VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XIII

¿PODREMOS ESCAPARNOS?

Me reuní al anochecer con Consejo y Ned Land y les referí parte de mi conversación con el capitán Nemo. Cuando les anuncié que dentro de dos días estaríamos navegando en el Mediterráneo, Consejo batió palmas; pero el canadiense se encogió de hombros con un gesto casi insolente.

—¡Un túnel submarino! —exclamó—. ¡Una comunicación entre los dos mares! ¿Quién ha oído hablar jamás de semejante cosa?

—Amigo Ned —respondió Consejo—, ¡tú tampoco habías oído nunca hablar del "Nautilus"! Y sin embargo existe. No rehúses las cosas nuevas con el frívolo pretexto de que no habías oído jamás hablar de ellas.

—¡Allá veremos! —respondió Ned Land, meneando la cabeza—. Después de todo, no deseo otra cosa que convencerme de la existencia del pasaje, y ojalá que ese dichoso capitán nos lleve, en efecto, al Mediterráneo.

Aquella misma tarde, el "Nautilus", flotando en la superficie del mar; se aproximó a la costa árabe. Distinguí con bastante claridad el conjunto de las construcciones de la ciudad de Djeddah; los navíos amarrados a lo largo de los malecones y aquellos que, sacándolos del agua, quedaban varados en la playa. El sol, ya bastante bajo en el horizonte, iluminaba las casas de la villa haciendo resaltar su blancura.

Al llegar el crepúsculo, se sumergió en aquellas aguas ligeramente fosforescentes.

Al día siguiente, 10 de febrero, vimos aparecer numerosos navíos que llevaban un rumbo opuesto al nuestro. A causa de ello, el "Nautilus" reemprendió la navegación submarina. Sin embargo, casi a mediodía y estando en mar desierto, se elevó de nuevo hasta su línea de flotación.

Acompañado de Ned y de Consejo, fui a sentarme en la plataforma de cubierta. Al Este aparecía la costa como una masa apenas delineada a través de la bruma.

Ned Land, tendiendo su mano hacia un punto del mar, me dijo:

—¿Ve allí alguna cosa, señor profesor?

—No, Ned —le respondí—; pero ya sabes que no tengo tan buena vista como tú.

—Mire bien —replicó Ned—; allá, por la banda de estribor; casi a la altura del fanal. ¿No distingue una masa que parece moverse?

—Efectivamente —dije después de observar con atención—, diviso una especie de cuerpo largo y negro en la superficie de las aguas.

—¿Otro "Nautilus"? —dijo Consejo.

—No —respondió el canadiense—, o yo me engaño mucho, o aquello es un animal marino.

—¿Hay ballenas en el mar Rojo? —preguntó Consejo.

—Sí, amigo mío—respondí—, se encuentran algunas veces.

—Aquello no es una ballena —replicó Ned Land, que no perdía de vista el objeto señalado—. Las ballenas y yo somos antiguos conocidos, y no pueden engañarme tan fácilmente.

—Esperemos —dijo Consejo—, el "Nautilus" se dirige hacia ese lado, y antes de poco sabremos a qué atenernos.

En efecto, bien pronto aquel objeto negruzco se veía a una milla de nosotros. Parecía un gran escollo caído en alta mar; pero sin duda era un escollo que sabía nadar.

—¡Ah! ¡Se escapa! ¡Se sumerge! —exclamó Ned Land—. ¡Mil diablos! ¿Qué misterioso animal puede ser ése? No tiene la cola bifurcada como las ballenas y las aletas parecen miembros truncados de personas.

—Pero entonces... —dije.

—Bueno —replicó el canadiense—, ahí lo tenemos, echado sobre el dorso, y con las tetas al aire. ¡Vaya frescura!

—Es una sirena —exclamó Consejo—, una verdadera sirena, por más que le disguste a usted, señor.

—No —dije a Consejo—, no es una sirena, pero sí es un sirénido; un ser curioso, del que apenas quedan algunos ejemplares en el mar Rojo. Es un dugongo.

Ned Land miraba aquel animal, con ojos codiciosos, pareciendo dispuesta su mano a arrojarle su arpón y como si esperara el momento de echarse al mar para atacarle.

—¡Ah! —exclamó con voz trémula de emoción—, jamás he matado eso!

En aquel instante el capitán Nemo se presentó en la plataforma. Distinguió al dugongo, y comprendiendo la actitud del canadiense, le dirigió estas palabras:

—¿Si tuviera un arpón, señor Land, no le quemaría la mano?

—¡Usted lo ha dicho!

—¿Le agradaría volver a ejercer por un día su oficio de arponero y añadir ese animal a la lista de los que ha capturado?

—No me desagradaría.

—Pues bien, ¡haga la prueba!

—Gracias, señor —respondió Ned Land, cuyos ojos se inflamaron.

—Sólo —repuso el capitán— debo recomendarle que no yerre el golpe, y esto en interés de usted mismo.

—¿Pues qué, el dugongo es peligroso? —pregunté, viendo que el canadiense se encogía de hombros.

—Algunas veces sí —respondió el capitán—, porque el animal se revuelve y hace zozobrar las barcas de sus perseguidores; pero este peligro no es temible para el señor Land, que tiene buen ojo y seguridad en el brazo. Le recomiendo, pues, que no yerre al dugongo, porque se le tiene justamente por buen manjar, y ya sé que al señor Land le gustan las buenas carnes.

En ese momento, siete hombres de la tripulación subieron a la plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a los que empleaban los cazadores de ballenas. La canoa fue preparada y lanzada al mar; seis remeros tomaron puesto en sus bancos, mientras que el patrón se ponía al timón. Ned, Consejo y yo, nos sentamos a popa.

El bote, impulsado por sus seis remos, se dirigió rápidamente hacia el dugongo.

Cuando hubo llegado a unos cien metros del animal disminuyeron la fuerza los remeros, que siguieron bogando sin ruido en las aguas tranquilas. En tanto, Ned Land, con su arpón en la mano, fue a colocarse de pie en la proa. Ordinariamente, el arpón que sirve para herir a la ballena está atado a una cuerda muy larga, que se suelta con rapidez cuando el animal herido la arrastra tras sí; pero en este caso la cuerda sólo tenía unas diez brazas y su extremidad se hallaba clavaba a un barrilito que, flotando, debía indicar la marcha del dugongo bajo las aguas.

Esta bestia, a quien Ned Land se disponía a herir; tenía dimensiones colosales y medía lo menos siete metros de longitud. Estaba inmóvil y parecía dormir en la superficie.

La canoa se acercó prudentemente a cinco metros del animal. Yo me incorporé a medias. Ned Land, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, blandía su arpón con mano segura. De repente, se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con fuerza, no había herido sin duda más que el agua.

—¡Mil diablos! —gritó furioso el canadiense—. ¡Erré el golpe!

—No —dije—, el animal está herido; veo su sangre; pero el arpón no le ha quedado en el cuerpo.

Los marineros bogaron, y el patrón dirigió el bote hacia el barril flotante. Recogido el arpón, la canoa corrió persiguiendo al animal.

Éste subía de tiempo en tiempo a la superficie para respirar. La herida no lo había debilitado porque huía con extremada rapidez. La embarcación, impulsada por brazos vigorosos, volaba sobre su pista. Muchas veces estuvo sólo a algunas brazas, y el canadiense se disponía a herirle de nuevo, pero el dugongo se sumergía súbitamente, y era imposible alcanzarle.

Lo acosamos sin descanso durante una hora, y comenzaba a creer que sería muy dificil apoderarse de él, cuando el animal se vio acometido sin duda por una desgraciada idea de vengarse, que le costó muy cara; volvióse, pues, hacia la canoa, con clara intención de contraatacar.

Al llegar a unos siete metros de la canoa, el dugongo se detuvo, husmeó bruscamente el aire con sus anchas narices, colocadas en la parte superior del hocico, y tomando impulso se precipitó sobre nosotros.

La canoa no pudo evitar el choque. Se ladeó con gran violencia, embarcando una gran cantidad de agua, que hubo necesidad de achicar; pero, gracias a la habilidad del patrón, no alcanzamos a hundirnos.

Ned Land, agarrado a la roda, no dejaba de lancear con su arpón al gigantesco animal, el cual había incrustado los dientes al costado de la canoa y la sacaba fuera del agua, manejándola con la misma facilidad que pudiera hacerlo un león con un cabrito. Estábamos echados unos encima de otros, y quién sabe cómo hubiera terminado esta aventura si el canadiense, irritado y encarnizado contra el animal, no hubiese conseguido herirle en el corazón.

Oí el rechinar de sus dientes sobre el forro de acero, y el dugongo desapareció arrastrando consigo el arpón. Pero bien pronto volvió el barril a la superficie, y no tardó tampoco mucho en aparecer el cuerpo del animal vuelto de espaldas. Nos acercamos. Llevándole a remolque, nos dirigimos al "Nautilus".

Era una hembra y estaba preñada.

La velocidad del "Nautilus" era entonces bastante moderada, y avanzaba con extrema cautela. Observé que el agua del mar Rojo era cada vez menos salada a medida que nos acercábamos a Suez.

De ocho a nueve permaneció el "Nautilus" algunos metros debajo de la superficie. Debíamos hallarnos, según mis cálculos, muy cerca de Suez. A través de los cristales del salón, divisaba los fondos de rocas, perfectamente iluminados por nuestra luz eléctrica. Me parecía que el estrecho se angostaba cada vez más.

A las nueve y cuarto había vuelto el buque a la superficie, y subí a la plataforma.

De pronto distinguí en la sombra un fuego pálido, casi descolorido por la bruma, que brillaba a una milla de nosotros.

—Un faro flotante —dijeron cerca de mí.

Me volví y reconocí al capitán.

—Es el faro flotante de Suez —continuó—; no tardaremos en llegar al orificio del túnel.

—¿No será fácil la entrada?

—No, señor, por eso tengo la costumbre de colocarme en la silla del timonel, y dirigir yo mismo las maniobras. Y ahora, baje por favor; señor Aronnax... el "Nautilus" va a sumergirse y no volverá a la superficie hasta después de haber pasado el túnel Arábigo.

En el momento en que me disponía a entrar a mi camarote, el capitán me detuvo.

—Señor profesor —me dijo—, ¿preferiría usted acompañarme en la silla del timonel?

El capitán me condujo por la escalera central. Hacia la mitad abrió una puerta, siguió los pasillos superiores y llegó a la casilla del timonel, que se levantaba en la extremidad de la plataforma.

Era una especie de garita de dos metros por lado. En el centro se levantaba verticalmente una rueda engranada sobre los guardines de gobierno del timón, que son unas cadenas de trasmisión que corrían hasta la popa del "Nautilus". Cuatro tragaluces de vidrio abiertos en las paredes permitían al hombre del timón mirar en todas direcciones.

Estaba oscuro, pero bien pronto mis ojos se acostumbraron a esta oscuridad y distinguí al vigoroso timonel que apoyaba sus manos sobre la rueda. Por la parte de afuera el mar aparecía vivamente iluminado por el fanal eléctrico, que brillaba detrás de la garita al otro extremo de la plataforma.

—Ahora —dijo el capitán Nemo—, vamos hacia nuestro pasaje.

Hizo girar el dial de un comando eléctrico y al instante disminuyó la velocidad de la hélice.

Yo miraba en silencio la alta y escarpada muralla que flanqueábamos en aquel momento. La seguimos de este modo durante una hora, a algunos metros de distancia solamente. El capitán Nemo no apartaba sus ojos de la brújula, suspendida en la garita con sus dos círculos concéntricos. A un simple gesto suyo el timonel modificaba a cada instante la dirección del "Nautilus".

Yo me había colocado en el tragaluz de babor, y distinguí magníficas concentraciones de corales, de zoófitos, de algas y de crustáceos, que salían fuera de las anfractuosidades de la roca.

A las diez y cuarto, el capitán Nemo cogió personalmente la rueda del timón.

Un túnel negro y profundo que parecía interminable se abrió delante de nosotros. El "Nautilus" penetró en él osadamente. Un ruido bronco, muy raro, se oía en sus costados. Eran las aguas calientes del mar Rojo, que la pendiente del túnel precipitaba hacia el Mediterráneo.

El "Nautilus", arrastrado por la corriente, se deslizaba rápido como un dardo a pesar de los esfuerzos de la máquina, que batía las aguas a contramarcha para moderar la velocidad y darle efectividad al timón.

Sobre los muros de aquel estrecho pasaje no vi más que líneas rectas brillantes, surcos de fuego trazados por la velocidad bajo el resplandor eléctrico. Mi corazón palpitaba con tanta violencia que yo, sin darme cuenta, me llevé la mano al pecho como para sujetármelo.

A las diez y treinta y cinco minutos el capitán Nemo abandonó la rueda del timón, y volviéndose hacia mí, dijo:

—Ya estamos en el Mediterráneo.

En menos de veinte minutos de torrencial navegación, el "Nautilus" había atravesado el istmo de Suez.

Afloramos a la superficie del Mediterráneo sólo al amanecer del día siguiente, 12 de febrero. Subí precipitadamente a la plataforma de cubierta. A menos de tres millas hacia el Sur se delineaban los vagos contornos de Pelusa. A eso de la siete se me reunieron Ned y Consejo.

—Y bien, señor naturalista —preguntó en tono algo burlón el canadiense—, ¿y qué pasa con el Mediterráneo?

—Estamos en la superficie del viejo mar de los griegos, amigo Land. ¡Éste es el Mediterráneo!

—¡Cómo! —dijo Consejo—. ¿Anoche mismo pasamos?

—Sí, anoche mismo y sólo nos tomó algunos minutos cruzar el istmo de Suez que todos creen infranqueable.

—No lo creo —respondió el canadiense.

—Haces mal, Land —repuse—, esa costa baja que se divisa hacia el Sur es la costa egipcia.

—Más vale creerlo, ya que el señor lo afirma —dijo Consejo, un poco picado.

—Además, Ned, el capitán Nemo me ha hecho los honores del Túnel, y he estado al lado suyo en la garita del timonel mientras dirigía por sí mismo el "Nautilus" a través de aquel estrecho callejón. Y tú, que tienes tan buena vista, puedes divisar las escolleras Port Said, que se prolongan mar adentro.

El canadiense examinó con atención durante algún tiempo.

—¡Pero claro que es cierto! —dijo el canadiense, estupefacto—, tiene razón, señor profesor. Estamos ya en el Mediterráneo. Muy bien. Hablemos, pues, si quieren, de nuestros íntimos negocios, y hagámoslo de modo que nadie pueda oírnos.

—Escuchemos, Ned —dije—. ¿Qué tienes que comunicarnos?'

—Es muy sencillo —respondió el arponero—. Estamos en Europa, y quiero abandonar el "Nautilus" antes de que el capricho del capitán Nemo nos arrastre hasta el fondo de los mares polares, o nos vuelva a Oceanía.

Estas discusiones con el canadiense siempre me ocasionaban disgusto, pero no quería de manera alguna impedir la libertad de mis compañeros. Sin embargo, por mi parte no experimentaba deseo alguno de abandonar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su barco, completaba cada día mis estudios, y rehacía mi libro referente a los fondos submarinos, en medio de su elemento. No podía acostumbrarme a la idea de abandonar el "Nautilus" antes de haber agotado nuestro círculo de investigaciones.

—Mira, Ned —dije—, respóndeme francamente. ¿Te aburres a bordo? ¿Estás apenado de que el destino te haya puesto a merced del capitán Nemo?

El canadiense permaneció algunos instantes sin responder; después, cruzándose de brazos, dijo:

—Francamente, no me pesa este viaje, y estaré muy satisfecho de haberlo hecho, pero para haberlo hecho, es preciso que esté terminado... y he ahí la causa de mi sentimiento.

—Terminará, Ned.

—¿Dondé y cuándo?

—No lo sé. Supongo que acabará cuando no tengan ya los mares cosa alguna que enseñarnos. Todo lo que ha empezado tiene forzosamente un fin en este mundo.

—Yo también pienso como usted —exclamó Consejo—, y es muy posible que después de haber recorrido todos los mares del globo, el capitán Nemo nos devuelva la libertad a los tres.

—No participo mucho de las ideas de Consejo. Somos dueños de los secretos del "Nautilus", y no espero que su comandante, devolviéndonos la libertad, se resigne a verlos recorrer el mundo con nosotros.

—Pues entonces, ¿qué esperamos? —preguntó el canadiense.

—Circunstancias más favorables; mejor quizá dentro de seis meses que ahora.

—¡Ya! —exclamó Ned Land—. ¿Y dónde piensan ustedes que estaremos dentro de seis meses? Dígamelo usted, señor naturalista.

—Tal vez aquí, tal vez en China. Nadie nos dice que el "Nautilus" no quiera acercarse a las costas de Francia, de Inglaterra o de América, en donde podríamos intentar la huida más ventajosamente que aquí.

—Señor Aronnax —respondió el canadiense—, usted sólo habla en futuro: estaremos aquí, estaremos allá... Yo hablo en presente: estamos aquí, y es preciso aprovechar la ocasión.

Me hallaba estrechamente encerrado por la lógica de Ned Land. No sabía qué argumentos usar en mi favor.

—Señor —continuó Ned—, supongamos, cosa imposible, que el capitán Nemo nos ofrece hoy mismo la libertad. ¿La aceptaría?

—No lo sé —respondí.

—¿Y si él le dice que la libertad que hoy le ofrece no volverá a ofrecerla nunca más, la aceptaría?

No respondí.

—¿Y qué piensa de esto el amigo Consejo? —preguntó Ned Land.

—El amigo Consejo —respondió tranquilamente el digno joven—, no tiene nada que decir: es absolutamente indiferente a la cuestión. Es célibe como su amo y su camarada Ned. Ni mujer, ni padres, ni hijos le esperan en su país. Él piensa como su señor, habla como su señor, y, a su pesar; no debe contarse con él para formar mayoría. Dos personas solamente discuten: el señor por un lado y Ned Land por otro. Está dicho, el amigo Consejo escucha, y está dispuesto a aceptar lo que se decida.

No pude menos que sonreírme al ver a Consejo anular tan completamente su personalidad. En realidad, el canadiense debía estar asombrado al no tenerle en contra suya.

—Entonces, caballero —dijo Ned Land—, puesto que Consejo no existe, discutamos los dos. Yo he hablado y usted me ha escuchado. ¿Qué tiene que responderme?

—Amigo Ned —dije—, he aquí mi respuesta. Tú tienes razón. No debemos contar con la buena voluntad del capitán Nemo; la prudencia le impide ponernos en libertad. En cambio, la prudencia nos aconseja que aprovechemos la primera ocasión que se presente de abandonar el "Nautilus".

—Bien, señor Aronnax, eso está muy cuerdamente dicho.

—Solamente —dije— haré una observación. Es preciso que nuestra primera tentativa de fuga tenga buen éxito, porque si aborta, de seguro no volveremos a encontrar medios para intentarla de nuevo. El capitán Nemo no nos perdonará.

—Todo eso es muy justo —respondió el arponero—. Pero esa observación es aplicable a toda tentativa de fuga, ya sea de aquí a dos años o de aquí a dos días. Así, pues, la cuestión es siempre la misma: si se presenta una ocasión favorable, hay que aprovechara.

—Conforme. Y ahora, Ned, ¿qué entiendes por una ocasión favorable?

—Sería aquélla en que, en una noche oscura, pasara el "Nautilus" a corta distancia de una costa europea.

—¿Intentarías escapar a nado?

—Sí, con tal de que estuviéramos bastante próximos a la playa, y que el barco flotara en la superficie. No, si estuviéramos lejos de esta costa y si el barco navegara bajo las aguas.

—¿Y en tal caso?

—En tal caso intentaría apoderarme de la lancha. Ya sé cómo se maneja.

—Bien Ned, aguardaremos esa ocasión; pero sin olvidar que un contratiempo cualquiera podría perdernos.

—Pierda cuidado, lo tengo presente.

—Y ahora, Ned, ¿quieres saber todo lo que pienso acerca del proyecto?

—Con mucho gusto, señor Aronnax.

—Pues bien, pienso que no se presentará una ocasión favorable.

—¿Y por qué?

—Porque el capitán Nemo no puede desconocer que alimentamos la esperanza de recobrar nuestra libertad, y estará siempre muy alerto, sobre todo cuando nos hallemos a la vista de las costas europeas.

—Yo pienso exactamente como el señor —dijo Consejo.

—Allá veremos —respondió Ned Land, sacudiendo la cabeza con aspecto decidido.

Esta conversación debía tener más tarde muy graves consecuencias. Debo decir que los hechos vinieron a confirmar mis previsiones, con gran desesperación del canadiense. El capitán Nemo se mantuvo casi constantemente entre dos aguas, y a gran distancia de las costas.

A día siguiente, 14 de febrero, resolví emplear algunas horas estudiando los peces del Archipiélago; pero no sé por qué causa las escotillas permanecieron cerradas herméticamente, y al examinar la posición del "Nautilus", pude notar que se dirigía hacia la isla de Creta. En el momento en que me había embarcado en el "Abraham Líncoln" acababa de sublevarse esa isla contra la dominación de los turcos y yo, privado de toda comunicación con tierra, no tenía manera alguna de adquirir detalles ni pormenores.

No hice alusión alguna al asunto cuando por la noche me encontré con el capitán en el salón. Por otra parte, me pareció notar que estaba taciturno y preocupado. Contrariando sus propias costumbres había ordenado que se abriesen las dos ventanas del salón. El capitán Nemo observaba las profundidades con preocupada atención, yendo continuamente de un ventanal a otro. Yo, por mi parte, aprovechaba los momentos para estudiar los peces que pasaban ante mi vista.

De repente quedé atónito ante una inesperada aparición. En medio de las aguas surgió un hombre, un buzo que llevaba en su cinturón una bolsa de cuero. Apareciendo así, entre esas aguas, parecía un héroe de las viejas leyendas griegas. Nadaba con vigoroso esfuerzo, desapareciendo muchas veces de mi vista para respirar en la superficie y volver a sumergirse nuevamente.

Me volví hacia el capitán Nemo, y con voz conmovida le dije:

—Un hombre, un náufrago; es preciso salvarle a toda costa.

El capitán no me respondió y vino a apoyarse en la vidriera.

El hombre se había vuelto a acercar, y nos miraba con el rostro pegado a los cristales.

Con gran sorpresa mía el capitán Nemo le hizo una señal.

El buzo le respondió con la mano, volvió a subir a la superficie del mar, y no apareció más.

—No se inquiete —me dijo el capitán—, es Nicolás, del cabo Matapán, llamado el Pesce. Es muy conocido en todas las Cicladas como un buzo extraordinario. El agua es su elemento, y más tiempo vive en ella que en tierra. Se traslada de una isla a otra, y a veces llega hasta Creta.

Dicho esto, el capitán Nemo se dirigió hacia un mueble colocado cerca del tabique izquierdo del salón a cuyo lado vi un cofre, forrado de hierro, que llevaba en la tapa, sobre una placa de cobre, la insignia del "Nautilus" con su divisa "Mobilis in mobile".

El capitán abrió aquel mueble, una especie de arca, que encerraba gran número de lingotes de oro. Tomó uno a uno aquellos lingotes, y los colocó metódicamente en el cofre, que quedó enteramente lleno; según mi cálculo, contenía entonces mas de mil kilos de oro. Una fortuna formidable.

El cofre quedó sólidamente cerrado, y el capitán Nemo escribió en su tapa unas señas en caracteres que debían ser de griego moderno.

Hecho esto, apretó un botón de llamada. Cuatro hombres se presentaron, y con mucho trabajo consiguieron empujar el cofre fuera del salón.

Luego creí oír que lo izaban por medio de aparejos en la escalera de hierro.

En aquel momento el capitán Nemo se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Decía algo, doctor Aronnax?

—No decía nada, capitán.

—Entonces, señor, le deseo a usted muy buenas noches.

Y con esto, el capitán Nemo salió del salón.

Volví a entrar en mi camarote, muy inquieto y en vano traté de dormir. Durante mucho tiempo intenté conjeturar qué relaciones podría haber entre la aparición del buzo y aquel cofre lleno de oro. De pronto me di cuenta por ciertos movimientos de balanceo y de cabeceo de proa a popa, que el "Nautilus" volvía a la superficie de las aguas.

Luego oí un rumor de pasos sobre la cubierta, y comprendí que se desprendía la canoa lanzándola al mar. Dos horas después, el mismo ruido, las mismas idas y venidas se reproducían, y la embarcación, izada a bordo, volvía a quedar colocada en su alvéolo. El "Nautilus" se sumergió en seguida bajo las olas.

Al día siguiente referí a Consejo y al canadiense aquellos misteriosos hechos que seguía sin acabar de entender.

—Pero, ¿de dónde proceden esos millones? —preguntó Ned Land.

Para esto no teníamos respuesta. Me fui al salón después del desayuno y me puse a trabajar; redactando mis notas hasta las cinco de la tarde. En ese momento sentí un calor intenso y me quité las ropas de fibras marinas.

Continué mi trabajo, pero la temperatura fue elevándose, hasta el punto de hacerse intolerable.

—¿Acaso habrá fuego a bordo? —me pregunté.

Ya iba a dejar el salón, cuando el capitán Nemo entró; aproximóse al termómetro, lo consultó, y volviéndose hacia mí me dijo:

—Cuarenta y dos grados.

—Ya me doy cuenta de ello, capitán —respondí—: y si este calor sigue aumentando de esta manera, no podremos soportarlo.

—¡Bah! Señor profesor, este calor no aumentará si nosotros no queremos.

—¿Es que usted puede moderarlo a voluntad?

—No; pero podré apartarme del foco que lo produce.

—¿Entonces es exterior?

—Como que nos hallamos en una corriente de agua hirviendo.

—¿Es posible? —exclamé.

—Mire hacia afuera.

Las vidrieras se abrieron y vi el mar enteramente blanco alrededor del "Nautilus". Un humo de vapores sulfurosos se desenvolvía en medio de las olas hirvientes como el agua de una caldera. Apoyé mi mano sobre uno de aquellos cristales, y el calor era tal que tuve que retirarla inmediatamente.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Cerca de la isla de Santorin, profesor —me respondió el capitán—. He querido ofrecerle el curioso espectáculo de una erupción submarina.

—Yo creía —dije— que la formación de estas islas nuevas se hallaba terminada.

—Nada se halla nunca terminado en los terrenos volcánicos —respondió el capitán Nemo—,y el globo siempre está trabajando con los fuegos subterráneos.

Me fijé entonces en el cristal. El "Nautilus" no avanzaba; el calor llegaba a hacerse insoportable. De blanco que estaba el mar; se había puesto rojo debido a la presencia de sales de hierro. A pesar de que el salón se hallaba herméticamente cerrado, se desprendía un olor sulfuroso insoportable, y pude distinguir unas llamas de color escarlata, cuya vivacidad era tal que apagaba los fulgores de los focos eléctricos.

—No se puede permanecer ni un momento más en esta agua hirviendo —le dije al capitán.

—No, no sería prudente —respondió el impasible Nemo.

Dio sus órdenes por un tubo acústico y el "Nautilus" viró de bordo alejándose de aquel horno. Un cuarto de hora más tarde, respirábamos en la superficie de las olas.

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