VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO |
CAPÍTULO X
UN MISTERIO Y UN CEMENTERIO
A poco, el "Nautilus" prosiguió su rumbo entre dos aguas con una velocidad notable hasta el siguiente día, el 6 de enero.
Navegábamos directamente rumbo al Oeste, y seguimos así hasta el 11, fecha en que doblamos el cabo Wessel, situado a los 135 grados de longitud y 10 grados de latitud Norte, que formaba la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos y se hallaban marcados en los mapas con perfecta precisión.
El 16 de enero, el "Nautilus" se mantenía quieto a varios metros bajo la superficie del océano. Sus aparatos eléctricos no funcionaban, y su hélice estaba inmóvil, por lo cual la gran nave se mecía blandamente entregada a las corrientes marinas. Supuse que la tripulación se ocupaba de reparaciones interiores exigidas por la violencia de los efectos del accidente en sus mecanismos.
Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un espectáculo curioso. Las ventanas del salón estaban abiertas, y como el "Nautilus" no se hallaba en actividad, reinaba en medio de las aguas una oscuridad vaga.
Observé el estado del mar en estas condiciones, y los peces más grandes no aparecían sino como sombras apenas delineadas, cuando el "Nautilus" se encontró de repente inundado de luz. Creí de pronto que se había encendido un fanal, proyectando su brillo eléctrico por la masa líquida, pero me equivocaba, y después de una observación rápida reconocí mi error.
Flotaba el "Nautilus" entre una capa fosforescente que en medio de la oscuridad resplandecía mucho. Era producida por millares de animalillos luminosos, cuyo brillo crecía al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Se advertían entonces en medio de las capas luminosas ciertos relámpagos. Había allí un vigor y un movimiento insólito. Aquello era una luz viviente.
Era, en efecto, una aglomeración infinita de noctilucas, verdaderos glóbulos de gelatina diáfana, provistos de un tentáculo filiforme, y de los cuales se cuentan hasta veinticinco mil en treinta centímetros cúbicos de agua. Y su luz se veía además duplicada por esos resplandores peculiares de las medusas, asterias y otros zoófitos fosforescentes.
Durante algunas horas, el "Nautilus" flotó entre aquellas capas brillantes, y nuestra admiración se acrecentó al ver cómo los grandes animales marinos jugueteaban allí como salamandras en una hoguera cósmica.
Aquel resplandeciente espectáculo fue para nosotros algo fascinante, casi hipnótico.
Marchábamos así incensatemente embelesados por alguna nueva maravilla. Consejo observaba y clasificaba moluscos, plantas y peces. Transcurrían los días con rapidez, en paz, aunque el rezongón canadiense Ned, según su costumbre, trataba de variar la comida ordinaria de a bordo.
El 18 de enero el "Nautilus" se encontraba en los 105 grados de longitud y 15 grados de latitud meridional. El tiempo estaba amenazador, y el mar duro y tempestuoso. Soplaba el viento del Este con fuerza, y el barómetro, que venía ya bajando desde algunos días atrás, anunciaba una próxima tormenta de grandes proporciones.
Yo estaba en la plataforma de cubierta en el momento en que el segundo tomaba las medidas de ángulos horarios, y aguardaba que, según costumbre, se pronunciase la frase habitual. Pero aquel día fue sustituida por otras palabras no menos incomprensibles. Casi al mismo tiempo vi aparecer al capitán Nemo, cuyos ojos, provistos de un catalejo, se dirigieron al horizonte.
Durante algunos minutos, el capitán se mantuvo inmóvil sin abandonar el visor de su largavistas. Después bajó el anteojo y cruzó unas cuantas palabras con su segundo, que parecía hallarse entregado a una emoción en vano reprimida. El capitan Nemo, más dueño. de sí mismo, se mantuvo frío, y dirigía, al parecer, ciertas objeciones, a las cuales contestaba el segundo con seguridades formales.
Miré con empeño hacia la dirección observada, sin lograr percibir ninguna cosa. El cielo y el agua se confundían en una línea de horizonte de perfecta claridad.
Entretanto, el capitán Nemo se paseaba de uno a otro extremo de la plataforma. Sus pasos eran firmes, pero menos regulares que de costumbre. Se detenía a veces, y con los brazos cruzados sobre el pecho observaba el mar.
El segundo había vuelto a coger su anteojo, y contemplaba obstinadamente el horizonte, yendo, viniendo, golpeando el suelo con el pie, y diferenciándose de su jefe por su agitación nerviosa.
A una orden del capitán Nemo, la máquina, aumentando su fuerza propulsiva, imprimió a la hélice una rotación más rápida. Entonces el segundo llamó de nuevo la atención del capitán y, suspendiendo éste sus paseos, apuntó el anteojo hacia el punto indicado, quedándose en observación mucho tiempo.
Yo bajé al salón y traje un excelente catalejo, del cual me solía servir y me dispuse a recorrer toda la línea del cielo y del mar.
Pero no había aplicado todavía mi ojo sobre el ocular; cuando me arrancaron vivamente el instrumento de las manos.
Me volví, y el capitán Nemo estaba delante y casi desconocido, pues su fisonomía se hallaba transfigurada.. Sus ojos brillaban con sombrío fuego y casi se ocultaban bajo su ceño fruncido. Su cuerpo rígido, sus puños cerrados, su.cabeza encogida entre los hombros, manifestaban la saña violenta que respiraba toda su persona. No se movía; mi anteojo, soltado por sus manos, había caído a sus pies.
Por último, se dominó; su fisonomía, tan profundamente alterada, recobró la acostumbrada serenidad. Dirigió al segundo algunas palabras en lengua extranjera, y luego volviéndose hacia mí, me dijo con acento bastante imperioso:
—Señor Aronnax, reclamo la observación de uno de los compromisos que los atan a ustedes conmigo.
—¿De qué se trata cápitán?
—Tengo que hacerlos encerrar en los cuartos, a usted y a sus compañeros, hasta que yo dé una nueva orden.
—Está en su derecho, capitán —le respondí, mirándole con fijeza—. ¿Pero puedo hacerle una pregunta?
—Ninguna.
Bajé al camarote ocupado por Ned Land y Consejo, y les di cuenta de lo resuelto por el capitán.
Cuatro hombres de la tripulación, que nos aguardaban en la puerta, nos llevaron a la celda donde habíamos pasado la primera noche a bordo del "Nautilus".
Ned Land quiso reclamar; pero le cerraron la puerta en las narices, por toda contestación. Se quedó bufando de rabia mientras se sobaba el dolorido apéndice nasal.
—¿Me dirá el señor lo que esto significa? —exclamó Consejo.
Referí a mis compañeros lo ocurrido, y se quedaron tan sorprendidos como yo, sin acertar tampoco a comprender el motivo de la determinación.
Yo me entregué a un abismo de reflexiones, de la cual me sacaron las siguientes palabras de Ned Land.
—¡Miren! ¡El almuerzo está servido!
En efecto, la mesa estaba puesta, y era evidente que el capitán Nemo había dado esta orden, al mismo tiempo que mandaba apresurar la marcha del "Nautilus".
—Desgraciadamente —exclamó Ned Land— no nos han traído más que los manjares de a bordo.
—Amigo Ned —replicó Consejo—, ¿y que diría usted si nos hubiesen dejado completamente sin almuerzo?
Nos sentamos a la mesa. La comida fue silenciosa, y yo comí poco. Consejo se excedió algo, siempre por prudencia, y Ned Land, a pesar de sus observaciones, no perdió bocado.
Terminado el almuerzo, cada uno de nosotros se recostó en su rincón.
Entonces la lámpara que alumbraba la celda se apagó, dejándonos en una profunda oscuridad. Ned Land no tardó en dormirse, y Consejo se entregó también a un profundo sopor. Discurría yo cómo se había provocado en él aquella imperiosa necesidad de dormir; cuando sentí que mi cerebro se impregnaba de una pesada torpeza.
Evidentemente, con los alimentos que acabábamos de tomar; se habían mezclado sustancias soporíferas.
Noté entonces que las escotillas se cerraban, y que cesaba el balanceo producido por las ondulaciones del mar.
Quise resistir el sueño, pero me fue imposible. Mis párpados cayeron sobre los ojos y un sueño mórbido, lleno de alucinaciones, se apoderó de mí. Las visiones desaparecieron luego, dejándome entregado a un completo anonadamiento. Soñé con monstruosos leviatanes empeñados en un duelo a muerte.
Desperté en mi propio cuarto, con la cabeza singularmente despejada aunque tenía un ligero dolor de cabeza. Probablemente a mis compañeros les habría sucedido lo mismo.
Miré el cronómetro y comprendí que ya era otro día. Había dormido unas diez horas.
Me dieron ganas entonces de salir del camarote. Abrí la puerta, entré en los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas, y llegué a la plataforma, donde Ned Land y Consejo me aguardaban. Nada sabían. Entregados a un pesado sueño, que no les dejó ningún recuerdo, se habían sorprendido también al despertar en su camarote.
Ned Land observó el mar con su penetrante mirada. Estaba desierto, y nada se divisaba en el horizonte, ni vela ni tierra. Soplaba ruidosamente una brisa del Oeste, y unas anchas olas, encrespadas por el viento, imprimían al aparato un balanceo muy fuerte.
El "Nautilus", después de haber renovado su aire, se mantuvo a una profundidad media de quince metros, de modo que podía volver prontamente a la superficie, operación que, contra lo acostumbrado, fue practicada diferentes veces durante aquella jornada del 19 de enero. El segundo subía entonces a la plataforma, resonando en el interior de la nave su frase habitual.
En cuanto al capitán Nemo, no apareció por entonces, y sólo vi al impasible camarero que me sirvió con una exactitud digna en su ordinario silencio.
Hacia las dos estaba yo en el salón ocupado en clasificar mis apuntes, cuando el capitán abrió la puerta y entró. Le saludé, y me hizo una cortesía casi imperceptible, sin dirigirme la palabra.
Volví a mi trabajo, esperando que me daría explicaciones sobre los sucesos de la noche anterior; pero no lo hizo. Le miré, y me pareció ver en su rostro las huellas del cansancio; su fisonomía expresaba una tristeza profunda. Iba y venía, se sentaba y se levantaba, tomaba un libro al azar; lo abandonaba en seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar las notas acostumbradas, y parecía no poderse estar quieto un instante en el mismo sitio.
Por fin vino hacia mí, diciendo:
—Señor Aronnax, tengo entendido que usted es médico, ¿verdad?
La pregunta me tomó tan de sorpresa que le miré por un momento sin responderle.
—En efecto —dije—, soy médico internista. He practicado durante algunos años antes de entrar en el Museo.
—Señor Aronnax —me dijo—, ¿consentiría usted en socorrer médicamente a uno de mis hombres?
—Naturalmente que sí, capitán.
—Vamos, entonces.
Declaro que mi corazón palpitaba. No sé por qué veía yo alguna conexión entre esa enfermedad de un hombre de la tripulación con los sucesos de la víspera; este misterio me preocupaba tanto como el enfermo.
El capitán Nemo me condujo a la parte posterior del "Nautilus", y me hizo entrar en una cámara situada cerca del puesto de los marineros.
Allí, sobre una cama, descansaba un hombre de unos cuarenta años, de rostro enérgico; su cabeza, envuelta entre ensangrentados lienzos, descansaba sobre dos almohadas. Desaté los vendajes. La herida era horrible. El cráneo, fracturado por un instrumento contundente, dejaba el cerebro descubierto, y la sustancia cerebral había sufrido profundos desgarramientos. La respiración del enfermo era lenta, agitando su faz algunos movimientos espasmódicos de los músculos.
Tomé el pulso del herido. Era intermitente. Las extremidades del cuerpo se enfriaban, y vi que la muerte se aproximaba, sin que me pareciese posible contenerla. Después de haber hecho la cura, coloqué el apósito en su cabeza, y me volví al capitán Nemo diciéndole:
—¿Cómo se ha producido la herida?
—¿Qué importa? —respondió evasivamente el capitán—. Un choque del "Nautilus" ha roto una de las palancas de la máquina, y ésta ha herido a un hombre que se adelantó para parar el golpe que iba a recibir el segundo... ¡Un hermano dejándose matar por un hermano, un amigo por un amigo! Esta es la ley de todos a bordo del "Nautilus". Y ahora, ¿qué diagnóstico puede hacer?
Miré por última vez al herido, y luego respondí:
—Ese hombre morirá dentro de dos horas.
—¿No hay nada que pueda salvarle?
—Nada.
La mano del capitán Nemo se crispó, y corrieron algunas lágrimas de sus ojos.
Durante algunos instantes estuve observando a aquel moribundo, cuya vida iba desapareciendo. Traté de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pronunciarían sus labios, pero el capitán Nemo me dijo:
—Puede retirarse, señor Aronnax.
Dejé al capitán en el camarote del herido, y me retiré muy conmovido por aquella escena. Durante todo el día me agitaron siniestros pensamientos. Por la noche dormí mal.
A la mañana siguiente subí a la plataforma, donde me había precedido el capitán Nemo. Tan pronto cómo me vio, se dirigió hacia mí diciéndome:
—¿Quiere acompañarnos doctor a hacer hoy una excursión submarina?
—¿Con mis compañeros? —pregunté.
—Como guste.
—Estamos a sus órdenes, capitán.
—Tengan la bondad de vestirse las escafandras.
Del moribundo o del muerto no habló. Me fui al encuentro de Ned Land y Consejo, a quienes anuncié la invitacion del capitán Nemo. Consejo se apresuró a aceptar, y esta vez el canadiense se manifestó muy ganoso.
Eran las ocho de la mañana. A las ocho y media ya estábamos vestidos para el nuevo paseo, y provistos con los dos aparatos de alumbrado y respiración. Se abrió la doble puerta; acompañados del capitán Nemo, seguido de una docena de hombres de la tripulación, tomamos pie a una profundidad de diez metros sobre el suelo firme, donde descansaba el "Nautilus".
Una ligera pendiente iba a parar a un fondo accidentado, a unas quince brazas de profundidad. No había aquí ni arena fina ni praderas submarinas ni bosque pelagiano. Era el reino del coral.
Los aparatos se pusieron en actividad, y seguimos un banco de coral en vía de formación. Había por ambos lados del camino intrincados zarzales formados por el enlace de arbustos cubiertos con unas florecillas estrelladas de radios blancos. Pero al revés de las plantas terrestres, aquellas arborizaciones fijadas a las peñas se dirigían todas de arriba abajo.
El capitán Nemo penetró por una oscura galería, cuya pendiente suave nos condujo a la profundidad de cien metros. La luz de nuestros faros eléctricos producía de vez en cuando efectos mágicos al relajarse en las rugosas asperezas de aquellas bóvedas naturales y en los colgantes dispuestos a modo de lucernas, y sobre las cuales se refractaban imitando puntas incandescentes.
Por último, y después de dos horas de marcha, descendimos caminando hasta alcanzar una profundidad de unos trescientos metros, es decir; el último límite en que empieza a formarse el coral.
Allí se había detenido el capitán Nemo. Mis compañeros y yo suspendimos la marcha, y al volverme noté que aquellos hombres formaban un semicírculo alrededor de su jefe. Fijando más la atención, reparé que cuatro de ellos llevaban a cuestas un gran cofre de forma oblonga con los bordes redondeados.
Ocupábamos en aquel paraje el centro de un extenso y claro espacio cercado por las altas arborizaciones de la selva submarina. Nuestras lámparas proyectaban sobre aquella plaza una especie de luz crepuscular que alargaba desmesuradamente las sombras sobre el suelo. En los lindes de aquel claro la oscuridad era profunda y sólo brillaban entre ella los destellos reflejados por las aristas vivas del coral.
Ned Land y Consejo se encontraban cerca de mí, mirando aquella escena. Observando el suelo advertí que en algunos parajes se elevaba, formando protuberancias dispuestas con una cierta regularidad que no podía menos que ser obra de mano humana.
En medio de aquel espacio, sobre un pedestal de peñas toscamente amontonadas, se levantaba una cruz de coral que extendía sus brazos, que fulguraban como hechos con sangre cristalizada.
El capitán Nemo hizo una seña y uno de los hombres se adelantó, y comenzó a cavar al pie de la cruz una fosa, con un azadón que descolgó de su cinto.
¡Aquello era un cementerio! La fosa era una sepultura, y el gran cofre contenía el cuerpo del hombre fallecido por la noche. El capitán Nemo y los suyos iban a enterrar a su compañero en el inaccesible fondo del océano.
La tumba no tardó en tener bastante capacidad para recibir el cadáver.
Entonces los que lo llevaban se acercaron. El cuerpo, amortajado de blanco, descendió a su húmeda sepultura. El capitán Nemo, cruzado de brazos sobre el pecho, y todos los amigos de quien los había querido, se arrodillaron para dedicarle una plegaria... Mis dos compañeros y yo nos habíamos inclinado respetuosamente.
Después la tumba se cubrió con bloques de coral labrado y luego con los materiales extraídos de la fosa, formando un ligero montecillo.
Terminado todo, el capitán Nemo y sus hombres se levantaron. Acercándose a la sepultura, doblaron de nuevo la rodilla, y extendieron su mano en señal de postrero adiós...
Entonces la fúnebre comitiva emprendió el regreso al "Nautilus", pasando otra vez bajo las bóvedas de la selva, a lo largo de las matas de coral, ascendiendo siempre. Apareció, por fin, la luz de nuestra nave, guiándonos hasta ella sus ráfagas brillantes. A la una ya estábamos en el "Nautilus".
Tan pronto como me mudé de traje subí a la plataforma, y agitado por una terrible vorágine de ideas, me fui a sentar junto al fanal.
El capitán Nemo se acercó. Me levanté, y le dije:
—Así, pues según mis previsiones, ese hombre murió anoche.
—Sí, señor Aronnax —respondió.
—¿Y descansa, ahora, entre sus compañeros, en ese cementerio de coral?
—¡Sí! oculto para todos menos para nosotros. ¡Cavamos la tumba, y los pólipos se encargan de cerrarla para la eternidad!
Ocultó con brusco ademán el rostro entre sus manos. No dio rienda suelta a su tristeza, pero adiviné un sollozo.