La serpiente blanca |
(Jakob y Wilhelm Grimm)
Hace mucho, muchísimo tiempo, gobernaba en un hermoso país un rey cuya sabiduría era famosa. Nada le era desconocido. Parecía que la luz le trasmitía las cosas más ocultas y misteriosas.
Este rey, sin embargo, tenía una extraña costumbre: todos los días, a mediodía, cuando acababa su regio almuerzo y la mesa quedaba limpia, despedía a todos los comensales y aparecía un criado de confianza con una sopera de porcelana herméticamente tapada, la que dejaba en la mesa y se retiraba. Ni el criado ni nadie conocía el contenido de la misteriosa sopera, de la cual el rey comía cuándo nadie estaba presente.
"¿Qué será lo que come el rey?", se preguntaba el criado al recoger la sopera.
Un día no pudo vencer la curiosidad y se la llevó a su habitación. Cerró con cuidado la puerta y, temblando, la destapó.
No podía creer lo que veía: una serpiente blanca se enroscaba dentro, esparciendo un apetitoso olor. El deseo de probarla se le hizo irresistible; cortó un pedacito y se la llevó a la boca. Pero apenas lo rozó con la lengua, empezó a oír que desde la ventana venía un extraño murmullo de voces nunca escuchadas antes. Se acercó a la ventana, oyó y se dio cuenta de que unos graciosos gorriones se estaban contando miles de cosas que habían visto en el bosque y en los prados.
El criado se percató entonces del misterioso poder que le había otorgado la serpiente blanca que acababa de probar. Podía entender el lenguaje de los pájaros.
Aquel mismo día se había extraviado el anillo más precioso de la reina y empezaron a sospechar que el fiel criado lo había robado. De nada le sirvió a éste jurar que era inocente. El rey le hizo comparecer ante él y después de amenazarle con insultos le dijo:
–Si mañana no me das el nombre del culpable, quiere decir que eres tú y serás ejecutado. Además, estás despedido desde ahora mismo.
En medio de su miedo y angustia, el criado salió al jardín a reflexionar cómo encontrar una solución. Sentado junto a un estanque donde se bañaban y descansaban unos patos, se dio cuenta de que, mientras se aseaban, mantenían una conversación confidencial.
El criado escuchó dónde habían estado esa mañana y la rica comida que habían encontrado. Luego uno de ellos dijo con disgusto:
–Tengo pesado el estómago. Con el apuro me tragué un anillo que había caído desde la ventana de la reina.
Al oír esto, el criado lo tomó por el cuello y corrió con él a la cocina.
–Mira qué gordo está este pato –le dijo al cocinero–. ¡Mátalo!
–Si, tienes razón –repuso el cocinero sopesándolo con la mano–. Ya está bien cebado y no debemos esperar más. Haremos con él un buen asado.
Le cortó el cuello y, al abrirlo, encontró en su estómago el anillo de la reina. Tras la sorpresa, se lo dio inmediatamente al criado para que se lo llevara a la soberana.
El criado pudo así demostrar su inocencia ante el rey, quien reconoció su injusticia y quiso repararla.
–Elige una gracia; la que tú quieras –le dijo al fiel criado–. Yo te daré el puesto de mayor honor en mi corte.
El criado rechazó todas las ofertas y sólo pidió que le proporcionaran un caballo y el dinero que merecía por sus servicios.
–Quiero recorrer el mundo y ver libremente todo lo que haya en él.
El rey hizo que se cumpliera su deseo. El hombre se puso en camino, feliz por gozar de la libertad y de todo lo hermoso que encontraba a su paso.
Un día pasó cerca de una laguna de aguas transparentes, en cuyo fondo vio a tres peces que habían caído en una trampa y se debatían inútilmente para librarse de ella. Aunque dicen que los peces son mudos, él pudo escuchar sus lamentos:
–¡Qué desgracia! –decía uno– ¡Tener que morir ahora que apenas somos unos jóvenes pescaditos!
–Y de esta forma tan miserable –decía.
El tercero lloraba en silencio.
El corazón bondadoso del hombre se conmovió. Bajó de su caballo, se arrojó al agua, abrió la trampa y dejó en libertad a los peces, que salieron coleteando de alegría. Cuando se disponía a montar en su caballo y partir, vio que los tres peces asomaron la cabeza por encima del agua y le dijeron:
–Algún día te agradeceremos y recompensaremos el habernos salvado la vida.
El hombre continuó su camino cabalgando feliz. Al poco rato le pareció oír una vocecita a sus pies. Puso el oído atento y escuchó cómo una hormiga reina se lamentaba:
–¡Si los hombres con sus pesados animales se alejasen de nosotras, no padeceríamos tanto! ¡Este estúpido caballo está aplastando con sus herraduras a mis hijitas!
–¡Perdón, no me había dado cuenta! –dijo muy apenado el ex servidor real, y se apartó con su caballo por un camino lateral.
La reina de las hormigas le dijo:
–¡Gracias! Algún día te recompensaremos por tu bondad.
Cabalgando llegó más tarde al bosque y, por aquel don que le dio la serpiente blanca, escuchó a unos cuervos. Éstos se hallaban en su nido y estaban arrojando fuera a sus hijitos, gritándoles con graznidos desagradables:
–¡Fuera de aquí, comilones, flojos! –gritaban el padre y la madre–. Ya son grandes y pueden buscar el alimento por sí mismos.
Los pobres cuervitos habían caído al suelo y aleteaban sin poder volar.
–¿Cómo podremos comer –gritaban– si todavía no sabemos volar? ¡Tendremos que morirnos de hambre!
De nuevo el bondadoso corazón del hombre se conmovió. Bajó de su caballo y, aunque lo apreciaba mucho, lo mató con su daga para dejarlo de alimento a los pobres cuervos. Éstos se acercaron a brincos y comieron hasta hartarse. Luego le dijeron:
–Algún día te recompensaremos por tu bondad.
Ahora sólo le quedaban al buen hombre sus piernas para caminar. Andando, andando, llegó a una gran ciudad. En sus calles había gran multitud y bullicio. La causa era que un hombre a caballo pasaba anunciando que la hija del rey buscaba esposo; pero que quien quisiera que le concedieran su mano tendría que realizar antes una difícil prueba, y si no podía realizarla sería ejecutado. Detrás de él iba la princesa en su carroza tirada por cuatro blancos caballos, mostrando ser muy hermosa y amable.
Cuando nuestro joven vio a la princesa quedó tan deslumbrado por su belleza que se enamoró de ella y olvidó todos los peligros. Presentándose ante el rey se anunció como pretendiente.
Los hombres del rey le condujeron a la orilla del mar y allí, ante sus ojos, arrojaron a las olas un anillo de oro. Entonces el rey le dijo:
–Arrójate al mar y saca del fondo ese anillo. -Y añadió–: Cada vez que salgas a la superficie sin el anillo te lanzaremos de nuevo al agua, hasta que perezcas bajo las olas.
Todo el mundo se compadeció del amable joven y lo dejaron solo junto al mar. El ex criado pensaba en qué podría hacer, cuando de repente vio a tres peces que se acercaban nadando. El que venía en medio llevaba una concha en la boca, la que depositó en la playa a los pies del joven diciéndole:
–Somos los peces que liberaste salvándonos la vida. Ahora te recompensamos –y sin más se internaron en el mar, nadando alegremente.
El joven abrió la concha y en su interior encontró el anillo de oro que resplandecía hermoso.
Lleno de gozo, corrió a llevárselo al rey, esperando que éste cumpliría su compromiso. Pero la princesa era orgullosa y al enterarse de que el joven no era un príncipe sino que sólo un honrado trabajador, exigió que cumpliera antes una nueva tarea. Para ello salió al jardín real y ordenó que los sirvientes esparcieran diez grandes sacos de alpiste en el pasto.
–Para mañana, antes de que salga el sol, debes haber recogido todos los granos, sin que falte ni uno solo.
Nuevamente nuestro joven se sentó en el jardín a pensar cómo podría resolver semejante problema. No se le ocurría nada. Siguió sentado, meditando con tristeza que, aunque él lo consideraba injusto, sólo le esperaba el cadalso al llegar el amanecer. Pero cuando apareció en el jardín el primer rayo de sol, vio con asombro que los diez sacos de alpiste estaban repletos, uno junto a otro, sin que faltara un solo grano.
¿Qué había pasado? La reina de las hormigas había llegado al jardín en la noche con miles y miles de agradecidas hormiguitas, las que habían recogido el alpiste y lo habían metido en los sacos, trabajando incansables durante toda la noche por quien salvó de la muerte a muchas de ellas.
La princesa vio admirada que el joven había cumplido la descomunal tarea que le exigió, pero no pudo ablandar su orgulloso corazón.
–Aunque hayas cumplido las dos tareas –le dijo– no serás mi esposo mientras no traigas una manzana del árbol de la vida.
El enamorado joven no sabía dónde se hallaba el árbol de la vida, pero emprendió la marcha dispuesto a caminar hasta que sus piernas no le soportasen más.
Cuando ya había recorrido tres reinos, llegó a un bosque. Rendido de cansancio, se tendió bajo un árbol a dormir. Entonces percibió un crujido en las ramas y una manzana, que brillaba como el oró, cayó en sus manos. Al mismo tiempo, tres cuervos volaron hacia él graznando alegres y se posaron en sus rodillas.
–¿Te acuerdas de nosotros? –le preguntaron-. Somos los cuervos que arrojaron del nido cuando aún no sabíamos volar. Tú nos salvaste la vida. Ahora somos grandes, supimos que buscabas la manzana de la vida y hemos volado hasta el fin del mundo, donde está el árbol que la produce, para traértela.
Lleno de alegría, el joven emprendió el regreso. Apenas llegó, entregó a la hermosa princesa la manzana de la vida, que resplandecía como el oro. Ésta miró ahora con admiración y amor al joven sencillo y valiente que había arriesgado todo por ella.
Cuentan que las bodas se celebraron con esplendor y que los jóvenes príncipes fueron muy felices junto a sus hijos durante muchos años.