VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO |
CAPÍTULO II
CUANDO LOS ESPERANZAS SE HAN PERDIDO
—¡Consejo! —exclamé con voz impaciente.
Consejo era mi criado, un muchacho que me acompañaba en todos mis viajes; un buen flamenco a quien yo quería mucho. Flemático por naturaleza, bueno por principio, celoso por hábito, poco asustadizo ante las sorpresas de esta vida, muy sagaz, apto para toda clase de servicios, y a pesar de su apellido, nada aficionado a dar consejos, aun cuando se los pidiesen.
Con el roce entre los sabios, Consejo había llegado
a saber algo. Era un especialista muy hábil en clasificaciones de Historia
Natural, que recorría con agilidad de acróbata toda la escala
de ramificaciones, grupos, clases, subclases, órdenes, familias, géneros,
especies y variedades. Pero su ciencia no pasaba de aquí. Muy versado
en la clasificación no hubiera distinguido un cachalote de una ballena.
Contaba treinta años de edad, en tanto que yo tenía cuarenta.
—¿El señor me llama? —preguntó al entrar.
—Sí, muchacho, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
—Como el señor guste —respondió con tranquilidad.
—Guarda en mi maleta todos mis utensilios de viaje, la ropa, las camisas, los
calcetines, sin contar nada, pero lo más que quepa, ¡y pronto! ¡Tomamos
pasaje en el "Abraham Líncoln"!
—Como convenga al señor —respondió sosegadamente Consejo.
—Ya sabes, amigo, que se trata del monstruo, del famoso narval... ¡Vamos a librar
los mares de él!
Un cuarto de hora después ya se hallaban dispuestas
las maletas. Consejo lo había hecho todo en un instante, y estaba yo
seguro de que nada faltaba, porque aquel muchacho clasificaba las camisas y
la ropa tan bien como los pájaros o los mamíferos.
Trasladóse nuestro equipaje a la fragata. Subí a bordo y pregunté
por el comandante Farragut. Me condujo un marinero a la toldilla, donde me encontré
delante de un oficial de simpático aspecto que me alargó la mano.
—¿El señor Pedro Aronnax? —me preguntó.
—El mismo —respondí—. ¿El comandante Farragut?
—En persona. Sea bien venido, señor profesor. Su cámara le aguarda.
El "Abraham Líncoln" era una fragata de poderosa
marcha, provista de dos calderas que permitían elevar poderosamente la
presión de vapor. Bajo esta presión alcanzaba una velocidad media
de dieciocho y medio nudos, casi 35 kilómetros por hora, velocidad sin
embargo insuficiente para alcanzar al gigante cetáceo.
Dejé que Consejo acomodase todo en el camarote y subí al puente
para observar cómo aparejaban.
En este momento, el comandante Farragut iba hacia las últimas amarras
que retenían al "Abrabam Líncoln" al muelle.
Los muelles de Brooklyn, y toda la parte de Nueva York que se encuentra sobre la orilla del río del Este, estaban cubiertos de curiosos. Tres hurras, brotando de quinientos mil pechos, estallaron, uno tras otro. Millares de pañuelos se agitaron sobre la compacta masa y saludaron al "Abraham Líncoln" hasta que llegó a las aguas del Hudson, en la punta de la isla de Manhattan. A las ocho de la noche, después de haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, surcó a todo vapor las sombrías aguas del Atlántico.
Era un buen marino el comandante Farragut, y digno del buque
que estaba a sus órdenes. Sobre la cuestión del cetáceo
no abrigaba dudas y no consentía que se discutiese a bordo la existencia
del animal.
La tripulación no deseaba otra cosa que encontrar al unicornio, arponearlo,
izarlo a bordo y hacerlo trozos. El mar era vigilado con escrupulosa atención.
Por otra parte, el comandante Farragut hablaba de una fuerte suma de dinero,
reservada para quien quiera que fuese que descubriese al monstruo.
Por lo que a mí tocaba, no me iba a la zaga, ni a nadie
dejaba mi parte de observaciones diarias. Consejo era el único entre
todos que destacaba por su indiferencia.
El comandante Farragut había provisto cuidadosamente su fragata con los
aparatos convenientes para pescar el gigantesco cétáceo.
Sobre el castillo había un cañón perfeccionado de paredes
muy gruesas, muy angosto de ánima, que enviaba sin esfuerzo un proyectil
de ocho kilógramos a la distancia de dieciséis kilómetros.
Pero aún tenía una cosa mejor. Tenía a Ned Land, el rey
de los arponeros.
Ned Land era un canadiense, cuya habilidad de mano era poco común, y
que no conocía rival en su peligroso oficio. Destreza y sangre fría,
audacia y sagacidad eran cualidades que poseía en grado superior.
Rayaba Ned Land en los cuarenta años. Era hombre de elevada estatura,
vigorosamente conformado, de aspecto grave, poco comunicativo, y muy rabioso
cuando le contrariaban. El poder de su mirada acentuaba singularmente su fisonomía.
Por escasamente comunicativo que fuese Ned Land, debo confesar
que me cobró cierto afecto. Sin duda le atraía mi nacionalidad.
La familia del arponero era oriuda de Quebec, y formaba ya una tribu de audaces
pescadores, cuando esta ciudad pertenecía a Francia.
Una magnífica tarde, tres semanas después de nuestra partida,
hallábase la fragata a la altura de Cabo Blanco, a treinta millas al
este de las costas patgónicas. El estrecho de Magallanes se abría
a menos de setecientas millas hacia el Sur. Antes de ocho días el "Abraham
Líncoln" alcanzaría el Pacifico.
Sentados en la toldilla, Ned Land y yo departíamos de
una y otras cosas, contemplando aquel misterioso mar. Llevé naturalmente
la conversación sobre el unicornio gigante. Reparando luego que Ned Land
me dejaba hablar sin decir apenas nada, lo acosé más directamente.
—Veo Ned —le dije—, que usted no está convencido de la existencia del
cetáceo que perseguimos. ¿Tiene motivos particulares para mostrarse incrédulo?
El arponero me miró durante algunos instantes sin responderme; golpeó
con su mano su ancha frente con un ademán que le era habitual, cerró
los ojos y dijo por último:
—Tal vez, señor Aronnax.
—Sin embargo, Ned, usted como ballenero de profesión está familiarizado
con los grandes mamíferos marinos. No debiera dudar...
—Está equivocado, señor profesor —respondió Ned—. He perseguido
muchos cetáceos, los he matado y por potentes y bien armados que fuesen,
ni sus colas ni sus defensas hubieran podido hacer mella en un vapor de hierro.
—Sin embargo, Ned, se citan bajeles atravesados de parte a parte por el diente
de un narval.
—Buques de madera, es posible —respondió el canadiense—, y aun así
yo no los he visto. Yo no creo que las ballenas, ni los cachalotes, ni los narvales
puedan producir ese efecto.
—Hmm... Vea, Ned. Creo en la existencia de un mamífero como las ballenas,
los cachalotes o los delfines, pero más grande y provisto de una defensa
córnea cuya fuerza de penetración es extraordinaria.
El arponero movió la cabeza.
—Piense, Ned, —repliqué—, que si existe ese animal, si habita las profundidades
del océano debe poseer un organismo cuya solidez desafía toda
comparación.
—¿Y por qué ese organismo? —exclamó Ned.
—Porque se necesita una fuerza incalculable para mantenerse en las capas profundas
resistiendo a su presión.
—¿De veras? —dijo Ned.
—Piense en todo esto —le insistí—. Admitamos que la presión de
una atmósfera está representada por la de una columna de agua
de unos diez metros de altura. Pues bien, Ned, nuestro cuerpo sufre una presión
igual a la de esos diez metros de agua por cada centímetro cuadrado de
superficie. Si uno se sumerge, el peso del agua se agrega al del aire. Síguese
de aquí que a cien metros esta presión es diez atmósferas;
mil atmósferas a diez mil metros. Esto equivale a decir que, si pudiéramos
llegar a esta profundidad, cada centímetro cuadrado de la superficie
de nuestro cuerpo sufriría una presión de una tonelada. ¡Como
si estuviéramos dentro de una prensa gigantesca! Ahora bien. ¿Sabe usted
cuántos centímetros cuadrados tenemos de superficie?
—Lo ignoro, señor Aronnax.
—Unos diecisiete mil.
—¿Y por qué no me aplasta ese peso, quiero decir el del aire?
—Eso es porque el aire penetra en el interior de su cuerpo con igual empuje.
De aquí resulta un equilibrio perfecto entre la presión interior
y la exterior que se neutraliza, lo cual nos permite soportarla sin esfuerzo.
Pero el agua es otra cosa.
—Sí, comprendo —respondió Ned—, el agua me rodearía, sin
entrar.
—¡Eso es! A diez mil metros sufriría usted una presión de diecisiete
mil quinientos sesenta y ocho toneladas. Es decir que resultaría aplastado
como una lombriz bajo una bota.
—¡Demonios! No lo habría creído.
—Pues bien, si hay vertebrados que se mantengan en tales profundidades, imagínese
ahora cuál deberá ser la resistencia y el poder de su organismo
para contrarrestar dichas presiones.
—Es necesario —respondió Ned Land— que estén fabricados con planchas
de acero de ocho pulgadas, como las fragatas acorazadas.
—En efecto, Ned ¿Se da cuenta de los destrozos que puede producir semejante
masa, despedida con la velocidad de un expreso sobre el casco de un buque?
—Claramente... que sí... tal vez —repuso el canadiense, sin querer rendirse.
Quizás él tenía razones que prefería callar.
La fragata siguió el Sureste de América con prodigiosa
rapidez, de modo que ya el 3 de julio estábamos a la altura del cabo
Vírgenes.
El 6 de julio, hacia las tres de la tarde, el "Abraham Líncoln"
dobló a quince millas por el Sur aquel islote solitario, perdido en la
extremidad del continente americano, el cabo de Hornos. Emprendióse el
rumbo al Noroeste, y al siguiente día la hélice de la fragata
batía por fin las aguas del Pacífico.
—¡Abre el ojo, abre el ojo! —repetían los marineros
del "Abraham Líncoln".
Y los abrían desmesuradamente.
No era yo el que menos atención prestaba, aunque no me incitaba a ello
el atractivo del premio. Concediendo tan sólo algunos minutos a la comida
y algunas horas al sueño, indiferente al sol y a la lluvia, no me movía
del puente. Miraba hasta fatigar mi retina y quedarme ciego mientras que Consejo,
siempre flemático, me decía en tono sereno:
—Si el señor tuviera la bondad de no abrir tanto los ojos, vería
mucho mejor.
El tiempo, entre tanto, se mantenía favorable, y el
viaje se hacía en las mejores condiciones. El mar se conservaba tranquilo
y se podía recorrer con la mirada en un extenso perímetro.
Ned Land mostraba siempre la más tenaz incredulidad. De cada doce horas,
el obstinado canadiense empleaba ocho en leer o dormir en su camarote. Le reconvine
cien veces por su indiferencia.
—¡Bah! —respondía—. No hay nada, señor Aronnax, y aunque lo hubiese,
¿qué probabilidades tenemos de verlo? Aunque ese animal inhallable haya
sido visto en el Pacífico, ya han pasado dos meses desde el encuentro,
y está dotado de una prodigiosa facilidad de locomoción. Si el
animal existe, ya esta lejos.
El 27 atravesábamos el Ecuador por el meridiano 110. Consignado esto, la fragata tomó una dirección más marcada al Oeste, y penetró en los mares centrales del Pacífico. Creía el comandante Farragut que era preferible frecuentar las aguas profundas y alejarse de los continentes o de las islas cuya proximidad había parecido siempre evitar el animal. La fragata, después de haber renovado su carbón, pasó por lo largo de las islas Pomotú, Marquesas y Sandwich, cortó el trópico de Cáncer a los 132 grados longitud, y se dirigió a los mares de China. ¡Estábamos por fin en el teatro de las últimas hazañas del monstruo!.
La tripulación toda experimentaba una sobreexcitación
nerviosa. Se comía o se dormía poco. Veinte veces al día
algún marinero, en las crucetas, causaba alarma y desilusiones. Y estas
emociones, veinte veces repetidas, nos mantenían en un estado de incertidumbre
agotadora.
Durante tres meses el "Abraham Líncoln" surcó todos
los mares septentrionales del Pacífico, corriendo en seguimiento de las
ballenas que se divisaban, ejecutando los bruscos cambios de rumbo, virando
súbitamente de una a otra borda. No dejó un punto sin explorar
desde las playas del Japón a las costas americanas. ¡Y nada! ¡Sólo
la inmensidad de las desiertas olas! ¡Nada que se asemejara a un narval gigantesco,
ni a un islote submarino, ni a un escollo fugaz, ni a cualquier otra cosa sobrenatural.
El desaliento se apoderó de los ánimos y abrió
una brecha a la incredulidad. Nació a bordo un nuevo sentimiento, compuesto
de tres décimas de vergüenza y siete décimas de furor. Todos
se consideraban tontos por haber seguido una quimera. Ya no pensaba nadie sino
en rescatar las horas de comida o de sueño neciamente perdidas. Ciertamente
que sin la muy particular obstinación del comandante Farragut, la fragata
hubiera vuelto definitivamente la proa al Sur.
Ante la creciente inquietud de la tripulación el comandante tuvo que
pedir tres días más de espera. Si durante este plazo el monstruo
no había aparecido, el "Abraham Líncoln" tomaría
rumbo hacia los mares europeos.
Transcurrieron dos días. El "Abraham Líncoln"
se mantenía a poco vapor; empléandose mil medios para despertar
la atención o estimular la apatía del animal, en el caso de hallarlo.
Echáronse a la rastra enormes trozos de tocino para mayor satisfacción
de los tiburones. Los botes rodaron en todas las direcciones alrededor del "Abraham
Líncoln", mientras que se quedaba en facha, y no dejaron un solo
punto sin explorar. Pero había llegado la tarde del día 4 de noviembre
sin haberse descubierto nada aún. Al siguiente día, 5 de noviembre,
a las doce, expiraba el plazo de espera.
La fragata se hallaba entonces a los 21 grados 15' de latitud Norte y 136 grados
42' de longitud Este. Las tierras del Japón estaban a menos de doscientas
millas a sotavento. La noche se acercaba. Gruesas nubes velaban el disco lunar.
El mar ondulaba levemente bajo el codaste de la fragata.
En este momento estaba yo a proa, mirando hacia adelante. La tripulación,
encaramada sobre los obenques examinaba el horizonte, que poco a poco se estrechaba
y oscurecía. Los oficiales escudriñaban la oscuridad creciente.
A veces, el sombrío océano chispeaba bajo un rayo de la luna entre
la franja de dos nubes. Después, esta huella luminosa se desvanecía.
—Vamos Consejo —le dije—; esta es la última oportunidad de embolsar los
dos mil pesos de premio.
—Permítame el señor decirle —respondió Consejo— que nunca
he contado con esa prima.
—Tienes razón, Consejo. Hace seis meses que podríamos estar en
Francia.
—¡En la habitación del señor —replicó Consejo—, en el museo
del señor! ¡Y yo hubiera clasificado los fósiles del señor!
—Cierto es, Consejo, y sin tener en cuenta que se burlarán de nosotros.
—En efecto —respondió sosegadamente Consejo—, pienso que se burlarán
del señor. ¿Y debo decirlo?
—Dilo todo, Consejo.
—Pues bien, el señor no habrá llevado más que su merecido.
—¿De veras?
—Cuando se tiene la honra de ser un sabio como el señor; no debe uno
exponerse a...
Consejo no pudo terminar su lisonja. En medio del silencio general acababa de
oírse una voz. Era la de Ned Land, exclamando:
—¡Ohé! ¡La cosa se encuentra sotavento!