(Jakob y Wilhelm Grimm)
La danza caprichosa de los copos y el paisaje nevado
de aquel día invernal llamaron la atención de una reina que bordaba
junto a la ventana de ébano de su alcoba real. Estaba tan fascinada
con el blanco espectáculo que, sin darse cuenta, se pinchó en un dedo
con la aguja. Tres gotas de roja sangre cayeron sobre la nieve. Al ver
el bello contraste del rojo de la sangre con el blanco de la nieve,
la reina pensó: "Si yo tuviera un niño tan blanco como la nieve,
tan rojo como la sangre y con los cabellos tan negros como la madera
de este marco..."
El deseo de la reina se cumplió. Al poco tiempo esperaba un hijo.
Cuando llegó la hora del nacimiento, abrió los ojitos a la luz
una niña tan sonrosada como la sangre, tan blanca como la nieve
y con los cabellos tan negros como el ébano, por lo que le pusieron
el nombre de Blancanieves. La reina murió al dar a luz.
El
rey lloró a su esposa querida y la pequeña Blancanieves fue su consuelo.
Sin embargo, ésta necesitaba una mamá y, pensando en la niña, el rey
se casó nuevamente.
La segunda esposa del rey era una mujer muy hermosa pero arrogante y
presumida. No podía soportar que otra mujer la superara en belleza.
Tenía un espejo mágico con el que hablaba y cuando se miraba en él decía:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino,
dime, ¿quién es?
El espejo le respondía:
–Reina, de todas las mujeres, eres la más hermosa del reino.
Ella quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía la verdad.
Blancanieves, en tanto, iba creciendo y se hacía cada vez más bella.
Cuando cumplió los diecisiete años era ya tan hermosa como la luz del
día; más que la misma reina. Así, un día, cuando ésta le preguntó a
su espejo:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino,
dime, ¿quién es?...
El espejo no respondió lo de siempre:
–¡Oh, reina, que sin duda la más hermosa eras!, ahora Blancanieves
mil veces te supera.
La vanidosa reina se asustó al escuchar esta verdad. Se enfermó de envidia
y cada vez que veía a Blancanieves, una oleada de odio le subía desde
el corazón a la cara, que se le ponía negra.
La envidia y el odio fueron apoderándose de su corazón como la mala
hierba, hasta tal punto que no tenía ni un minuto de descanso. Ni de
día, porque Blancanieves jugaba alegrando el palacio; ni de noche, porque
la imagen luminosa de la niña no se podía apartar de su mente. Cuando
ya no pudo disimular sus sentimientos, mandó llamar a un cazador y le
dijo:
–Toma a la niña y llévala contigo al bosque. No quiero volver a
verla. Cuando llegues a lo más profundo del bosque, la matarás y me
traerás como prueba sus pulmones y su corazón.
El cazador cumplió la orden de la reina. Tomó a la niña de la mano y
le dijo amablemente:
–¿Vamos a pasear al bosque, querida niña?
–Sí, me gustan los pájaros del bosque. ¡Vamos! –contestó Blancanieves,
feliz por aquel paseo.
La hermosa niña iba saltando como una gacela, alegre como los pájaros.
De repente el cazador la sujetó fuertemente, sacó el cuchillo de monte
y se disponía a traspasar el inocente pecho de Blancanieves, cuando
miró sus ojos interrogantes y bellos. Éstos, percibiendo lo que iba
a pasar, se habían llenado de lágrimas. Y una vocecita temblorosa por
el miedo suplicó:
–¡No me mates! Déjame vivir; yo me quedaré en el bosque y no regresaré
nunca junto a mi madrastra.
Era tan preciosa, tan inocente y desvalida aquella niña, que el cazador
se llenó de compasión.
–Vete rápido, querida niña –le replicó–. Vete y que Dios
te proteja.
"Las fieras darán cuenta de ella muy pronto", pensó. Al mismo
tiempo sintió que se le quitaba un gran peso de encima al no tener que
matarla.
La pobre niña empezó a caminar sola por el bosque huyendo del cazador.
Mientras éste esperaba que desapareciera, acertó a ver un cachorro de
jabalí que se acercaba adonde él estaba. Le fue fácil atraparlo. Lo
mató con su cuchillo, le sacó los pulmones y el corazón y corrió a llevarlos
a la reina como prueba.
El cocinero tuvo que cocerlos con sal y servirlos a la pérfida mujer,
que se los comió creyendo que eran los pulmones y el corazón de Blancanieves,
su inocente y odiada rival.
Mientras tanto, la niña sintió su desamparo en el inmenso bosque. Tenía
tanto miedo que se quedó paralizada mirando las hojas de los árboles
sin saber qué hacer. Luego reaccionó y empezó a correr sobre las puntiagudas
piedras y las espinas que herían sus delicados pies. Las fieras pasaban
a su lado sin hacerle daño y ella las miraba sin susto. Parecía que
las fieras y la niña se entendían y respetaban. A veces un rugido se
convertía en amistoso gruñido ante la frágil figura de Blancanieves.
Caminó y caminó mientras las piernas la sostuvieron. Empezaba a oscurecer.
Al fin, rendida, se durmió sobre el follaje pero no pudo dormir tranquila,
cada ruido y sombra del bosque aumentaban su miedo.
Así y todo, por fin llegó la mañana y se dio cuenta de que muchos y
simpáticos animalitos la miraban con alegría. Unos pajarillos y un pequeño
cervatillo le dijeron que cerca había una pequeña casa en la cual podría
descansar. Blancanieves buscó el lugar señalado y, en efecto, a lo lejos
divisó una pequeña casita y se dirigió a ella reuniendo sus últimas
fuerzas.
La puerta estaba abierta y entró. En la casita todo era diminuto, pero
tan bonito y limpio que la niña empezó a mirarlo fascinada. Había una
mesita cubierta con un mantelito blanco. Sobre ella había siete platitos
servidos; cada uno con su cucharita, siete cuchillitos, siete tenedorcitos
y siete vasitos con vino.
En otra pieza, y alineadas junto a la pared, se encontraban siete camitas,
con sábanas blanquísimas y blandos cubrecamas. Todo estaba dispuesto
y en orden, como para recibir a siete personas chiquitas.
Blancanieves tenía hambre y estaba muy cansada. Comió de cada platito
un poco de verdura y pan, porque no quería quitarle la comida a ninguno;
bebió de cada vasito un sorbo de vino y, como tenía mucho sueño, fue
probando a tenderse en las camitas, pero ninguna parecía ser de su medida.
Al fin, decidió tenderse a lo ancho de cuatro camitas y, luego de rezar
una oración, se durmió.
Cuando se hizo de noche llegaron los dueños de la casita: eran siete
enanitos que venían cansados de su trabajo. Ellos cavaban y horadaban
los cerros buscando oro y plata. Encendieron sus sietes lamparitas y
al quedar iluminada la casita se dieron cuenta de que alguien había
estado allí, pues nada se encontraba tal y como lo habían dejado en
la mañana.
–¿Quién se ha sentado en mi silla? –dijo el primero.
–¿Quién ha comido en mi plato? –preguntó el segundo.
–¿Quién ha cortado un pedazo de mi pan? –dijo el tercero.
–¿Quién comió de mi ensalada? –preguntó asombrado el cuarto.
–¿Quién ha usado mi tenedor? –dijo el quinto.
–¿Quién ha cortado con mi cuchillo? –preguntó receloso el
sexto.
–¿Quién ha bebido de mi vaso? –dijo pensativo el séptimo.
El primero miró a su alrededor y luego se dirigió al dormitorio. Al
examinar las camas descubrió a Blancanieves dormida.
Maravillado llamó a los demás, que se acercaron corriendo y rodearon
admirados las camas. A la luz de sus lamparitas, casi no daban crédito
a sus ojos al ver a aquella niña tan bella.
–¡Oh Dios! ¡qué preciosidad de niña! –exclamaban, conteniendo
sus gritos de asombro para no despertarla.
Se acostaron muy callados, donde pudieron. Al clarear el día Blancanieves
se despertó y, al ver a los siete enanitos, se asustó. Pero ellos la
saludaron cariñosamente.
–¿Cómo te llamas? –le preguntaron.
–Blancanieves –respondió la niña.
–¿Cómo has llegado a nuestra casa? –le preguntó el primero.
Con su vocecita cantarina y suave, Blancanieves les contó cómo su madrastra
había ordenado que un cazador la matara; cómo el buen cazador le había
perdonado la vida dejándola sola en el bosque, y el miedo que había
pasado andando sin parar todo ese día y la noche hasta que, casi muerta
de cansancio, había encontrado este refugio.
Los enanitos escucharon a la niña y se compadecieron de su desgracia.
La miraron con cariño y le dijeron:
–Puedes quedarte con nosotros, si quieres. Te protegeremos y nada
te faltará, pero tendrás que ayudarnos cuidando de la casa, haciendo
la comida, arreglando nuestra ropa y poniendo todo en orden.
–Claro que sí –dijo Blancanieves agradecida-. Lo haré de todo
corazón.
Y así fue como Blancanieves se quedó a vivir con los
enanitos. Éstos la querían como si fuera una hermanita y la cuidaban
como se cuida un tesoro. Cada día, al regresar del trabajo, Blancanieves
los recibía en la puerta, alegre de verlos. La comida estaba ya servida,
la casa limpia y adornada con flores y todo colocado en su sitio. Los
buenos enanitos le advirtieron:
–Cuídate de tu madrastra. Pronto sabrá que te encuentras aquí.
No dejes entrar a nadie.
La reina, entretanto, creyendo que era nuevamente la más hermosa, corrió
a ponerse ante el espejo y le preguntó:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino,
dime, ¿quién es?
A lo que el espejo respondió:
–¡Oh, reina, que la más hermosa sin duda eras!, ahora Blancanieves,
allá entre los árboles del bosque, con los siete enanitos, en mil veces
te supera.
Entonces la reina se asustó porque sabía que el espejo sólo decía la
verdad. Comprendió que había sido engañada por el cazador y que la odiada
Blancanieves aún vivía.
La envidia se hizo dueña de su corazón y empezó a buscar de nuevo la
manera de matarla.
Al fin se le ocurrió disfrazarse de vendedora de frutas.
Se pintó la cara, se puso una peluca de vieja, se vistió con trajes
de mujer comerciante y quedó tan diferente que nadie podría reconocerla.
Con ese disfraz se internó en el bosque y caminó hasta que encontró
la blanca casita de los enanos. Llamó a la puerta.
–¡Buena mercancía vendo! –pregonó–, ¡vendo fruta!
Blancanieves se asomó a la ventana y la llamó:
–¡Buenos días, señora! ¿Qué es lo que vende?
–Buena mercancía, preciosa mercancía –respondió la mujer-.
Cintas de todos los colores y hermosas manzanas –y sacó una cinta
tejida con sedas de colores.
Blancanieves pensó: "A esta honrada mujer puedo dejarla entrar".
Abrió la puerta y le compró una bonita cinta para adornar sus cabellos.
–¡Oh niña, qué linda eres! –dijo la vieja-. Toma, quiero regalarte
esta hermosa manzana para que la disfrutes.
Sin sospechar nada, Blancanieves cogió la fruta y la mordió. Casi de
inmediato cayó al suelo, quedando como muerta, ya que la manzana contenía
un potente veneno puesto por la madrastra.
–¡De modo que fuiste la más hermosa! –gritó la madrastra,
y con una horrible carcajada salió corriendo de la casa.
Los enanitos tardaron poco en llegar y se asustaron al no ver a Blancanieves
en la puerta, como siempre. Pero fue peor su miedo cuando vieron a su
querida niña tendida en el suelo, como una muerta.
La levantaron con cuidado, le desabrocharon el cinturón, le peinaron
su hermosa cabellera negra, la lavaron con agua y vino, pero todos sus
esfuerzos fueron inútiles: su querida niña estaba muerta y bien muerta.
Entonces la pusieron en un féretro y se sentaron a su alrededor a llorar
durante tres días seguidos. Luego quisieron sepultarla, pero se veía
tan hermosa que parecía viva.
–Tiene las mejillas sonrosadas –dijo uno.
–Pareciera que duerme –dijo otro.
–No podemos sepultaría en la negra tierra –dijo con pena el
mayor de todos.
–Hagamos un sarcófago de cristal –dictaminó el más prudente.
Trabajando día y noche lograron hacer una preciosa urna de cristal transparente.
Ésta permitía ver de todos lados a la hermosa Blancanieves, que seguía
tan lozana que empezaron a pensar que estaría siempre como cuando la
encontraron dormida por primera vez.
En el exterior de la urna grabaron su nombre: BLANCANIEVES, y le añadieron
una corona de oro y piedras preciosas para que se supiera que era una
princesa. Finalmente la pusieron adentro, cerraron con cuidado la urna
y emprendieron el camino hacia la cumbre de un cerro. Allí se quedaría
uno de los enanos haciendo guardia por turno.
Las estrellas y la luna se reflejaban de noche en el cristal y los animales
se acercaban a la niña a llorar su muerte. El primero fue un búho, luego
un cuervo, después una paloma, y así todos los animales fueron llegando
a expresarle cariño, cada uno a su manera.
Pasó el tiempo y Blancanieves yacía en el sarcófago sin descomponerse.
Parecía una flor fresca y lozana, una hermosa princesa dormida dulcemente.
Blanca como la nieve, roja como la sangre y con una cabellera negra
como el ébano, que caía como acariciando su cuello hasta reposar sobre
sus hombros y la blanca túnica.
Un día paseaba un príncipe por el bosque y se perdió. Caminando sin
saber adónde iba, llegó hasta la casa de los enanos.
–¿Puedo pasar aquí la noche? –preguntó cuando le abrieron
la puerta–. Estoy perdido y no encuentro el camino de regreso adonde
me esperan mis criados.
–Pase, buen caballero. Compartiremos la cena y luego subiremos
a la montaña para ver a Blancanieves.
–¿Quién es Blancanieves? –preguntó el príncipe.
Le hicieron pasar, sirvieron la cena y le contaron la historia de la
querida niña, su niña; la alegría de aquella casita que había quedado
triste por la maldad de una reina envidiosa de su belleza.
–Ahora está en la montaña. Vamos a verla dijeron los enanos.
Cuando
el príncipe vio el sarcófago de cristal, leyó lo que estaba escrito
en letras de oro y contempló la hermosura de Blancanieves, se quedó
embelesado. Entonces dijo a los enanos:
–Déjenme el sarcófago. Yo les pagaré por él todo lo que me pidan.
Pero los enanitos, rodeándolo como para proteger su tesoro más querido,
respondieron:
–No lo daremos ni por todo el oro del mundo.
–Regálenmelo entonces –dijo el príncipe– pues no podré
vivir sin contemplar a Blancanieves. Quisiera honrarla y respetarla
como a mi ser más querido.
Al oírle hablar así, los buenos enanitos se compadecieron y le dieron
el sarcófago:
–¿Nos permitirá que vayamos a verla? –preguntó el mayor de
todos, conteniendo las lágrimas, pero al mismo tiempo lleno de alegría
al saberla mejor protegida que por ellos.
–Claro que sí. La podrán ver cuantas veces quieran.
El príncipe y los enanitos fueron a buscar a los lacayos para que llevaran
el sarcófago sobre sus hombros. La comitiva emprendió la marcha, bajando
lentamente de la montaña, acompañados de los animales del bosque, que
le daban su adiós cantando y algunos revoloteando para verla desde lo
alto.
De pronto tropezaron con un arbusto. Con la sacudida, Blancanieves vomitó
el trocito de manzana que había comido.
Al rato abrió los ojos, sintió el balanceo rítmico de los pasos de quienes
la llevaban, vio la tapa de cristal que la cubría y la levantó con las
dos manos para poder respirar el aire fresco. Estaba viva nuevamente.
–¡Oh, Dios mío!, ¿dónde estoy? –gritó, incorporándose.
El asombrado príncipe, que iba a caballo escoltando la urna, exclamó
lleno de emoción y alegría:
–¡Estás conmigo!
La comitiva se detuvo, colocaron la preciosa urna en el suelo y Blancanieves
salió de ella tan hermosa como si nada le hubiera sucedido. Se sentaron
todos en el prado y cada uno contó lo que había pasado. La joven contó
cómo la había engañado la falsa vendedora de manzanas y todos celebraron
aquel tropezón de los lacayos que la revivió.
–Te quiero más que a nada en el mundo –le dijo el príncipe–.
Ven conmigo al palacio de mi padre y serás mi esposa, si es que estás
de acuerdo. A Blancanieves le pareció bien y a los enanos también. Éstos
regresaron a su casita del bosque y ella siguió al príncipe.
En el palacio se preparó la boda con gran pompa y lujo. Se invitó a
numerosas personalidades de otros reinos y también a la malvada madrastra
de Blancanieves. Ésta se puso un hermoso vestido y llena de vanidad
se colocó ante el espejo y preguntó:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino,
dime, ¿quién es?
Y el espejo respondió:
–¡Oh, reina, que la más hermosa sin duda eras!, ahora la joven
reina mil veces os supera.
La malvada reina lanzó un grito y sintió tanto miedo que no supo qué
hacer: "¿Iré a la boda?, ¿no iré?", se preguntaba. Pero al
fin pudo más su curiosidad: tenía que ver a esa joven reina.
Al llegar y reconocer a Blancanieves quedó petrificada de espanto; llegaba
la hora de su castigo. Desesperada, salió corriendo hasta perderse y
dicen que subiendo la montaña cayó a un precipicio y desapareció.
Blancanieves lloró de pena, pero no pudo evitar que se hiciera justicia.
Dicen que fue muy feliz y la reina más buena de la tierra.
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