Pulgarcita |
Había
una vez una campesina
que desde hacía largo tiempo deseaba tener una hijita. Un día,
la pobre mujer, cansada de esperarla, acudió donde una vieja maga.
–¿Qué puedo hacer para tener una niñita?
–le preguntó.
–Es fácil –le respondió la maga. Y entregándole
un granito de cebada, añadió–: Toma esto y plántalo
en una maceta.
–Muchas gracias –dijo la campesina. Y le dio a la vieja
una moneda en pago por el granito de cebada.
Y apenas llegó a su casa, hizo lo que la maga le había dicho. Entonces ocurrió algo maravilloso: casi en seguida surgió el botón de una preciosa flor. Luego, para sorpresa de la campesina, el botón se abrió y la mujer pudo ver que la flor era un tulipán y, con enorme asombro, descubrió que sobre su corola había una pequeña niña llena de gracia y vivacidad.
–¡Pulgarcita! –exclamó la campesina al verla–. ¡La llamaré Pulgarcita!
Desde entonces, la mujer dispuso todo lo necesario
para que la diminuta niñita estuviese cómoda: limpió
una nuez para usarla como cunita; por colchón eligió
la mejor hojita que pudo encontrar y por frazada, un par de pétalos
de rosa.
Y así comenzó a vivir Pulgarcita: por las noches se
acostaba en su cuna de cáscara de nuez y durante el día
se entretenía jugando encima de la mesa del comedor, junto
a la campesina. Ésta gozaba con las canciones que cantaba
la pequeña.
Pulgarcita dormía en un cuarto que daba al jardín.
Pero la ventana tenía un vidrio roto, por donde una noche
entró un gordo y feo sapo.
–¡Oh, qué niña tan hermosa! Podría entretener a mi hijo –murmuró el sapo. Y sin más se llevó a la pequeña a su huerto.
El hijo del sapo, que era tan feo como su padre,
al ver a Pulgarcita sólo pudo decir:
–¡Croak, croak, breke, quek!...
–No hagas tanto ruido –le ordenó la madre-. ¿No
ves que puedes despertarla?
La madre sapo se rascó la cabeza pensativa,
añadiendo poco después:
–Vamos a hacer algo. Para que la pequeña no se nos escape,
la pondremos en un nenúfar en el centro de nuestra charca.
Allí se sentirá como en una isla, incomunicada de
todo lo demás. Así la tendremos segura hasta que acabemos
de preparar su habitación para recibirla como a un miembro
más de la familia.
Y tal como lo dijeron, lo hicieron. Al día siguiente, cuando Pulgarcita despertó y se vio rodeada de tanta agua, rompió a llorar desconsoladamente. Un pez que nadaba cerca de la pequeña asomó su cabeza para ver quién lloraba tan tristemente.
–El horrible hijo de los sapos no se merece tan delicado entretenimiento –dijo, escandalizado, el pez al contemplar a la hermosa niñita.
Entonces reunió a sus amigos para liberar a Pulgarcita. Y mordisco a mordisco, entre todos cortaron el tallo que sostenía la hoja de nenúfar sobre la que se encontraba la niña.
–¡Buena suerte, amiguita! –le gritaron cuando vieron que la pequeña flotaba charca abajo, a la deriva pero libre al fin. La niña agitó sus manos en señal de agradecimiento a sus salvadores.
Pero sucedió que la charca desembocaba en
un gran río que cruzaba varias ciudades. Fue así como
Pulgarcita hizo un largo viaje, cruzando remotos países mientras
navegaba sobre la hoja del nenúfar.
Un día un enorme saltamontes cogió a la diminuta Pulgarcita
con sus patas y, de un salto impresionante, se la llevó a
la copa de un árbol.
Pulgarcita se asustó y sintió mucha pena. Pero al
saltamontes no le importaban los sentimientos de su prisionera.
Llamó entonces a sus compañeros, quienes examinaron
a la pequeña de pies a cabeza. Las presumidas señoritas
saltamontes movían las antenas exclamando:
–¡Qué fea es!
–¡Tiene sólo dos piernas! ¡Pero si parece un ser humano!
Aunque en el fondo todos reconocían que
Pulgarcita era muy linda, la envidia los hacía negar su belleza.
Y tanta era la envidia que el viejo saltamontes, el jefe, decidió
llevarse a la pequeña para depositarla luego sobre una margarita.
¡Cómo lloraba la pobre Pulgarcita!
"¿Será verdad que soy tan fea?", pensaba la niña
muy triste.
Tras la primavera llegó el verano, y Pulgarcita, completamente sola, siguió perdida en el enorme bosque donde la habían abandonado. Sin embargo, todo iba bien: se alimentaba del néctar que destilaban las flores y bebía el rocío que cada mañana encontraba sobre las hojas.
Pero un día llovió. El crudo invierno había llegado, y con él, el frío y la nieve; el viento barrió las hojas de los árboles de todo el bosque. Éste quedó sombrío y lleno de extraños ecos. Pulgarcita temblaba cada vez más de frío y estaba débil porque ahora no podía encontrar qué comer...
Pronto comenzó a nevar. Pulgarcita corrió a refugiarse bajo una hoja, pero no logró entrar en calor. Desanimada y sintiéndose medio muerta, comenzó a caminar en busca de refugio. En el camino encontró una cueva.
Sin atreverse a entrar, se quedó inmóvil, como una
pobre mendiga en espera de ayuda. Al rato, se asomó un ratón
silvestre, el que al ver a la hermosa y pequeña niña
exclamó:
–¡Pobrecita! Entra en mi casa; podrás reanimarte y comer
algo.
Apenas Pulgarcita entró en la cueva del generoso ratón, se sintió mejor. Allí estaba tibio y había una enorme despensa. "Este ratón sí que tiene buenos sentimientos", pensó la pequeña.
–Para quedarte –le dijo el ratón– sólo debes barrer la casa y contarme de vez en cuando algún cuento, pues me gustan muchísimo.
Pulgarcita aceptó, feliz de poder quedarse
en aquel calefaccionado lugar.
Una tarde llegó a visitar al ratón su amigo el topo.
La pequeña no demostró gran interés hacia el
nuevo personaje, a pesar de que el ratón le aconsejó
que lo tratara en buena forma porque era muy rico y talentoso, aunque
era una lástima que no le gustara el sol.
Cuando estaban conversando, el topo y el ratón le pidieron
a Pulgarcita que cantara algo para amenizar la tertulia. Apenas
el invitado escuchó la dulce voz de la niña, quedó
impresionado y pensó:
"¡Qué agradable compañía! Si pudiera llevármela
a mi casa..." Pero nada dijo, ya que don Topo era muy prudente.
Cierto día, mediado el invierno, el topo
advirtió a sus dos amigos que no se asustasen si encontraban
en uno de los pasillos de la cueva un pajarito muerto.
Cuando Pulgarcita pasó junto al pájaro, advirtió
con pena que era una golondrina que había muerto quizá
de frío. La niña se puso muy triste, pero don Topo
la apartó con indiferencia con sus patas de garfio:
–Es una verdadera desgracia haber nacido pájaro. Éste
ya no volverá a volar. Así pasa con ellos: llega el
invierno y se mueren de hambre o de frío.
El ratón opinó lo mismo y junto con el topo se alejaron de la pobre avecita. Apenas se fueron, Pulgarcita, apartando las plumas que ocultaban a medias la cabeza de la golondrina, le dio un beso en los ojos cerrados. Luego la abrigó bien con una manta que encontró en la despensa del ratón.
No quiso abandonar el lugar sin despedirse nuevamente de la avecita, para lo cual apoyó la cabeza de ésta en su pecho. Entonces le sorprendió advertir que su corazón latía débilmente. ¿Qué estaba ocurriendo? Pues que la golondrina no estaba muerta, sino solamente aterida de frío; con el calor se había ido reanimando poco a poco.
De pronto, la pequeñita tuvo mucho miedo al verse tan diminuta junto a un pájaro tan grande. Pero como tenía un corazón muy generoso, se llenó de valor y esperó que la golondrina se recobrara del todo.
Al día siguiente, la encontró completamente viva pero muy débil. Sólo pudo abrir los ojos un instante para mirar a su salvadora.
–Gracias, Pulgarcita –dijo la golondrina con voz apenas perceptible–. Gracias por lo que has hecho por mí. Creo que muy pronto podré volver a volar.
Así, en el transcurso de aquel invierno,
Pulgarcita cuidó con todo su cariño al pajarito. No
quiso decirle ni una palabra sobre ello al ratón y al topo,
que no sentían mucha simpatía por la golondrina.
Al llegar la primavera, la avecita se preparó para emprender
el vuelo.
–¡Oh, Pulgarcita! ¿Por qué no te vienes conmigo? –rogó a la hora de la despedida.
Pulgarcita dudó un instante, pero luego dijo que no. Consideraba una ingratitud para con el ratón abandonar su casa sin decirle nada.
–¡Adiós, entonces, preciosa y buena Pulgarcita! –exclamó la golondrina.
Y batiendo sus alas, se perdió en la lejanía
del cielo. Pulgarcita la siguió con la mirada y luego se
puso a llorar. Le había tomado mucho cariño a la bella
golondrina.
A mediados del verano, el ratón le dijo a la pequeña:
–Voy a darte una gran noticia, Pulgarcita. ¿Sabes quién
ha pedido tu mano? Pues nada menos que mi amigo el topo. Magnífico
para ti. Él admira tus cualidades: eres buena, laboriosa
y limpia.
Pulgarcita se entristeció. No sentía
ningún cariño por aquel topo con aires de gran señor.
Sin embargo, don Topo se hizo el desentendido y visitaba cada noche
a la pequeña para hablarle de sus planes de matrimonio.
¡Pobre Pulgarcita! ¡Cómo echaba de menos a su querida golondrina!
Era tan buena, agradecida y gentil. "¡Si yo pudiera volar hacia
el cielo azul, rumbo al sol!", pensó melancólica.
Deseaba que su amiguita volviera para irse con ella, pero sabía
que eso era casi imposible.
Una noche, el ratón le anunció que el próximo
mes se celebraría su boda con don Topo. Entonces, Pulgarcita,
que ya no podía más, se echó a llorar desconsoladamente
y confesó que ella no quería a ningún topo.
–¡Bah! –exclamó el ratón–. ¡Absurdos caprichos de niña mimada y estúpida! Mal lo pasarás conmigo si no te casas con mi amigo. Además, ¿dónde encontrarías a un novio tan distinguido como él?
Y llegó, fatalmente, el día de la
boda. El topo apareció más radiante que nunca, dispuesto
a llevarse a Pulgarcita a su casa. La pequeña estaba desesperada,
sin saber qué hacer.
Minutos antes que la pareja se fuera a vivir para siempre bajo tierra,
como era costumbre en la gran familia de los topos, Pulgarcita quiso
ver por última vez el sol y el cielo. Salió sin decir
nada al campo, abrazó el tallo de una amapola y exclamó
llorando de pena:
–¡Adiós, adiós!... Si algún día
ves a la golondrina, dile que la quiero y que nunca la olvidaré.
Y agregó:
–Adiós, lindo sol, ¡cuánto te echaré de
menos!
En aquel momento, cuando Pulgarcita se disponía
a entrar a la cueva del topo, oyó un gorjeo sobre su cabeza:
–¡Quit-vit, quit-vit, re-quitvit!...
Miró hacia arriba y vio a la golondrina sobrevolando a escasa altura.
–¿Por qué estás tan triste,
pequeña? –preguntó el ave.
La
niña le contó sollozando
su terrible historia.
La golondrina descendió y se posó en el suelo, junto
a la pequeña.
–El invierno está muy cerca, Pulgarcita
–dijo el ave–, y yo debo partir a países más
cálidos. ¡Vamos, ven conmigo! Súbete a mi espalda
y sujétate a ella con mi cinturón. Te llevaré
a hermosos países, donde la primavera es eterna y las flores
sonríen al sol todos los días. Tú me salvaste
la vida; yo te llevaré lejos del topo.
–Si, querida golondrina, ¡me iré contigo! -respondió
la niña.
Y montándose sobre la espalda de la golondrina,
emprendió vuelo con ella a través de países,
ríos, mares, altas montañas y bellos lagos y bosques.
El paisaje se fue haciendo cada vez más hermoso, hasta que
al fin llegaron al término del viaje. Allí, a orillas
de un transparente lago, y rodeado de un bosque, se levantaba un
palacio de deslumbrante mármol blanco. Sobre el techo, las
golondrinas habían construido sus nidos.
–Ésta es mi casa, querida Pulgarcita –le dijo el ave mostrándole su nido–; pero si prefieres vivir sobre el cáliz de una de las rosas del jardín, podrás quedarte allí para siempre y serás feliz como siempre lo quisiste.
–¡Oh, claro que lo prefiero! –exclamó Pulgarcita radiante.
La golondrina dejó entonces a su amiguita
en el cáliz de la más hermosa flor. Y una vez que
Pulgarcita se hubo instalado en ella, tuvo una enorme sorpresa:
dentro de la flor había un ser tan delicado como ella, un
joven blanco y rubio, de piel transparente y alas luminosas en su
espalda, que lucía una corona de oro sobre la cabeza. Era
el ángel de la flor y el rey de los seres diminutos como
él.
Al ver a tan hermosa doncella, el rey se sintió tan impresionado
que le puso su propia corona sobre la frente y le preguntó
si quería ser la reina de las flores. Pulgarcita dijo de
inmediato que sí. Entonces salieron de todas las flores las
hermosas damas y caballeros pertenecientes al reino de los seres
pequeñitos.
Pulgarcta se casó con el rey de las flores y hubo maravillosos
festejos en el jardín. Desde su nido, la golondrina les dedicó
el más dulce repertorio de sus canciones, aunque en el fondo
de su corazón sentía tristeza de tener que separarse
de su diminuta amiga, que ya no se llamaba Pulgarcita. Al rey no
le gustaba ese nombre y se lo había cambiado por Maya.
Y Maya, en su nuevo hogar, fue muy feliz.
Una mañana, la golondrina cantó:
–¡Adiós! ¡Adiós! ¡Hasta pronto!
Y dejando las cálidas tierras, se fue a Dinamarca. Allí tenía su nido sobre la ventana de un hombre que sabe contar cuentos de hadas, a quien le contó la historia de Pulgarcita.
¡Qui-vit, qui-vit, re-quivit! Por eso esta historia ha llegado hasta nosotros.