Jean le Rond D'Alembert |
Geómetra, matemático, filósofo y literato francés. Nació en París el 17 de noviembre de 1717. Hijo natural, fue abandonado en el pórtico de Saint Jean le Rond, cerca de Nôtre Dame, de donde fue recogido y entregado después a la mujer de un vidriero, que le sirvió de nodriza y con la cual vivió luego largo tiempo, considerándola como su propia madre, y más tarde cuando alcanzó fama como matemático, rechazó los intentos de aproximación de su madre legítima, prefiriendo ser conocido como el hijo de unos vidrieros.
Su padre natural, Destouches, Comisario de Artillería, le dejó una renta de 1.200 francos, con la cual pudo atender a su subsistencia y educación.
Estudió en el colegio de las Cuatro Naciones y más tarde en el de Mazarino. Cuando estudiaba Filosofía, escribió un comentario a la Epístola de San Pablo a los gentiles, y sus profesores, que eran jansenistas, lo instaron repetidas veces para que se consagrase al estudio de la Teología. Se negó a ello D’Alembert, dedicándose, después de terminada su carrera, al estudio de las Matemáticas, de la Filosofía y de la Literatura.
Retirado en casa de su nodriza y viviendo con excesiva modestia, logró D’Alembert hacerse un nombre respetable gracias a sus numerosos y bien pensados trabajos científicos y filosóficos. De su existencia regular y ordenada, toda ella entregada con completa devoción al estudio, da idea, en parte exacta, un retrato que corre entre la gente y que se atribuye al mismo D’Alembert.
“D’Alembert dice el retrato escrito por él mismo”, no tiene en su figura nada notable, ni en lo bueno, ni en lo malo... Le afecta mucho el ridículo y posee algún talento para ponerlo de relieve...
“Su conversación es muy desigual, a veces seria y en ocasiones alegre, pero nunca fastidiosa, ni pedante. Cuando se le ve, se observa que ha consagrado a estudios profundos la mayor y mejor parte de su vida. Tiene a veces una alegría infantil y el contraste de esta ligereza de estudiante con la reputación bien o mal fundada que ha adquirido en las ciencias, hace que su trato sea muy agradable, aunque él se preocupe poco o nada en agradar.
“Si se exceptúan las ciencias exactas, no existe casi nada que le parezca bastante claro, en que no quepa mucha libertad para las opiniones, y su máxima favorita es que casi sobre todo se puede decir todo lo que se quiera.
“Dedicado por completo al trabajo y al aislamiento hasta pasar de los 25 años, ha entrado en el mundo muy tarde y nunca ha podido plegarse a las exigencias de la moda y del lenguaje y aun se ha envanecido a veces de despreciarlas. No es, sin embargo, nunca descortés, porque no es ni grosero, ni duro; pero es a veces incivil por distracción o por ignorancia.
“Su amor a la independencia llega al fanatismo, hasta el punto que evita lo que le agrada, si prevé que podría originarle alguna coacción; todo lo cual ha hecho decir a uno de sus amigos que era esclavo de su libertad. La experiencia y el ejemplo le han enseñado que se debe desconfiar de los hombres en general, pero su extrema bondad lo impide desconfiar de nadie en particular.
“Sin familia y sin lazos de ninguna especie, abandonado a sí mismo, acostumbrado desde su infancia a un género de vida oscuro y estrecho, pero libre, nacido con algún talento y exento de pasiones; ha encontrado en el estudio y en su alegría natural un valladar contra el aislamiento en que estaba. Su principio se reduce a que un hombre culto que procura fundar su nombre en monumentos duraderos debe prestar mucha atención a lo que escribe y a lo hace y ninguna a lo que dice. D’Alembert arregla su conducta a este principio; dice muchas tonterías, pero no las escribe, ni las hace.”
Este retrato es en el fondo muy exacto, pues en D’Alembert son igualmente admirables la genialidad de su talento y la ingenua modestia de su vida. Cuan laboriosa fue esta, se comprende con la sencilla enumeración de sus múltiples y valiosos trabajos científicos.
Publicó una memoria sobre el cálculo integral (1739) y otra sobre la refracción de los cuerpos sólidos (1741) que le valió ingresar en la Academia de ciencias a los 24 años de edad. En 1743 dio a luz el Tratado de Dinámica, en el cual consideró las fuerzas en equilibrio como movimientos detenidos o impedidos y por consiguiente la Estática como un caso especial de la Dinámica.
Produjeron estas ideas una revolución fecunda en la Dinámica y pueden desde luego señalarse como presentimiento intuitivo, hijo del cálculo, que anticipa el principio hoy universalmente profesado del dinamismo general de las fuerzas.
En 1746 escribió una memoria sobre la causa general de los vientos, que mereció el premio de la Academia de Berlín; en 1749, indagaciones sobre la precisión de los equinoccios; en 1752, ensayo acerca de la resistencia de los fluidos, y en 1754, indagaciones acerca de diferentes puntos importantes del sistema del mundo.
Estas publicaciones, unidas a algunas otras menos conocidas, constituyen la base bien sentada de la reputación científica de D’Alembert, a quien censuraban, no obstante, sus enemigos, acusándole de pasar por geómetra entre los literatos y por escritor literario entre los Matemáticos. Pronto hubo de poner coto a tales censuras, asentando su fama de escritor por cima de toda enemiga que engendraron la envidia o cualquier otra mala pasión.
Asociado a Diderot para colaborar a la gran obra de la Enciclopedia del siglo pasado, siembra intelectual que dio por cosecha la gran Revolución del 89 en el orden social y político, escribió para ella el Discurso preliminar, revisó la parte referente a las ciencias matemáticas y compuso algunos artículos filosóficos.
El Discurso preliminar, grandioso peristilo del no menos gigantesco edificio de la Enciclopedia, pórtico aquél digno de éste templo, fue título suficiente para que D’Alembert ingresara en la Academia francesa. En él expone, en bosquejo, el desarrollo y progreso de las ciencias y en él se revela, según veremos, como filósofo escéptico en religión y metafísica, aunque de manera excesivamente correcta y prudente, sin que expresara espontánea y totalmente su pensamiento más que en su correspondencia con Voltaire, al cual profesó siempre una inquebrantable adhesión.
Era D’Alembert además literato y escribió Misceláneas de Filosofía y Literatura, un Ensayo acerca de las gentes de letras, censurando acremente a los literatos que se convertían en familiares y lacayos de los grandes, a quienes tomaban como Mecenas, y unos Elementos de filosofía.
Ingresó en la Academia francesa en 1754 y en 1772 fue nombrado secretario perpetuo, escribiendo entonces los Elogios históricos de los académicos que habían muerto desde 1700 a 1770. Cuando ya disfrutaba de una reputación universalmente reconocida y vivía con cierto relativo desahogo en un entresuelo del Louvre, donde reunía semanalmente a sus amigos, sintió un amor, frío en la expresión, pero intenso y profundo, en el mismo grado en que lo contenía (quizá por el temor de hacer tonterías) por Mlle Lepinasse. Parece que fue menospreciado este sentimiento, que al mérito de cierta pureza y aun tardía virginidad unía una fidelidad jamás desmentida y que nunca obtuvo correspondencia.
A la nostalgia que le causó la conducta equívoca de su preferida se refieren las siguientes líneas que tomamos del retrato que de sí mismo hizo D’Alembert:
“Las distracciones y la soledad le tuvieron alejado por mucho tiempo de la más tierna y mas dulce de las pasiones. Dormía este sentimiento en el fondo de su alma, pero el despertar ha sido terrible: el amor ha hecho desgraciado a D’Alembert y las penas que le ha causado le han obligado a coger tedio de la vida, de los hombres y aun del estudio. Después de haber gastado sus primeros años en la meditación y el trabajo, ha gustado, como el Sabio, la vacuidad de los conocimientos humanos; ha sentido que no podían satisfacer su corazón y ha exclamado con el Tasso: he perdido todo el tiempo que he pasado sin amar”.
Efecto de este tedio y de las persecuciones de que fue objeto la publicación de la Enciclopedia, dejó de colaborar en ella, falto quizá de aquel templo propio de Diderot , que agigantaba sus esfuerzos ante la lucha y que, como él mismo afirma, se levantaba todas las mañanas tan lleno de fe que pensaba que la noche había vuelto buenos a las malvados y tolerantes a los fanáticos. Retraído cada vez más D’Alembert, murió en octubre de 1783, víctima del mal de piedra. Hizo su elogio fúnebre su sincero admirador Condorcet...
Examinemos ahora el Discurso preliminar, obra que, aparte el conjunto de sus trabajos científicos, es la fundamental de d’Alembert y donde expone sus teorías filosóficas.
No es D’Alembert un filósofo de primera talla, de aquellos que causan época en la historia del pensamiento, determinando en ella o una síntesis de todo lo que la precedo o un nuevo horizonte en la indagación especulativa; pero su esfuerzo, sumado con el sentido general de la Enciclopedia del siglo anterior, es digno de especial mención, porque retrata fielmente el limo y sedimento intelectual de los espíritus en aquel tiempo. Desde luego se nota que imbuido del sentido escéptico que predominaba en su tiempo y en toda la filosofía enciclopedista, prendada del creciente desarrollo que ya se señalaba en las ciencias particulares y con desconfianza excesiva de la especulación ideal, preparaba silenciosamente factores y elementos que había de aprovechar más tarde el movimiento moderno del Positivismo.
D’Alembert es, aunque no lo diga expresamente, partidario de aquella perennis philosophia enaltecida por Leibniz, y decidido y resuelto hasta el entusiasmo por la filosofía del sentido común o del buen sentido, a que debiera su génesis en parte la filosofía escocesa. Cuida por tal razón con suma diligencia de ganar en claridad lo que pierde en profundidad y como peca de dogmático, sólo se preocupa de justificar sus afirmaciones con algunas consideraciones históricas, varias de ellas de todo punto contraproducentes, en especial cuando so refieren al génesis que señala al desenvolvimiento de las ciencias y artos, que constituyen la Enciclopedia.
El árbol enciclopédico de D’Alembert, copiado en gran parte de Bacon, tiene el inconveniente grandísimo de las divisiones y subdivisiones, que se multiplican indefinidamente y que constan de miembros que no son entre sí opuestos, porque no ha cuidado (en su desconfianza habitual de la indagación especulativa) de fijar el principio fundamental de su clasificación. Ganoso de un formalismo arquitectónico que no expresa nada característico de lo divisible, cae D’Alembert en absurdos como el de clasificar la elocuencia entre las ciencias naturales. Se propone d’Alembert en su Discurso preliminar establecer la genealogía de los conocimientos humanos en el orden, lógico y en su desenvolvimiento histórico:
“El primer paso dice, que tenemos que dar en esta indagación consiste en examinar la genealogía y filiación de nuestros conocimientos, las causas de su aparición y los caracteres que los distinguen; en una palabra, llegar al origen y a la generación de nuestras ideas. Se pueden dividir todos nuestros conocimientos en directos y reflexivos. Los directos son los que recibimos encontrando abiertas, si se puede hablar así, todas las puertas de nuestra alma y que entran en ella sin resistencia y sin esfuerzo. Los conocimientos reflexivos son los que el espíritu adquiere, obrando sobre los directos, uniéndolos y combinándolos.”
En primer lugar advirtamos que D’Alembert no distingue en este génesis que se propone buscar de nuestros conocimientos, si se trata del origen histórico o del racional de nuestra inteligencia, confusión que le lleva a veces a razonar desde el punto de vista histórico y en ocasiones teniendo en cuenta el origen racional. Otro tanto puede decirse del olvido en que deja D’Alembert los dos miembros de división del conocimiento, cual si fueran ramas desgajadas y no etapas o fases de nuestra actividad intelectual, y aunque parece inclinarse a este último y certero sentido cuando exactamente distingue la Lógica natural de la científica, apenas si hace mención de esta verdad fecunda, ni menos deduce de ella las consecuencias que le son inherentes.
Explícita es la declaración de D’Alembert en lo que se refiere al génesis (aunque no distingue si es antecedente, cronológico o racional, lo cual importa, pues en el primer caso puede justificadamente librarse del sensualismo) de nuestros conocimientos directos que se reducen para él «a los que recibimos por medio de nuestros sentidos, de donde se sigue que debemos todas nuestras ideas a las sensaciones.» Hubiera advertido D’Alembert que las sensaciones son antecedente cronológico de las ideas, pero no racional o explicativo de ellas, y habría conseguido librar su pensamiento de la acusación de sensualista.
Estos olvidos o descuidos proceden del desvío de la que D’Alembert
denomina
La obra especulativa de D’Alembert y de la Enciclopedia del siglo pasado siembra de gérmenes fecundos el pensamiento moderno, y la filosofía francesa, aun la tenida por más ortodoxa, de aquélla toma causa ocasional para determinar y fijar sus conclusiones: tan cierto es que nada se pierde y que todo fructifica en el mundo intelectual, sin exceptuar el error, que sirve de aviso y enseñanza para evitar reincidir en él. La edición más completa de las obras de D’Alembert es la de Berlín, París 1821-1822.