VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XII

DEL MAR ROJO AL MEDITERRÁNEO

Dormí pésimo. Soñé con tiburones. Los escualos jugaron conmigo otorgándome un papel bastante importante: me hacían sentir deseable. A las cuatro de la mañana me despertó el criado que el capitán Nemo había puesto a mi disposición. Me levanté con gran rapidez, me vestí y me dirigí al salón.

El capitán Nemo me aguardaba.

—Señor Aronnax —me dijo—. Tenga la bondad de seguirme.

—¿Y mis compañeros, capitán?

—Están prevenidos y me aguardan.

—¿No vamos a ponernos las escafandras? —pregunté.

—Todavía no. No he dejado que el "Nautilus" se acercase demasiado a la costa, y estamos a bastante distancia del banco de Manaar; pero he mandado disponer el bote, que nos conducirá al punto preciso y nos economizará mucho trayecto. Allí van las escafandras, que nos pondremos cuando sea necesario comenzar la exploración submarina.

El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central, cuyos peldaños terminaban en la plataforma. Ned y Consejo se hallaban allí muy satisfechos de la expedición que se estaba preparando. Cinco marineros del "Nautilus", con los remos armados, nos aguardaban en el bote, que se había dispuesto a contrabordo.

La noche seguía siendo oscura y algunos grupos de nubes cubrían el cielo. Unas pocas estrellas acentuaban la negrura de éste. Yo dirigía mi vista hacia la tierra, pero sólo vi una línea vaga que cerraba las tres cuartas partes del horizonte por el Suroeste y Noroeste. Habiéndose remontado el "Nautilus" durante la noche por la costa occidental de Ceilán, se hallaba al Oeste de la bahía, o más bien del golfo formado por esta tierra y la isla de Manaar.

Allí, en las aguas sombrías, se extendía el banco de ostras pintadinas, inagotable campo de perlas, cuya longitud pasa de veinte millas.

Se dirigió la canoa hacia el Sur. Permanecíamos silenciosos. A eso de las cinco y media, las primeras tintas del horizonte mostraron más visiblemente la línea superior de la costa. Nos hallábamos aún a cinco millas y casi se confundía con las aguas brumosas. El mar estaba completamente vacío, desierto. No se veía ni un buque, ni un buzo.

A las seis se hizo de día bruscamente, con esa rapidez propia de las regiones tropicales, que no conocen ni aurora ni crepúsculo.

Los rayos solares penetraron por la cortina de nubes amontonadas sobre el horizonte oriental, y se elevó el astro refulgente con majestuosa rapidez.

Entonces pude ver nítidamente la tierra, en la cual aparecían esparcidos, aquí y allá, algunos árboles.

La barca se adelantó hacia la isla de Manaar; que presentaba una forma redonda por la parte Sur. El capitán Nemo se había levantado de su banco, y observaba con toda atención el mar.

A una señal suya se echó el anda.

—Ya hemos llegado, señor Aronnax —dijo entonces el capitán Nemo—. Vamos ahora a ponernos nuestras escafandras, y comenzaremos el paseo.

Ayudado por los marineros empecé a vestir mi pesado traje de buzo. El capitán Nemo y mis otros dos compañeros se vestían al mismo tiempo. Ninguno de los hombres del "Nautilus" nos acompañaría en esta expedición.

—¿Y nuestras armas? ¿No llevamos escopetas? —pregunté al capitán.

—¿Escopetas, para qué? ¿No es mejor muchas veces el acero que el plomo? Llevaremos buenas dagas bien templadas. Que cada uno tome la suya y vámonos ya.

Miré a mis. compañeros; estaban armados como nosotros, y Ned Land blandía, además, un enorme arpón, que había transbordado a la canoa antes de abandonar el "Nautilus".

Un momento después los marineros nos desembarcaban de la lancha, uno después de otro, haciendo pie a metro y medio de profundidad sobre una arena grata y firme. Siguiendo luego al capitán Nemo, que nos hizo una señal con la mano, desaparecimos bajo las olas por una suave pendiente.

El sol enviaba ya claridad suficiente que penetraba en las aguas, permitiéndonos distinguir los objetos más diminutos y eso que a los diez minutos de marcha nos hallábamos a cinco metros de profundidad, en un lugar donde el terreno formaba una especie de gran llanura.

La elevación progresiva del sol iluminaba más y más la masa de las aguas. El terreno cambiaba poco a poco, y a la finísima arena sucedía una verdadera calzada de rocas redondeadas, revestidas con una alfombra de moluscos y zoófitos.

Alrededor de las siete pisábamos ya por fin el banco de las ostras pintadinas, donde se reproducen a millones las ostras de perlas.

El capitán Nemo me mostró con la mano aquel prodigioso montón de aquellos preciosos moluscos: sin embargo, no podíamos detenernos. Era preciso seguir al capitán, que parecía dirigirse por senderos conocidos únicamente por él. El sol seguía ascendiendo haciá el cenit, y era tan escasa la profundidad que algunas veces mi brazo levantado salía fuera de la superficie del mar. Después, el nivel del banco se rebajaba caprichosamente.

Continuamos así hasta que de pronto se abrió delante de nuestro paso una vasta gruta, excavada en un pintoresco conjunto de rocas tapizadas con todas las bellezas de la flora submarina. Al principio, esta gruta me pareció profundamente oscura. Los rayos solares parecían amortiguarse allí por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya otra cosa que la luz crepuscular.

El capitán Nemo penetró allí, y detrás de él nosotros; mis ojos se acostumbraron bien pronto a aquellas tinieblas relativas, y distinguí las ondulaciones caprichosamente contorneadas de la bóveda, que se hallaba sostenida por pilares naturales, asentados sobre una base granítica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana.

Después de haber descendido una pendiente bastante rápida, pisamos el fondo de una especie de pozo circular; donde se detuvo el capitán Nemo, indicándonos con la mano un objeto que aún no habíamos visto.

Era un ostra de dimensiones extraordinarias, una tridacnia gigantesca, una pila que hubiese podido contener un lago de agua bendita, cuya anchura pasaba de dos metros, y más grande, por consecuencia, que la que adornaba el salón del "Nautilus".

El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de ese bivalvo.

Las valvas del molusco se hallaban entreabiertas. El capitán se acercó, introduciendo la empuñadura de su puñal entre las conchas para impedir que pudieran unirse. En seguida levantó con la mano la túnica membranosa con franjas en los bordes, que formaba el manto del animal.

Entonces la vi. Era una pequeña, deliciosa Luna recostada como una Venus exquisita entre los velos de su lecho orgánico. Era una perla libre, cuyo tamaño igualaba al de un coco, que por su forma globulosa, su perfecta diafanidad y limpidez y su admirable oriente, constituía una joya de valor más allá de todo cálculo.

Movido por la curiosidad, extendía ya la mano para cogerla, pesarla y palparla; pero el capitán me detuvo haciendo una señal negativa, y retirando su puñal con un movimiento rápido, dejó que las dos valvas se volvieran a cerrar súbitamente produciendo un chasquido temible.

La visita había terminado. Ya el capitán Nemo abandonaba la gruta y lo seguimos a través de aquellas aguas que parecían de cristal. En mi mente, o en mi alma, despertaba una tremenda admiración por nuestro guía que prefería dejar aquel tesoro intacto a dejarse llevar por la codicia vil que a todos los demás nos había provocado aquella perla incomparable.

Llevábamos como diez minutos caminando por esos gratos arenales submarinos cuando el capitán se detuvo bruscamente haciéndonos un gesto de "Alto".

Me figuré que se proponía retroceder sobre nuestros pasos, pero no era así, y con un ademán nos ordenó que nos colocásemos cerca de él en el fondo de una oscura gruta de rocas. Dirigió su mano hacia un punto de la masa líquida, y fijé atentamente mis ojos.

A unos cinco metros divisé una sombra que bajó rápidamente hasta el fondo. Entonces la primera idea que surgió en mi mente fue la de los tiburones; pero era un hombre, un pescador indio que iba a buscar antes de la cosecha. Distinguí desde mi puesto la quilla de su canoa, situada a unos cinco metros sobre su cabeza, y pude observar que se sumergía y volvía a la supeficie. Una especie de piedra cónica asida entre los pies, y a la cual se hallaba sujeta una cuerda atada al barco, le servía para bajar con más rapidez al fondo del mar. Cuando alcanzaba el fondo, que sería de unos siete metros en aquel punto aproximadamente, se arrodillaba para llenar su saquito con ostras recogidas al azar y subía en seguida a vaciar el saco, sujetar la piedra y volver a continuar su operación, que sólo duraba unos treinta segundos.

Muchas veces se sumergió, subió a respirar y volvió a sumergirse de nuevo. Apenas recogía una docena de pintadinas en cada inmersión, porque tenía que arrancarlas del banco, al cual estaban fuertemente agarradas por su robusto biso.

Yo le observaba con profunda atención. Hacía sus maniobras con regularidad, y durante una media hora pareció no amenazarle peligro alguno. Iba familiarizándome con el espectáculo de esta pesca cuando de repente, en el momento en que el indio estaba arrodillado en el fondo, le vi estremecerse con un movimiento de terror; enderezarse y agarrar la cuerda para remontarse a la superficie.

Comprendí su espanto. Una sombra gigantesca apareció por encima del desgraciado buzo. Era un tremendo tiburón que avanzaba diagonalmente, con sus aterradores ojos muertos y abierta su boca.

El voraz animal, con un vigoroso aletazo, se lanzó sobre el indio, el cual, echándose a un lado, evitó la acometida del tiburón, pero no su coletazo que, alcanzándole en el pecho, le derribó semiinconsciente y a merced del siguiente ataque.

El tiburón se revolvió y, echándose sobre el espinazo, se preparaba a partir al hombre en dos mitades, cuando vi al capitán Nemo, colocado cerca de mí, levantarse súbitamente. Después, puñal en mano, marchó derecho hacia el monstruo, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él.

El animal, en el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador; vio a su adversario, y se dirigió rápidamente hacia él.

Replegado sobre sí mismo, el capitán Nemo esperó con admirable sangre fría al formidable escualo, y cuando éste se precipitó sobre él, echándose a un lado con una agilidad prodigiosa, evitó el choque y le hundió el puñal en el vientre.

El tiburón había rugido, por decirlo así. La sangre salía a borbotones de su herida. El mar se enrojeció, y a través del líquido opaco no vi nada más hasta el momento en que, penetrando un poco de claridad, percibí al audaz capitán aferrado a una nadadera del monstruo, luchando cuerpo a cuerpo con él y multiplicando las puñaladas en el vientre de su enemigo, sin acertar a atravesarle el corazón. El animal, debatiéndose, agitaba con furia la masa líquida. Los remolinos amenazaban derribar al capitán.

De pronto el capitán cayó al suelo. Las mandíbulas del tiburón se abrieron desmesuradamente como tenazas de fragua, y éste hubiera sido el último momento del capitán si, rápido como el pensamiento y arpón en mano, Ned Land no se hubiera precipitado hacia el tiburón, hiriéndole por el costado con su terrible lanza.

El tiburón herido en el corazón se debatió en espantosas convulsiones.

Ned Land, entre tanto, había acudido en ayuda del capitán, que se levantó sin lesión alguna, se encaminó derecho hacia el indio, cortó a toda prisa la cuerda que le ligaba a la piedra, le tomó en sus brazos y dando un vigoroso golpe con los pies en el fondo, se elevó con él a la superficie del mar.

Le seguimos los tres, y en algunos momentos llegamos a la embarcación del pescador.

El primer cuidado del capitán Nemo fue hacer volver a la vida a aquel desgraciado. .

Afortunadamente, después de vigorosas fricciones de Consejo y del capitán, el indio poco a poco volvió en sí y abrió los ojos.

El gesto de pavor que tuvo el desdichado me hizo tomar conciencia de que él nos veía como extraños monstruos, bondadosos pero feísimos. El capitán Nemo, sacando de un bolsillo de su traje un saquito de perlas, se lo puso en la mano. Aquella magnífica limosna fue aceptada por el pescador con mano trémula; sus ojos extraviados indicaban, por lo demás, que no sabía a qué ser sobrehumano debía a la vez la fortuna y la vida.

A una señal del capitán, volvimos al banco de ostras perlíferas y siguiendo el camino ya recorrido, después de media hora encontramos el ancla que fijaba al fondo el mar la canoa del "Nautilus".

Las primeras palabras del capitán Nemo, se dirigieron al canadiense, a quien dijo:

—Gracias, señor Land.

—Yo se lo debía, capitán. Ahora estamos a mano.

Una leve sonrisa apareció en los labios del capitán.

—Al "Nautilus".

A las ocho y media ya estábamos de vuelta a bordo del "Nautilus". El resto del día me acosaron las imágenes de la jornada, y me llenaban tanto de emociones como de pensamientos sobre todo respecto a la audacia extremada del capitán Nemo, y su abnegación hacia un ser humano, representante de esa raza de quien huía bajo los mares. A pesar de todas sus afirmaciones, ese hombre extraño no había conseguido matar su corazón por completo.

Cuando le hice esta observación, me respondió con tono un tanto conmovido:

—Ese indio, señor profesor; es un habitante del país de los oprimidos, y yo soy aún, y hasta que exhale mi último aliento, de ese país.

Zarpamos durante la noche. Al otro día, 29 de enero, ya la gran isla de Ceilán había desaparecido detrás del horizonte.

El "Nautilus" se mantuvo navegando sumergido a una velocidad de veinte nudos, es decir; casi cuarenta kilómetros por hora. Cuando volvimos a subir a la superficie del océano, en la mañana del 30, no había tampoco tierra a la vista. Seguía la ruta del Noroeste, dirigiéndose hacia el mar del Omán, abierto entre Arabia y la península India, que sirve de acceso al golfo Pérsico.

Evidentemente, era un callejón sin salida posible. El canadiense, no hallándose muy satisfecho al ver el rumbo que llevábamos, me preguntó dónde íbamos.

—Vamos, señor Ned, a donde nos conduce el capricho del capitán.

El canadiense replicó:

—Ese capricho no podrá conducirnos muy lejos, y si entramos ahí, no tardaremos mucho en volver sobre nuestros pasos.

—Bueno, volveremos, señor Land, y si después del golfo Pérsico quiere el "Nautilus" visitar el mar Rojo, ahí tenemos siempre el estrecho del Bab–el–Mandeb que nos dejará paso.

—Pero usted sabe, señor —respondió Ned Land—, que el mar Rojo está tan cerrado como el golfo, puesto que el istmo de Suez aún no está abierto. ¡El mar Rojo no es el camino que nos ha de conducir a Europa!

El canadiense tenía razón, aparentemente, en sus afirmaciones. Como todos bien sabemos, el canal de Suez, que une el Mar Rojo al Mediterráneo, recién fue inaugurado el 17 de noviembre de 1869.

—Yo no he dicho que volveríamos a Europa.

—Bueno, ¿qué supone usted entonces?

—Supongo que después de haber visitado estos curiosos sitios de Arabia y de Egipto, el "Nautilus" volverá hacia el océano Indico, quizá a través del canal de Mozambique, o acaso a lo largo del canal de las Mascareñas, hasta cruzar el cabo de Buena Esperanza.

El canadiense preguntó con particular insistencia:

—¿Y una vez en el cabo de Buena Esperanza?

—Pues bien, penetraremos en el Atlántico que aun no conocemos. Por lo que a mí respecta, vería con mucho disgusto que finalizase este viaje, que tan pocos hombres han tenido posibilidad de realizar.

—¿Sabe, señor Aronnax —respondió el canadiense—, que ya hace casi tres meses que nos hallamos aprisionados a bordo de este "Nautilus"?

—No, Ned; no lo sé, no quiero saberlo. No cuento ni los días ni las horas.

—Pero ¿y cuándo acabará esto?

—¡Acabará justo en el momento oportuno! Por otra parte, nada podemos hacer, y discutimos inútilmente. Si usted me dijera, Ned, que se nos ofrece una probabilidad de evasión, entraría a discutirlo; pero como no nos hallamos en ese caso, y hablando con franqueza, no puedo creer que el capitán Nemo se aventure nunca en los mares europeos.

Durante cuatro días, hasta el 3 de enero, el "Nautilus", navegó plácidamente visitando el mar de Omán a diversas profundidades y con distinta velocidad.

El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en el estrecho de Bab–el–Mandeb, que deja paso a las aguas del mar Rojo al océano Índico.

Yo estaba seguro de que el capitán Nemo, llegado hasta aquel punto, iba a volver atrás, pero me engañaba. Con gran sorpresa mía, el 7 de febrero embocábamos el estrecho de Bab–el–Mandeb, cuyo nombre quiere decir en árabe la puerta de las lágrimas. Tiene treinta y seis kilómetros de ancho y apenas cincuenta y dos kilómetros de longitud. Así, navegando el "Nautilus" a toda velocidad, pudo franquearlo en menos de una hora. Por fin, al mediodía, surcábamos las aguas del mar Rojo.

—¿Qué tal, señor profesor? —me preguntó de pronto el capitán Nemo—. ¿Le gusta el mar Rojo? ¿Ha observado con detención las maravillas que cubre, sus peces y sus zoófitos, sus parterres de esponjas y sus bosques de coral? ¿Ha divisado las nobles y viejas ciudades que se levantan en las costas?

—Sí, capitán Nemo —respondí—, y el "Nautilus" se ha prestado perfectamente a ese estudio. ¡Ah! Es un buque inteligente.

—Ciertamente, caballero; inteligente, audaz e invulnerable. No teme las terribles tempestades del mar Rojo, ni sus corrientes, ni sus escollos. Por desgracia no puedo llegar hasta el puerto de Suez. Pero pasado mañana podremos divisar las luces de Puerto Said, cuando salgamos al Mediterráneo.

—¡Al Mediterráneo! —exclamé.

—Sí, señor profesor. ¿Le asombra eso?

—Me asombra pensar que estaremos allí pasado mañana.

—¿De veras?

—Sí; aun cuando debiera haberme acostumbrado a no asombrarme de nada desde que estoy a bordo de su buque.

—¿Y por qué halla eso tan sorprendente?

—Porque me parece espantosa la velocidad que tendrá que desarrollar el "Nautilus" si ha de hallarse pasado mañana en el Mediterráneo, habiendo dado vuelta al Africa y doblado el cabo de Buena Esperanza.

—¿Quién dice que dará la vuelta al Africa, señor profesor? ¿Quién habla de doblar el cabo de Buena Esperanza?

—A menos que el "Nautilus" navegue por tierra firme y pase por encima del istmo...

—O por debajo, señor Aronnax.

—¡Cómo! ¿Existe algún paso?...

—Sí, un paso subterráneo que he llamado túnel Arábigo, que empieza un poco más abajo de Suez y conduce al golfo de Pelusa.

—Pero este istmo, ¿está compuesto sólo de arenas movedizas?

—Hasta cierta profundidad; pero a cincuenta metros se encuentra ya un asiento de roca inquebrantable.

—¿Y cómo logró usted descubrir ese paso? ¿Fue por casualidad? —pregunté cada vez más sorprendido.

—Casualidad y razonamiento, señor profesor, yo diría que más razonamiento que casualidad.

—Lo estoy escuchando, capitán, pero no puedo creer lo que estoy oyendo.

—¡Ah, señor! "Tienen oídos y no oyen." Esta frase es aplicable a todos los tiempos. No sólo existe ese paso, sino que lo he aprovechado ya muchas veces, y a no se por esta circunstancia, no me hubiera aventurado por este callejón del mar Rojo.

—¿Será indiscreto preguntarle cómo descubrió usted ese túnel submarino?

—Señor —respondió el capitán—, no puede haber nada indiscreto entre personas que no han de separarse jamás.

No quise oponer nada a semejante insinuación, y esperé la relación del capitán Nemo.

—La clave de mi descubrimiento —me dijo—, fue un sencillo razonamiento de naturalista. Observando los seres vivos fue que llegué hasta el paraje que conozco yo sólo. Había notado que en el mar Rojo y en el Mediterráneo existían muchos peces de especies absolutamente idénticas. Tras verificar bien este hecho, me pregunté si existiría comunicación entre ambos mares, y si realmente existía, la corriente subterránea debía forzosamente ir del mar Rojo al Mediterráneo por la diferencia de temperaturas. Pesqué, pues, un gran número de peces en las inmediaciones de Suez, y después de pasarles por la cola un anillo de latón, los volví a echar al mar. Algunos meses después, navegando frente a las costas de Siria, logré recapturar muchas muestras de aquellos peces marcados con su anillo indicador; lo que me demostró, experimentalmente, la comunicación entre ambos mares. El resto fue cosa de explorar con el "Nautilus", y descubrirla. Me aventuré a penetrar por aquel tenebroso pasadizo que dentro de poco, doctor Aronnax, podrá conocer también usted.

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