VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO V

¿HUÉSPEDES O PRISIONEROS?

Por primera vez oíamos la voz del misterioso comandante.

Al oír aquellas palabras, Ned Land se levantó súbitamente, el mozo casi estrangulado, salió tambaleándose ante una seña de su jefe, y tal era el ascendiente de éste que ni un solo ademán reveló el resentimiento que el criado debía tener contra el canadiense. Consejo, sobrecogido de interés a pesar suyo, y yo estupefacto, aguardábamos silenciosos el desarrollo de la escena.

Después de algunos instantes de silencio, el comandante dijo con acento penetrante y sosegado:

—Señores, hablo lo mismo el francés que el inglés, el alemán y el latín. Hubiera podido, por consiguiente, responderles en nuestra primera entrevista; pero quería yo conocerlos y meditar después. El relato de ustedes cuatro me ha confirmado la identidad de sus personas; aunque, de todos modos, tuve que meditar mucho en decidir esta segunda visita. He vacilado mucho. Las circunstancias más lamentables les han dejado a ustedes a merced de un hombre que ha roto sus lazos con la humanidad. ¡Vienen a turbar mi existencia!

—Involuntariamente —dije.

—¿Involuntariamente? —respondió el desconocido—. ¿Acaso me persiguió involuntariamente el "Abraham Líncoln" por todos los mares? ¿Acaso las balas han rebotado involuntariamente sobre el casco de mi nave? ¿Acaso Ned Land me ha arponeado involuntariamente?

Pero ante semejantes recriminaciones tenía una respuesta muy natural que hacer, y la hice:

—Ignora usted, sin duda —le dije—, las discusiones que ha provocado esta nave en América y Europa. ¿No sabe usted que ciertos accidentes producidos por el choque de este aparato submarino han sobreexcitado a la opinión publica de ambos continentes? Sepa al menos que el "Abraham Líncoln" creía dar caza a algún poderoso monstruo marino de que era necesario a toda costa liberar al acéano.

Asomó a los labios del jefe una casi sonrisa, y luego respondió en tono más tranquilo.

—Señor Aronnax, ¿me asegura que esa fragata no hubiera perseguido y cañoneado a un barco submarino lo mismo que a un monstruo marino?

Esta pregunta me sorprendió, porque es bien seguro que el comandante Farragut no habría vacilado en pensar que su deber le exigía destruir un aparato de este género, lo mismo que a un narval gigantesco.

—Ya comprenderá —repuso el desconocido— que tengo el derecho de tratarles como enemigos.

No tuve respuesta que darle.

—Lo he pensado mucho —dijo el jefe—. No tenía obligación de darles hospitalidad, y si resolvía separarme de ustedes, no tendría interés alguno de volverlos a ver. Me bastaría ponerlos de nuevo sobre la cubierta, sumergirme, y ¡listo! ¿no es ése mi derecho?

—Quizá el derecho de un salvaje —respondí—, mas no el de un hombre civilizado.

—Señor profesor —replicó con viveza el jefe—, yo no soy un hombre civilizado. He roto con la sociedad entera, por motivos que yo solo tengo el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le recomiendo que jamás las invoque delante de mí.

El comandante hablaba muy en serio. Brilló en los ojos del desconocido un destello de cólera y de desdén. No solamente se había emancipado de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre, y se había puesto fuera del alcance de las persecuciones. Nadie, entre los hombres, podía pedirle cuenta de sus obras. Los únicos jueces de que dependía eran Dios, si en él creía, y su conciencia, si es que tenía.

Después de un silencio el jefe agregó:

—Lo he pensado mucho; pero he creído que mi interés podía conciliarse con una compasión natural a que tiene derecho todo ser humano. Se quedarán a bordo, ya que la fatalidad los ha traído aquí. Serán libres, y a cambio de esta libertad, por otra parte, relativa, sólo les impondré una condición, bastándome con que me den su palabra de someterse a ella.

—Espero que esta condición —le dije— será aceptable para hombres honrados.

—Sí, señor, y es la siguiente: Ciertos acontecimientos imprevistos quizás me obliguen a encerrarlos en su cámara durante algunas horas o algunos días. Como no deseo apelar a la violencia, espero en esos casos más que en cualquier otro una obediencia pasiva. Al obrar así los estoy librando de responsabilidades, de manera que ustedes queden completamente desembarazados e imposibilitados de ver lo que no debe verse. ¿Aceptan esta condición?

—Aceptamos —respondí—. Pero permítame una pregunta, una tan sólo.

—Diga.

—Usted dice, si no lo he entendido mal, que estaremos libres a bordo.

—Completamente.

—Quiero saber qué entiende usted por esa libertad.

—La libertad de ir, de venir; de ver y hasta de observar lo que aquí ocurre, salvo en algunas raras circunstancias; la libertad, en fin, de que gozamos nosotros mismos, mis compañeros y yo.

Era evidente que no nos entendíamos.

—Perdóneme —repliqué—, pero esta libertad no es más que la que gozaría uno preso recorriendo su prisión. No puede bastarnos.

—Pues tendrán que conformarse con ella.

—¿Cómo? ¿Debemos renunciar a nuestra patria, a nuestros amigos, a nuestros parientes?

—Sí, señor. Pero eso de renunciar al insoportable yugo de la tierra, que los hombres confunden con la libertad, no es quizá tan penoso como se imagina.

—Por ejemplo —exclamó Ned Land—, jamás daré mi palabra de no procurar escaparme.

—No le exijo palabra alguna, señor Land —respondió con frialdad el jefe.

—Señor —respondí, algo acalorado a pesar mío—, usted está abusando de su ventaja sobre nosotros. ¡Eso es una crueldad!

—No, señor. Eso es clemencia. Ustedes son prisioneros míos después de un combate. Los estoy conservando, pero puedo, con una sola palabra, sumergirlos de nuevo en el océano. Me han atacado. Han venido a sorprender el secreto de toda mi existencia. ¿Y piensan que voy a enviarlos a esa tierra que no debe volver a conocerme? ¡jamás!... Si los tengo prisioneros, es sólo para protegerme a mí mismo.

—Así es que —le repliqué—, ¿nos está dando a escoger simplemente entre la vida o la muerte?

—Simplemente.

—Amigos míos —dije—, ante una cuestión así planteada, no hay nada que responder; pero ninguna palabra nos liga sobre este particular con el jefe de abordo.

—Ninguna —respondió el desconocido.

Y después con acento más blando prosiguió:

—Ahora, permítanme que termine lo que iba a decir. A usted lo conozco, señor Aronnax: quizá mejor que sus propios compañeros. Usted no tendrá tanto motivo de queja por el azar que lo liga a mi suerte. Entre los libros que sirven para mis estudios favoritos va a encontrar incluso la obra que publicó sobre los grandes fondos submarinos. La he leído varias veces. Usted llegó en ella hasta donde se lo permitía la ciencia terrestre. Pero no lo sabe todo, no lo ha visto todo. Permítame decirle que no sentirá el tiempo que pasará aquí. Va a viajar por el país de las maravillas. El cautiverio se verá compensado por el espectáculo que incesantemente tendrá usted a la vista. Voy a dar una nueva vuelta al mundo submarino, y será mi compañero de estudios. Verá lo que ningún hombre ha visto; porque los míos y yo no pertenecemos a la humanidad, y nuestro planeta va a confiarle sus últimos secretos.

—Una pregunta más —dije, en el instante en que aquel ser incomprensible se disponía a retirarse—, ¿con qué nombre puedo dirigirme a usted?

—Para usted, señor Aronnax, no soy otra cosa que el capitán Nemo; así como para mí ustedes no son más que los pasajeros del ""Nautilus"".

El capitán Nemo llamó. Apareció un criado, le dio sus órdenes en aquella lengua extraña que yo no podía reconocer, y después, volviéndose hacia el canadiense y Consejo, les dijo:

—La comida está servida en su camarote. Sigan a ese hombre.

Consejo y Ned Land salieron por fin de aquella celda donde habían estado encerrados durante más de treinta horas.

—Y ahora, señor Aronnax, le pido que comparta mi almuerzo. ¿Quiere seguirme, por favor?

—A sus órdenes, capitán.

Seguí al capitán Nemo, y al salir de la puerta entré en un corredor alumbrado eléctricamente. Después de recorrer unos diez metros, se abrió delante de mi otra puerta.

Penetré en un comedor alhajado y amueblado con gusto severo.

En el centro había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me enseñó el puesto que debía ocupar.

—Sentémonos —me dijo— y, por favor, sírvase a su gusto.

El almuerzo se componía de cierto numero de platos, cuyo contenido era exclusivamente suministrado por el mar. Eran buenos, pero con un sabor particular.

El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero adivinó mi pensamiento, y respondió él mismo a las preguntas que ya tenía deseos de formularle.

—La mayor parte de estos manjares son desconocidos —me dijo—. Sin embargo, cómalos sin recelo, porque son sanos y nutritivos. Hace ya mucho tiempo que he renunciado a los alimentos terrestres, y mi salud no se resiente de ello. Mi tripulación es vigorosa y no se alimenta de diferente modo que yo.

—Capitán —le dije—, ¿todos esos alimentos son productos del mar?

—Sí, señor profesor; el mar provee a todas mis necesidades. Este mar; señor Aronnax —me dijo—, no sólo me nutre sino que me viste. Las telas de toda esta ropa están tejidas con filamentos marinos de moluscos y algas. Están teñidas con la púrpura de los antiguos, y matizadas con los colores morados que extraigo de los aplisis del Mediterráneo. Los perfumes que hay en el tocador son producidos por destilaciones de plantas marinas. Todas las camas están hechas con las fibras naturales más suaves del océano. La pluma con que escribirá y la que yo uso es de ballena, y la tinta es el líquido segregado por la jibia o el calamar. Todo procede del mar; así como un día todo le será devuelto.

—¡Sí que le tiene cariño al mar; capitán.

—¡Sí, lo amo! ¡El mar es todo! Es puro y sano. El mar no es más que el vehículo de una existencia sobrehumana y prodigiosa, no es más que movimiento y amor.

Cuando terminamos de comer, el capitán Nemo se paró y abrió una doble puerta que había en la parte posterior de la sala, y entramos en una pieza de igual dimensión que la que acabábamos de abandonar.

Era una biblioteca. Unos armarios altos sostenían en sus estanterías muchos libros encuadernados elegantemente. Seguían todo el perímetro de la sala y terminaban en su parte inferior con vastos divanes forrados de cuero castaño. En el centro existía una gran mesa, cubierta de folletos, entre los cuales aparecían periódicos ya antiguos. La luz eléctrica inundaba aquel armonioso conjunto, y se desprendía de cuatro globos deslustrados y encajados a medias en las volutas del techo.

—Capitán Nemo —dije a mi huésped, que acababa de tenderse en un diván—, ésta es una biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes, y estoy maravillado cuando pienso que puede llevarla hasta lo más profundo de los mares.

—¿Dónde se hallará más soledad y más silencio señor profesor? —respondió el capitán Nemo.

—Ahí hay cinco o seis mil volúmenes —dije.

—Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. El día en que mi ""Nautilus"" se sumergió por primera vez en las aguas, compre mis últimos volúmenes, mis últimos folletos y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero creer que la humanidad no ha vuelto a pensar ni a escribr Estos libros, señor profesor, están a su disposición. Utilícelos libremente.

Di las gracias al capitán Nemo y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos de todas las lenguas, pero no vi obras de economía política.

Entre aquellos libros advertí las obras maestras de los escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido, lo más bello en la historia, la poesía, la novela y la ciencia. Pero la ciencia era la más principalmente atendida en aquella biblioteca.

—Hay aquí tesoros de ciencia, que aprovecharé —dije al capitán.

—Esta sala no es sólo una biblioteca —dijo el capitán Nemo—, sino que es la pieza de fumar.

—¡Pues qué! ¿Se fuma a bordo? —exclamé.

—Sin duda.

—Entonces tengo que pensar que al menos mantiene relaciones con la Habana o Virginia.

—Ninguna —respondió el capitán—. Acepte este cigarro, señor Aronnax, y aunque no proceda de la Habana creo que le gustará. Si usted es entendido.

Tomé el cigarro. Parecía fabricado con hojas de oro. Lo encendí en un braserillo sostenido sobre un elegante pie de bronce, y saboreé sus primeras aspiraciones con el deleite de un aficionado que lleva dos días sin fumar.

—Es excelente —dije—, pero no es tabaco.

—No —respondió el capitán—. Es una especie de alga, rica en nicotina, que el mar me ofrece.

En este momento el capitán Nemo abrió la puerta que daba de frente a la que me había servido de entrada a la biblioteca, y pasé a un salón inmenso y espléndidamente alumbrado.

Era un amplio salón rectangular, de unos diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de elevación. El techo luminoso, decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz clara y suave sobre todas las maravillas acumuladas en aquel museo, en donde una mano inteligente y prodigiosa había reunido todos los tesoros de la Naturaleza y del arte, con ese artístico desorden que distingue a un estudio de pintor.

Unos treinta cuadros de maestros, en marcos uniformes, separados por resplandecientes panoplias, adornaban las paredes cubiertas de tapices del dibujo más severo. Allí vi lienzos de sublime valor, que yo había admirado ya en colecciones particulares de Europa y en las exposiciones de pintura. Algunas admirables estatuillas de mármol o de bronce, sin duda rescatadas de la antigüedad, figuraban sobre pedestales en los ángulos de aquel magnífico museo. Ya comenzaba a embargar mi ánimo el estupor que me había vaticinado el jefe del "Nautilus".

—Señor profesor —dijo entonces aquel hombre extraordinario—, excúseme el desorden que reina es este salón.

—Señor capitán Nemo —le respondí—, sin tratar de averiguar quién es usted, me permito reconocerlo como un artista.

—Un aficionado nada más, señor Aronnax. Tenía antes gusto en coleccionar esas bellas obras creadas por la mano del hombre, y pude reunir algunos objetos de elevado precio. Son los últimos recuerdos de esa tierra muerta para mí.

—¿Y esos músicos? —le dije—, enseñándole partituras de Mozart, de Beethoven, de Wagner, de Gounod y otros muchos, esparcidas sobre un piano–órgano de gran modelo, que ocupaba uno de los lienzos del salón.

—Esos músicos —me respondió el capitán Nemo— son contemporáneos de Orfeo, porque las diferencias cronológicas se borran en memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor profesor, tan muerto como aquellos que descansan a seis pies debajo de la tierra.

El capitan Nemo calló y pareció sumido en una profunda meditación. Apoyado de codos sobre el ángulo de una preciosa mesa de mosaico, no me veía y olvidaba mi presencia.

Respetuoso de su recogimiento, continué inspeccionando las curiosidades que enriquecían el salón.

Junto a las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar importantísimo. Consistían principalmente en plantas, conchas y otros productos del océano que debían ser hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón había un surtidor de agua, eléctricamente alumbrada, que volvía a caer sobre un pilón formado por una sola concha de enorme diámetro. Sus bordes, delicadamente festonados, tenían una circunferencia de seis metros.

Alrededor del pilón y dentro de elegantes escaparates estaban clasificados y rotulados los productos más preciosos del mar que jamás han podido exponerse a las miradas de un naturalista.

En compartimientos especiales se exhibían perlas de todos los colores y de la mayor belleza.

—Tanta belleza me excita sobremanera, capitán Nemo, pero ¿qué otras maravillas encontraré en este navío?, ¿podré saber cómo se impulsa? y ¿para que sirve todo este instrumental que aquí veo?

—Todos estos instrumentos se encuentra en mi camarote, y allí podré explicarle todo. Pero ante visitemos su camarote.

Le seguí, y me condujo a la parte anterior del buque.

—Este es su cuarto —me dijo—, está contiguo al mío.

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