Batalla de Tucapel |
Muerte de Valdivia.
No habiéndose salvado ninguno de los españoles que pelearon en la batalla de Tucapel, los contemporáneos la reconstituyeron guiándose, en parte, por su propia experiencia, en parte, por las relaciones deformadas de algunos indios y yanaconas que lograron huir y, en parte, por la experiencia de lo que ocurrió después en Marigüeñu y en otras batallas.
La carta que Alonso Coronas le escribiera del fuerte de Purén, sumándose a lo que había ocurrido en los alrededores de Concepción, determinó a Valdivia a salir personalmente a escarmentar a los indios y a restablecer el fuerte de Tucapel, a pesar de que se sentía decaído y hablaba con frecuencia de arreglar sus asuntos, en vista de un fin más o menos próximo. Esta determinación sugiere la idea de que aún no se daba cuenta de la naturaleza del levantamiento. Gabriel de Villagra, que la presentía, despachó propio hacia el oriente de los Andes a Pedro de Villagra. Por desgracia para Valdivia, no iba a regresar a tiempo este capitán, que fue el de mayores aptitudes militares entre los conquistadores, hasta el advenimiento de Lorenzo Bernal del Mercado.
Pedro de Valdivia
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El gobernador no pudo reunir en Concepción más de 42 hombres. Con estas fuerzas avanzó hasta Quilacoya, donde se detuvo algunos días pacificando este asiento de minas. En él recibió la noticia del triunfo de Juan Gómez de Almagro en Purén, y desde él le contestó dándole cita en Tucapel para el 25 de diciembre.
El día 18 o 19 de diciembre emprendió la marcha hacia el fuerte de Arauco, dejando en Quilacoya algunos de los soldados que le acompañaban. Pero tomó otros en Arauco. La estimación del número de indios auxiliares tropieza con la falta de datos. La cifra de dos mil, señalada por algunos cronistas, no es inverosímil, aunque no descansa en base alguna. Tampoco sabemos nada sobre cómo se condujeron estos auxiliares en el combate.
El 23 dejó Valdivia el fuerte de Arauco en la costa de la actual provincia de este nombre, para llegar el 25 al de Tucapel, ubicado en la vertiente occidental de la cordillera de la costa. Pernoctó a orillas del río Lebu. Desde allí destacó en la mañana siguiente, como avanzada, a Luis, de Bobadilla con cuatro soldados, de los cuales no volvió a tener noticias. Parece que se adelantaron imprudentemente y los indios los sorprendieron y mataron a todos.
Continuó la marcha sin mayores novedades. Sin embargo, la presencia de grupos de mapuches que lo amagaban y después huían sin combatir, llamó su atención. El hecho de que Bobadilla no se reuniera al campamento al caer la noche, era un mal síntoma.
Agustinillo, yanacona muy adicto a Valdivia, le recordó los peligros en batallas anteriores. En efecto, en Quilacura Valdivia se había visto obligado a fugarse durante la noche, mandando sesenta españoles; en Andalién la batalla estuvo largo rato indecisa, a pesar del empuje de los doscientos españoles y del valor con que pelearon Michimalonco y sus numerosos escuadrones de indios amigos de los españoles en esta oportunidad. Pero el destino que le empujaba había borrado el recuerdo de estas jornadas con un solo brochazo: el reciente triunfo de Gómez de Almagro.
Siguió adelante en la mañana del 25 de diciembre de 1553, y pronto estuvo delante de las ruinas de Tucapel, que aún humeaban. Todo estaba desierto: no se divisaban enemigos; tampoco había llegado Juan Gómez de Almagro desde Purén.
El fuerte de Tucapel, sobre cuyas ruinas iba a librarse la batalla, estaba situado en una colina de la última estribación de la vertiente occidental de la cordillera de la costa, limitada por quebradas más o menos escabrosas y con bastante monte. A sus pies serpentea el río Lebu.
Valdivia llegó hasta la loma, y cuando se disponía a acampar en ella, se precipitaron contra él los mapuches, saliendo de los pajonales y de los bosques en medio de un chivateo y de un toque de cuernos ensordecedores. Venían formados en un escuadrón. Valdivia colocó los bagajes a retaguardia, dividió su gente, unos 37 españoles y, tal vez unos dos mil indios auxiliares, en tres porciones, e hizo cargar a la primera.
Hasta aquí la historia. Lo que sigue es una simple versión del relato que el indio Alonso hizo a Góngora Marmolejo.
Los españoles cargaron en fila cerrada, pero se estrellaron con fiera resistencia. Hirieron y mataron a muchos indios; mas ellos y sus caballos resultaron también heridos. Después de un largo y sangriento entrevero, los mapuches cedieron el campo y se precipitaron por las laderas hasta el fondo de las quebradas, donde apagaron la sed y descansaron.
Brilló por un instante para los españoles la imagen de la victoria. Fue sólo un relámpago: un nuevo escuadrón, tan ordenado como el vencido, le reemplazó. Valdivia hizo cargar a la segunda cuadrilla. La misma tenaz resistencia, el mismo empleo inteligente de las lanzas, de las mazas y de las macanas, la misma ausencia de flechas, el mismo entrevero, la misma carnicería, el mismo retiro al fondo de la quebrada, y, por último, el mismo reemplazo de los mapuches que se retiraban por un tercer escuadrón de refresco.
Cargó Valdivia personalmente con veintiséis españoles que pudo reunir, con tal ímpetu que precipitó a los indios ladera abajo. Nuevos escuadrones mapuches reemplazaron a los vencidos. Valdivia, exasperado, cargó nuevamente con todos los hombres hábiles en una sola masa, pero no logró romper las filas enemigas. Los soldados chorreaban de sudor y los caballos jadeaban de cansancio. Tres españoles quedaron en el campo.
Los trompetas tocaron retirada. Valdivia presintió que la nueva carga era inútil, que sólo iba a acrecentar la magnitud del desastre, pero la dio. Hombres y caballos estaban completamente agotados. Varios españoles mordieron el polvo en la misma carga; los sobrevivientes se reunieron al toque de corneta y se prepararon para una retirada en orden. Pero Lautaro lanzó sus reservas contra el grupo.
Después de una corta resistencia, empezó la carnicería y el sálvese quien pueda. Los mapuches, en vez de detenerse a pillar los bagajes, como había imaginado tal vez Valdivia, se lanzaron detrás de los fugitivos. Los caballos heridos y extenuados, no pudieron adelantar sobre los indios. Además, el camino de la retirada estaba cortado por obstáculos de toda naturaleza y guardado por grupos de indígenas. Los españoles que lograron huir heridos del campo de batalla y la casi totalidad de los yanaconas fueron sucumbiendo aisladamente o en grupos a golpes de macana y de lanza.
Valdivia, gracias al excelente caballo que montaba, y el clérigo Pozo, que tenía el suyo algo fresco, lograron adelantar solos hasta una ciénaga, donde se empantanaron. Los indios que la guardaban derribaron a Valdivia del caballo, lo despojaron de sus armas y de sus ropas, menos la celada que no pudieron abrir, y le arrastraron a un bebedero. Allí se la quitó Agustinillo. El padre Pozo hizo una cruz con dos pajas y exhortó al gobernador a bien morir, mientras los mapuches descuartizaban a Agustinillo. Llegó su turno a Valdivia y a Pozo. Un golpe de macana derribó al gobernador. Los indios, llevando su cabeza clavada en una pica, cantaron victoria. Su corazón, dividido en pequeños trozos, fue devorado por los caciques vencedores.
La noticia del desastre de Tucapel llegó rápidamente a La Imperial, Villarrica, Los Confines, Concepción y Valdivia, pero se ignoró por muchos días la suerte que había corrido el gobernador. Semanas más tarde, se confió a Gabriel de Villagra para averiguar la verdad de la muerte del gobernador.
Cuando desapareció la esperanza de que los mapuches lo tuvieran prisionero, empezó la fantasía a forjar leyendas más o menos espeluznantes sobre la forma de su muerte.
El indio Alonso refirió a Góngora Marmolejo, como testigo de vista, a pesar de haber huido del campo de batalla a pie, la versión que hemos referido, añadiendo que, antes de matarlo, los indios le cortaron los lagartos de los brazos desde el codo a la muñeca con una concha de almeja.
Alonso de Ercilla dice que un cacique lo mató de un mazazo, mientras se discutían las condiciones del rescate. El cabildo de Santiago informó a la audiencia de Lima que los indios torturaron a Valdivia durante tres días hasta que expiró. El jesuita Escobar, que todo lo veía a través de la codicia de los españoles por el oro, dice que le obligaron a beber oro derretido. No sigamos, son todas especulaciones.
Los cronistas han exagerado mucho el número de mapuches que combatieron en Tucapel. Si se tiene presente que nunca lograron reunir más de cinco mil guerreros en las batallas que libraron a García Hurtado de Mendoza, no es probable que en Tucapel hayan combatido más de diez mil, a pesar de tratarse de un levantamiento extenso y preparado desde largo tiempo, que se verificó antes de que el hambre y el tifus diezmaran al pueblo mapuche.
(Tomado de “Historia de Chile” de Francisco Antonio Encina)