DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPITULO X

DE VUELTA A.... LA VIDA

El sitio donde había caído el proyectil era perfectamente conocido, el problema no era encontrar el lugar sino de qué maquinaria valerse para sacarlo de las profundidades. De modo que los ingenieros americanos se entregaron a la tarea de inventar algo.

De esta manera, empleando garfios y roldanas, y ayudados por la fuerza del vapor, creían poder levantar el proyectil. Naturalmente que no se trataba sólo de eso, ¡había que sacarlo pronto si se quería rescatar con vida a los pasajeros... si es que todavía la conservaban!

—Sí —repetía sin cesar J. T. Maston, quien animaba a todo el mundo—, nuestros amigos son hombres de talento, y no pueden haber caído como imbéciles. Están vivos, estoy seguro, por lo tanto hay que apresurarse. ¡No tengo cuidado por los víveres, ni por el agua, porque de ambas cosas llevan para mucho tiempo! ¡Pero el aire! ¡Esto es lo que puede faltarles!

El "Susquehanna" se preparaba para su nuevo destino y todos se apresuraban. Sus máquinas fueron dispuestas para maniobrar con las cadenas de tiro. El proyectil de aluminio no pesaba más que 8.660 kilos, peso mucho menor que el del cable trasatlántico que fue levantado del mismo modo. La única dificultad era la forma cilindro–cónica del proyectil, que le hacía difícil de sujetar.

El ingeniero Murchisson se encargó de remediar este inconveniente; corrió a San Francisco, hizo construir unos garfios enormes con un sistema hidráulico que una vez sujeto al proyectil entre sus enormes tenazas no lo soltarían más. También hizo preparar escafandras, que permitirían a los buzos reconocer el fondo del mar; y embarcó a bordo del "Susquehanna" aparatos de aire comprimido, muy ingeniosamente dispuestos. Eran unas verdaderas cámaras con tragaluces, y que el agua, introducida en ciertos compartimientos, podía arrastrar a grandes profundidades. Estos aparatos existían en San Francisco, donde habían servido para la construcción de un dique submarino.

No obstante a pesar de la perfección de aquellos aparatos y del talento de los sabios que habían de usarlos, el éxito de la operación no estaba asegurado. Era necesario andar muy a prisa, y J. T. Maston apremiaba día y noche a sus trabajadores. Él, por su parte, estaba dispuesto a vestirse la escafandra y a ensayar los aparatos de aire, para reconocer la situación de sus valerosos amigos.

A pesar de la diligencia empleada para la confección de los diferentes aparatos, a pesar de las considerables sumas que el gobierno de los Estados Unidos puso a disposición del Club del Cañón, pasaron cinco días mortales, ¡cinco siglos!, antes de que estuvieran terminados los preparativos.

Al fin se embarcaron a bordo del "Susquehanna" las cadenas de tiro, las cámaras de aire, los garfios hidráulicos y todo lo demás. J. T. Maston, el ingeniero Murchisson y los delegados del Club, ocupaban ya sus camarotes. No había más que partir.

Después de un rápida travesía, el 23 de diciembre, a las ocho de la mañana el barco debía hallarse en el sitio del siniestro; pero fue preciso esperar hasta el mediodía para obtener la altura con exactitud, pues la boya a que se hallaba sujeta la sonda no aparecía.

A las doce, el capitán Blomsberry, ayudado de sus oficiales, tomó la altura en presencia de los delegados el Club del Cañón. Hubo entonces un momento de ansiedad. Determinada la posición del "Susquehanna", resultó hallarse unos cuantos minutos al Oeste del sitio en que el proyectil había desaparecido bajo las olas.

La corbeta tomó en seguida la dirección necesaria para llegar a aquel sitio, y a las doce y cuarenta y siete minutos se encontró la boya, que se hallaba en buen estado y debía haber derivado muy poco.

—¡Por fin! —exclamó J. T. Maston.

—¿Empezamos? —preguntó el capitán Blomsberry.

—Sin perder un instante —respondió el bravo J. T. Maston.

Se tomaron todas las precauciones para que la corbeta permaneciese casi inmóvil, pero antes de pensar en recoger el proyectil el ingeniero Murchisson quiso reconocer la posición del fondo oceánico. Los aparatos submarinos, destinados a aquel reconocimiento, recibieron su provisión de aire.

A la una y veinticinco minutos de la tarde, comenzó el descenso y la cámara, arrastrada por los recipientes llenos de agua, desapareció bajo la superficie del océano.

El descenso fue rápido; a los dos y diecisiete minutos, J. T. Maston y sus compañeros habían llegado al fondo del Pacífico. No vieron más que un desierto árido que ni la fauna ni la flora marítimas animaban ya. A la luz de sus lámparas provistas de fuertes reflectores, podían observar las oscuras capas de agua en un radio bastante extenso, pero el proyectil seguía invisible para ellos.

No puede describirse la impaciencia de aquellos atrevidos buzos. Como su aparato se hallaba en comunicación con la corbeta, hicieron una señal convenida de antemano y el barco paseó por el espacio de un kilómetro y medio la cámara suspendida a unos cuantos metros del suelo.

Toda la llanura submarina fue explorada de este modo. A cada instante eran engañados por ilusiones de óptica que les traspasaban el corazón. Una roca o una desigualdad del suelo, les parecía el proyectil deseado, después reconocían su error y se desesperaban.

—Pero ¿dónde están? ¿Dónde pueden estar? —exclamaba J. T. Maston.

El pobre hombre llamaba a gritos a Nicholl, a Barbicane y a Miguel Ardán, ¡como si sus pobres amigos pudieran oírle!

Las pesquisas continuaron hasta el momento en que el aire viciado obligó a los buzos a subir, operación que duró desde las seis hasta las doce de la noche.

—Hasta mañana –dijo J. T. Maston al poner el pie en el puente de la corbeta.

—Buenas noches —respondió el capitán Blomsberry.

—Mañana en otro sitio.

—Sí, señor.

J. T. Maston no desconfiaba todavía del éxito, pero sus compañeros, menos animados ya que en las primeras horas, comprendían toda la dificultad de la empresa. Lo que parecía facilísimo en San Francisco se presentaba como irrealizable en medio del océano. Las probabilidades de éxito disminuían y había que confiar a la casualidad el hallazgo del proyectil.

El día siguiente, 24 de diciembre, víspera de Navidad, a pesar del cansancio del día anterior, se volvió a emprender la operación. La corbeta se corrió unos cuantos kilómetros al Oeste, y el aparato, provisto de aire, bajó una vez más a los exploradores a las profundidades del océano.

Todo el día se pasó en pesquisas infructuosas, el lecho del mar estaba desierto; el 25 trascurrió sin resultados lo mismo que el 26.

¡Todos pensaban en aquellos desventurados encerrados en el proyectil desde hacia 26 días! Quizá en ese mismo momento sentían los primeros ataques de asfixia, si es que habían salido salvos de la caída. El aire se les agotaba, y con el aire, el valor y el ánimo.

—El aire, puede ser —respondía siempre J. T. Maston—, pero el valor no.

Después de otros dos días de reconocimiento, se perdió toda esperanza. Aquel proyectil era un átomo en la inmensidad del mar; había que renunciar a encontrarlo.

J. T. Maston no quería oír hablar de marcharse, no quería abandonar el sitio sin encontrar por lo menos la sepultura de sus amigos. Pero el comandante Blomsberry no podía demorarse más y, a pesar de las reclamaciones del digno secretario, dio orden de zarpar. El 29 de diciembre, por la mañana, el "Susquehanna" puso la proa al Noroeste, haciendo rumbo hacia la bahía de San Francisco.

Eran las diez, la corbeta se alejaba a media máquina del sitio de la catástrofe, cuando el marinero que estaba de vigía en el mastelero de gavia gritó de repente:

—¡Una boya a sotavento!

Los oficiales miraron en la dirección indicada, y por medio de sus anteojos reconocieron el objeto señalado, que, efectivamente, parecía una de esas boyas que sirven para balizar los pasos de las bahías o de los ríos. Pero lo curioso era que en su vértice, que sobresalía del agua un metro y medio o dos, se agitaba una bandera. Aquella boya brillaba al sol como si sus paredes fueran de plata bruñida.

Todos habían subido al puente; el comandante Blomsberry, J. T. Maston, los delegados del Club del Cañón y todos examinaban aquel objeto que flotaba a la deriva sobre las olas. Todos miraban con febril ansiedad, pero en silencio, sin atreverse a expresar el pensamiento que se les venía a la mente.

La corbeta se acercó poco a poco y toda la tripulación se estremeció al reconocer el pabellón americano.

Pero en aquel momento se oyó una especie de rugido. Era el bueno de J. T. Maston que acababa de caer sin sentido; olvidándose de que su brazo derecho se hallaba reemplazado por un garfio de hierro, quiso darse una palmada en la cabeza y recibió un golpe terrible que le privó del conocimiento. Al volver en sí, sus primeras palabras fueron:

—¡Ah! ¡Tres veces brutos, idiotas, estúpidos!

—Pero ¿qué sucede, —dijeron todos.

—¿Qué sucede? —J. T. Maston se ahogaba de indignación.

—¡Sí; qué sucede, dígalo de una vez!

—Lo que sucede es que el proyectil no pesa más que 8.660 kilos.

—¿Y qué?

—Que desaloja veintiocho toneladas, y, por consiguiente, ¡flota!

¡Y con qué expresión acentuó la palabra flota! ¡Y era verdad! Todos aquellos sabios habían olvidado esta ley fundamental: que, por efecto de la ligereza específica, el proyectil, después de ser arrastrado en su caída hasta las mayores profundidades del océano, debía naturalmente volver a la superficie. Y en ese momento flotaba tranquilo a merced de las olas...

De inmediato echaron los botes al mar, y a ellos se precipitaron J. T. Maston y sus amigos. La emoción había llegado al colmo; todos los corazones palpitaban, mientras las lanchas se acercaban al proyectil. ¿Qué contendría? ¿Vivos, o muertos? ¡Vivos, sí! ¡Vivos, a no ser que la muerte hubiera sorprendido a Barbicane y a sus dos amigos después de haber arbolado aquella bandera!

Un profundo silencio reinaba en las lanchas; todos los corazones latían agitados; los ojos no veían ya. Uno de los tragaluces se hallaba abierto. Algunos pedazos de cristal, que había quedado en el marco, probaban que se había roto. Aquel tragaluz se hallaba a la altura de un metro y medio sobre las olas.

La lancha de J. T. Maston se acercó y éste se precipitó hacia el cristal roto... en el momento en que se oyó la voz alegre y clara de Miguel Ardán, que gritaba con acento de triunfo:

—¡Blancas, Barbicane; cerrado a blancas!

Barbicane, Miguel Ardán y Nicholl jugaban al dominó.

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