Erika Olivera de la Fuente

"CONDENADA A CORRER"

(Reportaje del periodista Marcelo Simonetti, publicado en la revista El Sábado, que aparece con El Mercurio de Santiago, del 14 de agosto de 1999)

Que no se piense que se exagera cuando uno, en el afán de contar lo que ha sido la vida de Erika Olivera de la Fuente (23), la relaciona con un culebrón –aquellas piezas televisivas en las que la desgracia y los sinsabores se mezclan sin pudor alguno. En rigor, la imagen ofrecida por los noticiarios hace algunos domingos, en donde se la podía ver a ella recibiendo el aplauso de una muchedumbre, mientras se paseaba saludando a diestra y siniestra arriba de un carromato por las calles de Puente Alto –la comuna en la que vivió su infancia y el principio de su adolescencia–, no es más que el desenlace de una historia que siempre, o casi siempre, se movió entre los parámetros de la infelicidad y la rebeldía.

"Usted no es negra, déjese de pensar en leseras, jamás les va a ganar a las atletas estadounidenses ni a las africanas", con esta frase Luis Rojas, director del Liceo Arturo Prat de Puente Alto, conminaba a la alumna de séptimo año de su establecimiento a poner los pies en la tierra. Cómo se le ocurría a ella descuidar sus estudios, alentando una esperanza que, bajo su parecer, era un absurdo: conseguir una medalla olímpica.

Su madre, Leonor de la Fuente, tampoco ponía las manos al fuego por el éxito de su hija, pero la intervención del director le pareció un exceso. "No era la forma de tratar a una niña", asegura hoy, haciendo recuerdos en su casa ubicada en la población Carol Urzúa. Un hogar donde el televisor parece ser un miembro más de la familia y en el que la tibieza ambiental está dada por la estufa a parafina que reina en el living-comedor. Allí, para donde uno vuelva la vista –las paredes o el refrigerador que ocupa un rincón de la sala– es posible hallar una fotografía o un recorte de prensa, con la imagen de su hija corriendo, subida a un podio, recibiendo una medalla. Eso, amén de los trofeos, diplomas y preseas que adornan la casa del matrimonio como las galas más preciadas.

El 4 de enero de 1976, en el sector maternidad del hospital Félix Bulnes, en la comuna de Quinta Normal, nació Erika Olivera. Fue la segunda criatura de doña Leonor y el pastor evangélico Ricardo Olivera Barragán, un argentino nacido en la provincia de Entre Ríos, que llegó a Chile en los inicios de 1974, enviado por su iglesia con el afán de asentar la institución del otro lado de la cordillera.

Las prédicas del pastor Olivera fueron la circunstancia precisa para que la hermana Leonor –miembro activo de la iglesia– se sintiera deslumbrada y al poco tiempo, el 16 de octubre de ese mismo año, terminara casada con él bajo el ritual correspondiente.

En la mente del pastor Olivera no figuraba una pista de rekortán ni el riguroso trote con el que su hija ha dado cuenta de sus rivales en las pruebas de fondo. Trabajando de inspector en la locomoción colectiva –en la supervisión del recorrido Renca Paradero 15–, anhelaba ver a su hija como misionera del evangelio. Para eso la crió, dentro de un sistema en el que las concesiones y las licencias, propias de los tiempos que corren, no cabían.

—Me hubiese gustado tener muchos amigos, poder salir, tener libertad para hacer cosas, pero mi infancia fue muy dura. Mi padre se dejaba llevar mucho por la religión, fue muy estricto. Nos obligaba a ir a la iglesia y a ninguno de nosotros –los seis hermanos– nos gustaba hacerlo. Yo creo que por eso todos somos así, rebeldes –dice hoy Erika.

Las reglas en esa casa estaban claras. Salvo excepciones, oír la radio o ver televisión era una situación inaceptable. Había que pedir permiso para todo, incluso para ir al baño. Prácticamente había una disciplina prusiana y cualquier acto que transgrediera la normativa impuesta era sancionado. Era usual que Erika y su hermano mayor debieran pagar alguna travesura con los correctivos ideados por el padre. A veces, los obligaba a correr sin descansar, por el pasillo de la casa, castigo que, en ocasiones, terminaba con alguno de ellos cayendo exhausto al piso. Si no, los forzaba a ponerse de rodillas, frente a la pared, a rezar.

Aunque pueda parecer un dato menor, a ella jamás le leyeron un cuento, tampoco leyó uno por propia voluntad; es más, finalizó su enseñanza escolar sin terminar novela alguna.

—Les pedía a mis compañeras que me contaran de qué se trataba tal libro, y ya. Te puede parecer raro, pero lo único que me gustaba leer, mejor dicho, que me gusta leer, son las páginas de la crónica roja de los diarios. Tanto, que si no fuera atleta me dedicaría a la criminalística, a tomarles fotografías a las muertos.

UNA LOCA POR LAS CALLES

Quien quiera buscar algún pasaje digno de un cuento de hadas en su infancia se topará con un trabajo arduo. No es fácil, a pesar de que ella hurga en la memoria y vuelve a hurgar, tratando de recordar alguna escena, algún rostro, algún olor.

—¿Un olor? Déjame pensar. El olor de las mañanas cuando hacíamos empanadas, ese olor a pino, o el de los leños que se quemaban, cuando freíamos a leña. Esos olores no se me van a olvidar nunca porque siempre me hacen evocar esa parte de mi infancia.

Quizás el cariño que le demostraban los choferes del recorrido de buses en los que trabajaba su padre sea también una de las pocas postales que Erika recuerda con una sonrisa. Ella se acercaba hasta el terminal de micros para llevarle a su progenitor el desayuno o el almuerzo. Los conductores le manifestaban su aprecio, diciéndole la Capitana y luego, cuando su opción por el atletismo ganó carácter oficial, le ofrecieron su "asistencia" desinteresada.

—Cuando mi mamá tenía que ir al centro, ella se subía a la micro y yo me iba trotando detrás. Los choferes que ya me conocían bajaban la velocidad para que pudiera ir al mismo ritmo de la máquina.

Pero no todos podían entender la dedicación que profesaba la muchacha por el trote. En la población Carol Urzúa salir a correr por las calles, en ese entonces, era una actividad que bordeaba la excentricidad.

—Creerían que estaba loca, no sé. Lo que pasa es que en esa población había gente buena y gente mala. A veces, cuando me veían pasar me lanzaban cosas, me gritaban o sacaban la manguera y me tiraban agua. Nunca entendí bien qué querían, supongo que era por molestar y porque eran personas sin cultura deportiva. Ellos estaban acostumbrados a que el deporte se hiciera los domingos en las canchas de fútbol. Después, cuando conseguí mis primeros triunfos, eso cambió. He vuelto a correr por esas calles y ahora todos me respetan; me respetan a mí y también a mi familia.

En todo caso, se trataba de un barrio bravo. Un barrio en donde las pandillas pululaban y no era fácil, para una niña de doce o trece años, desarrollarse sin crear ciertos mecanismos de defensa.

—Era muy buena para pelear –explica una de sus hermanas menores, Elizabeth–, yo diría que le gustaba. Todavía recuerdo un par de veces que se peleó en el colegio. Se peleaba con hombres. A varios les sacó sangre de nariz y hubo otro al que le quebró un brazo.

—Es que había que ser así –se defiende Erika–, malacatosa, como dicen, porque si no, estabas liquidada. Había muchas pandillas, pandillas que se mataban entre ellas. Yo supe de varios niños que murieron. No eran amigos míos, pero los conocía.

No sólo les peleó a sus compañeros, también al día a día, y a sabiendas de que los ingresos de su padre no alcanzaban para sostener a una familia con seis hijos, ayudó, siendo una niña, a sumar monedas para el presupuesto familiar. Vendió las empanadas que hacía su madre. A los once años recorrió las canchas con un canasto, junto a sus otros hermanos, vendiendo "las de pino" entre el público que se congregaba los domingos en torno a las multicanchas de tierra en las que los pobladores de la Carol Urzúa y comunidades aledañas se entregaban al fútbol.

Un poco antes, con dos lustros, una auxiliar del colegio Antillanca encargada del aseo y de la cocina le ofreció quinientos pesos mensuales para que le echara una mano en la limpieza de las salas.

—Ese año, en 1987, quinientos pesos no era poca plata. Todo servía. Imagínate que había días que no teníamos qué comer y otros en los que teníamos que repartirnos tres panes entre ocho personas.

TODO CAMBIA

Ricardo Opazo (46) es su actual técnico. Bajo sus consejos ella ha alcanzado su mejor nivel. Desde los catorce años que ha estado a su lado, preocupándose no sólo de las necesidades de la atleta, sino también de la persona.

—La primera vez que la vi fue en el Parque O'Higgins, en una carrera de cross. Me llamó la atención su perseverancia porque al siguiente domingo volvía a correr con la misma actitud, con la misma disposición, a pesar de que no ganaba nunca, porque había mejores corredoras que ella.

Opazo, en sus tiempos mozos, fue un discreto corredor, según propia confesión. Pero como técnico tenía muy claro lo que quería y desde que vio correr a su actual discípula supo que ella era lo que necesitaba.

—Tenía claro por qué quería ser técnico. Quería entrenar a un atleta al que no lo ganara nadie. Y por la personalidad de Erika pensé que ella podía ser la persona que yo andaba buscando.

Fue él quien la incentivó a tomar el atletismo como un camino serio, el que la indujo a abandonar su casa porque no había otra forma de entrenar con seriedad –en enero de 1993–; fue él quien la albergó en su hogar, junto a su esposa e hijos, y el que, en definitiva, luego de separarse, pasó a ser su pareja.

—Yo tenía mi vida formada, con tres hijos, y jamás se me pasó por la cabeza establecer otro tipo de relación con ella que no fuera la estrictamente profesional o la de un amigo. De hecho, ella estuvo viviendo con mi familia, como si se tratara de una hija más, porque nuestra relación funcionaba así, como la de un padre y su hija. Además, ella tenía su novio... Hasta que después de separarme, seis meses después para ser más preciso, en la víspera de la Corrida de San Silvestre –en diciembre de 1994–, nos besamos por primera vez.

Como una buena historia de amor –sufrida, quejumbrosa, pero con un final feliz–, hubo distanciamientos y reencuentros. La relación profesional tambaleó, pero se las arreglaron para seguir juntos: él en su puesto de entrenador; ella como disciplinada atleta.

En 1995, Erika se casa con José Nahuelán, pero su matrimonio resulta ser una carrera demasiado corta. Apenas cuatro meses en los que no alcanza a cumplir uno de los deseos que, a esas alturas, tenía carácter de necesidad para ella.

—Lo único que quería era tener un hijo. Sentía que necesitaba alguien por quién luchar, y ese alguien no podía ser otro que mi hijo.

Sus planes de maternidad debieron sufrir un retraso obligado. Sin embargo, los triunfos en las pistas de rekortán se convirtieron en el mejor premio a su persistencia. Durante 1995 gana la medalla de oro de los Juegos Panamericanos Junior, realizados en Chile, al imponerse en los 10 mil metros y ese mismo año establece tres marcas a nivel sudamericano (categoría juvenil) que, según el criterio de Opazo, difícilmente serán batidas en el corto tiempo.

En Mar del Plata consigue un crono de 16.13 para los cinco mil metros; en Santiago hace los diez mil en 34.13; y en el maratón, en Buenos Aires, alcanza un muy buen registro:2h.45.11.

PAN, CEBOLLA Y EL ORO

—Si tuviese que elegir una canción con la cual me identifico, que la siento como propia, creo que elegiría A mi manera, de Frank Sinatra. Puedo decir que, contra todo lo que me ha ocurrido, he vivido a mi modo.

Habrá que concederle la certidumbre de la frase a Erika Olivera. De a poco se fue enamorando de su entrenador –sin que le importaran los 23 años de ventaja que le lleva- y una vez que ambos estaban desligados sentimentalmente decidieron seguir haciendo el camino juntos, en calidad de pareja.

Los primeros días fueron cercanos a lo que uno entiende por contigo pan y cebolla.

—Nos fuimos a vivir a una casa que habíamos construido con mi padre en Quinta Normal –explica Opazo–. Pero cuando llegamos, no había nada. Apenas una cama. Así vivimos un buen tiempo. Cuando tuvimos algo de dinero, lo primero que hicimos fue comprar un televisor. Y así seguimos, con la cama y el televisor, hasta que los auspiciadores llegaron y la profesión de Erika tomó otro cariz.

No sólo los auspiciadores llegaron. Cuando sumaban dos años de convivencia, ella pudo cumplir con su deseo de ser madre. El 31 de diciembre de 1997 nació Eryka.

—Fue una decisión planificada, ambos coincidimos en que el momento justo para tener un hijo era ése. Analizamos los pros y los contras y dijimos, ya. Nunca pensé que podía afectar mi carrera; al contrario, han existido casos de otras atletas que luego de ser madres han mejorado ostensiblemente su rendimiento.

Con una hija, con una carrera deportiva en franco ascenso, corredora y entrenador decidieron mudarse a El Salvador. El hecho de que el ex campamento minero esté ubicado a dos mil 400 metros sobre el nivel del mar se tomó como una circunstancia propicia para la preparación de la atleta que, desde hacía rato, había orientado sus condiciones al maratón, relegando a un plano secundario la apuesta por las carreras de 5 mil y 10 mil metros.

En las Olimpiadas de Atlanta (1996) no consiguió alcanzar la medalla olímpica. Pero siguió trabajando, asumiendo una terquedad que en ella parece estar afincada en sus genes, y de ese modo se coronó campeona sudamericana e iberoamericana, así hasta llegar a la tarde de ese 25 de julio, cuando luego de recorrer las avenidas de Winnipeg, zancada a zancada por cuarenta y dos kilómetros y 195 metros, cruzó primero que nadie la meta. Fue el oro chileno en los Panamericanos, aunque para Erika y su entrenador todavía queda el último paso: ganar la medalla olímpica.

El 2000 fueron a Sidney en su búsqueda. "Pero no sé si es el momento para ganarla", explicaba Opazo. "Erika tiene recién veintitrés años, y las mujeres consiguen su mayor potencial para esta prueba entre los veintiocho y los treinta". Tal vez la consiga, tal vez no, pero va a luchar por ello.

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