Isabel Elton Bulnes |
Escritora chilena de textos de estudio de enseñanza básica.
Nació en Santiago el 8 de junio de 1949, fue una de diez hermanos que tuvo el matrimonio Carlos Elton con Carmen Bulnes. Fueron seis mujeres y cuatro hombres.
Realizó sus estudios en el Sagrado Corazón de donde egresó en 1966. Luego estudió Pedagogía en la Universidad Católica de Chile.
Ejerció su labor docente durante quince años, haciendo clases, primero en el Internado Nacional Femenino y luego en Colegio Los Andes, de Santiago.
En dichos establecimientos pudo realizar una fructífera labor, basada en una muy buena relación con sus alumnas, y dando especial importancia a la Gramática y la Ortografía.
Mientras cumplía su labor docente preparó y escribió dos textos de Castellano, para Quinto y Octavo Básico, editados por Arrayán.
Más tarde, cuando los programas de estudio fueron modificados, preparó el texto de Castellano para Sexto Básico.
Fue en este libro donde incluyó, junto con otras, la hermosa leyenda de “Añañuca”, de autor anónimo.
Actualmente, Isabel Elton Bulnes está casada con el abogado Gustavo Price y es madre de siete hijos, dedicándose exclusivamente a su hogar y sus hijos.
Respecto a la leyenda que incluyó en su texto de Castellano, Añañuca en quechua (pueblo indígena del norte de Chile) se utiliza para denominar a las plantas amarilidáceas (hippeastrum) con preciosas flores rojas-amarillas que se dan desde Vallenar a Llanquihue.
Leyenda de Añañuca
(Autor: anónimo)
Al que ha visto florecer un jardín, le falta conocer otra maravilla: ver florecer el desierto. El fenómeno se llama ¡desierto florido! , se produce ciertos años en que unas cuantas lluvias permiten la aparición de flores multicolores.
Pero ni eso exige la añañuca, pues sólo con el “riego” de una densa neblina, enciende aquí y allá sus luces rojas, como diciéndole ¡alto! al desierto que ya atropella.
Cuenta la tradición que esta flor nació “de la noche a la mañana”. Para volver a ese momento hay que retroceder al tiempo de la Conquista española y, más atrás aún, al tiempo de la dominación inca. Y hay que ir por valles y cerros del Norte, hasta encontrar ese poblado en que vivía una hermosa joven, la flor del lugar, Añañuca.
Admirada públicamente y envidiada o amada en secreto, ella correspondía entregando su amistad a todos, pero su amor a ninguno. Hasta que un día pasó por el poblado un joven cateador, buenmozo y alegre. Es decir, él pensaba pasar por allí, pero al conocer a la joven creyó encontrar lo que buscaba y se quedó. Ella también creyó que había llegado lo que esperaba, y le entregó su corazón de oro.
Y, como en los cuentos, “fueron muy felices”. Pero no por mucho tiempo. Porque un día el minero tuvo un sueño, dicen unos, o un dato, dicen otros, o encontró un nido de alicanto, digo yo, y partió tras ese derrotero.
Añañuca soñó primero verlo volver cargado de piedras de fina ley; después imaginó que volvía para llevársela a tierras lejanas; por último, lo creyó víctima de un rodado y deseaba sólo que hubiese quedado herido.
Pero no volvió rico ni pobre ni herido. “Se lo tragó la tierra”.
Añañuca no “vivió muchos años”, como suelen vivir los personajes de los cuentos. Se murió pronto de una enfermedad bien conocida por las “machis” indígenas, las “meicas” campesinas y los doctores de la gran ciudad.
El cielo se pobló de nubes a la hora de su muerte y llovía cuando la enterraron.
Al día siguiente, el sol volvió a ocupar su lugar en el cielo nortino. Y la tumba de la hermosa joven que murió de amor se cubrió de flores rojas.
La verdad es que todo el valle desteñido, los cerros pardos, se tiñeron de esta roja flor del Norte.
La llamaron Añañuca.