El perro del regimiento |
(Daniel Riquelme)
Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas
de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo.
Perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de
una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal
vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a
la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría
al suyo entre sus hijos.
Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo
el cariño de los soldados, y éstos, dándole el
propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de
ese modo fuera algo de todos y de cada uno.
Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia
en el cuartel; causa era de grandes alborotos y por ellos tratóse
en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado
en consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció.
Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía
tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados
el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela,
y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro
había pasado.
Se cuenta que Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria
que en el día memorable del Alto de la Alianza conquistó
su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero,
a quien pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.
Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día
y jornada, el jefe casual del Coquimbo y el último ser que
respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada
uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...
Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin
de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras,
sobretodo cuando nada hay que esconder.
Al entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento
Coquimbo no sabía a qué atenerse respecto de su segundo
jefe, el comandante Pinto, pues días antes solamente de la
marcha sobre Tacna había recibido un ascenso de mayor y su
nombramiento de segundo comandante.
Por noble compañerismo, deseaban todos los oficiales del cuerpo
que semejante honor recayera en algún capitán de la
propia casa, y con tales deseos esperaban, francamente, a otro. Pero
el ministro de la guerra en campaña, a la sazón don
Rafael Sotomayor, lo había dispuesto así.
Por tales razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto
Agüero fue recibido con reserva y frialdad en el regimiento.
Sencillamente, era un desconocido para todos ellos; acaso sería
también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario?
¿Dónde se había probado?
Así las cosas y los ánimos, despuntó con el
sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego no sólo
la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.
Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa
y mortalmente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde
iba a de ser el héroe feliz de Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.
En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del
destino!— al segundo jefe; por lo que el regimiento se preguntaba
con verdadera ansiedad qué haría Pinto Agüero como
primer jefe.
Pero la expectación, por fortuna, duró bien poco.
Luego se vio al joven comandante salir al galope de su caballo de
las filas postreras, pasar por el flanco de las unidades que lo miraban
ávidamente, llegar al sitio que le señalaba su puesto,
la cabeza del regimiento, y seguir más adelante todavía.
Todos se miraron entonces, ¿a dónde iba a parar?
Veinte pasos a vanguardia revolvió su corcel y desde tal punto,
guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de los suyos, ordenó
el avance del regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente
altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.
La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento
y contagio, lanzóse impávida detrás de su jefe;
pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño
de llegar a su lado.
El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal
vez, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontado,
y concluida la batalla, oficiales y subalternos, rodeando su caballo
herido, lo aclamaron en un grito de admiración.
Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos,
había atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo
retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos que
huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque
pavoroso de degüello.
Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo,
concluyó de confirmarlo el niño mimado del regimiento.
Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo
vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento,
así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber,
que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.
Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con
un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño
de perro.
Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según
los rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto
de egoísmo digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel
la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo,
arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción
que acaso él mismo calificaba de distinguida.
Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras
que defendían a Lima.
Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy
de mañana, le hicieron su tocado de batalla.
Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos
que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba
cada vez que el regimiento salía a campaña.
No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines
de la mayoría de las cuadras: de éstas a la cocina y
de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz,
como un tambor de la banda.
Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó
desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal
en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar
que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco
sería olvidado.
¡Pobre Coquimbo!
¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que a él le aguardaba!
La noche cerró sobre Lurín, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte lívido de una alborada de invierno.
Casi confundido con la franja argentada de espuma que formaban las
olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo
cual una sierpe de metálicas escamas.
El eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que
avanza sobre su presa.
Todos sabían que del silencio dependía el éxito
afortunado del asalto que llevaban a las trincheras enemigas.
Y nadie hablaba y los soldados se huían para evitar el choque
de has armas.
Y ni una luz, ni un reflejo de luz.
A doscientos pasos no se había visto esa sombra que, llevando
en su seno todos los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo,
siniestra y callada como la misma muerte.
En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en
ha cuenta de las probabilidades favorables.
Y así habían caminado ya unas cuantas horas.
Las esperanzas crecían en proporción; pero de pronto,
inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un
perro, nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín,
puede, en el silencio de la noche, oírse a grandes distancias,
sobre todo en las alturas.
—¡Coquimbo! —exclamaron los soldados.
Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera incurrido en pena
de la vida.
De allí a poco se destacó al frente de la columna la
silueta de un jinete que llegaba a media rienda.
Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar
con el comandante Soto, el bravo José María Segundo
Soto, y, tras de lacónica plática, partió con
igual prisa, borrándose en la niebla, a corta distancia.
Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la División,
coronel Lynch, el cual ordenaba redoblar "silencio y cuidado" por
haberse descubierto avanzadas peruanas en la dirección que
llevaba el Coquimbo.
A manera de palabra mágica, la nueva consigna corrió
de boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila, y se
continuó la marcha; pero esta vez parecía que los soldados
se tragaban el aliento.
Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse
sobre el tronco de un árbol.
Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar; aquí
suave y manso como haciéndose cómplice del golpe; allá
violento y sonoro, donde las rocas lo dejaban sin playa.
Entre tanto, comenzaba a divisarse en el horizonte de vanguardia una
mancha renegrida y profunda, que hubiese hecho creer en la boca de
una cueva inmensa cavada en el cielo.
Eran el Morro y el Salto del Fraile, lejanos todavía; pero
ya visibles.
Hasta ahí la fortuna estaba por los nuestros; nada había
que lamentar. El plan de ataque se cumplía al pie de la letra.
Los soldados se estrechaban las manos en silencio, saboreando el triunfo.
Mas el destino había escrito en la portada de las grandes victorias
que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya
sangre, oscura y sin deudos, pero muy armada, debía correr
la primera sobre aquel campo, como ofrenda a los números adversos.
Coquimbo ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán
de lanzarse hacia las sombras.
En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios
que les sugería su cariñosa angustia.
¡Todo inútil!
Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso
o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había
denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo
allí por última vez para amigos y contrarios.
Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto.
Separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo
la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su agonía.
En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos
que el viento arranca a las arboladuras de los bosques... y siguieron
andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo
de una venganza implacable.
Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero
y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta
sencilla escena que yo cuento como puedo arrancó a los bravos
del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como
la mole de piedra y bronce que iban a asaltar, pero en cuyo fondo
brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles de este
rasgo característico: su piadoso amor a los animales.