharlo con seriedad. Pero, en ese preciso momento, los perros se precipitaron hacia afuera, y allí, en medio de la calle, apareció el lobo. Al oír nuestras voces, escapó.

—¿Se convencen ahora de que es una bruja? —preguntó el cosaco—. ¡Jamás un lobo ha vuelto a un lugar donde acaban de perseguirlo los hombres!

Eso era cierto, y me asaltó la inquietud de que el lobo pudiera tener la rabia. Por precaución quemé la herida de Bolita con un poco de pólvora que inflamé. Así quemaba la saliva del lobo, si es que aún no penetraba en la sangre de mi perro. Si esto ya había ocurrido, Bolita no tendría remedio.

A pesar del temor que este solo pensamiento me causaba, era más lógico creer que el maléfico animal era un lobo rabioso y no una bruja.

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