DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPÍTULO IX
SONDEOS SUBMARINOS
—¡Teniente! ¿Cómo va ese sondeo?
—Caballero, creo que la operación está por terminarse —respondió el teniente Bronsfield—, pero, ¿quién habría podido imaginarse semejante profundidad tan cerca de la costa, de la Tierra? Nos hallamos apenas a unos kilómetros de distancia de la costa americana, Señor.
—Así es, Bronsfield; es una gran depresión —dijo el capitán Blomsberry—. Es obvio que existe aquí un valle submarino ahondado por la corriente de Humboldt, que sigue al contorno de las costas de América hasta el Estrecho de Magallanes.
—Estas grandes profundidades —continuó el teniente— son poco favorables para la colocación del cable telegráfico. Es mejor un fondo más plano.
—Estoy de acuerdo, Bronsfield. Y si no tiene inconveniente, teniente, ¿podría decirme qué profundidad tenemos ahora?
—Ahora tenemos más de siete mil metros de sonda y aún no ha tocado fondo el proyectil que la sumerge, de lo contrario ésta se hubiera elevado por sí misma.
—¡Fondo! —gritó en ese momento uno de los timoneles de proa que vigilaba la operación.
El capitán y el teniente se dirigieron en seguida al castillo de proa.
—¿Qué profundidad tenemos? —preguntó el capitán.
—Siete mil doscientos cincuenta y cuatro metros, señor —contestó el teniente, apuntando esta cifra en su cuaderno de observaciones.
—Bien, Bronsfield —dijo el capitán—; voy a trasladar este resultado a mi mapa. Ahora vea que suban a bordo la sonda. Mientras se hace esta operación, que enciendan los fogones, y así estaremos listos para partir cuando haya terminado. Son las diez de la noche, teniente, voy a acostarme. Buenas noches.
El capitán del "Susquehanna", un valiente entre los valientes y humilde servidor de sus oficiales, llegó a su camarote, tomó su vaso de brandy, que valió interminables muestras de satisfacción al repostero, se acostó, no sin felicitar antes a su criado por lo bien acondicionado del lecho, y se durmió con apacible sueño.
Eran las diez de la noche. El día 11 de diciembre concluía con una noche magnífica.
El " Susquehanna", corbeta de 500 caballos de la Marina Nacional de los Estados Unidos, se ocupaba de hacer sondeos en el Pacífico, a 450 kilómetros aproximadamente de la costa americana, hacia la altura de esa península prolongada que se dibujaba en la costa de Nuevo México.
Poco a poco había cesado el viento. Nada agitaba el aire. El gallardete de la corbeta colgaba inerte, inmóvil sobre el mastelero de juanete.
El capitán Jonatán Blomsberry, primo hermano del coronel Blomsberry, uno de los más ardientes miembros del Club del Cañón, no hubiera podido desear mejor tiempo para conducir con buen resultado sus delicadas operaciones de sondeo. Su corbeta no había experimentado ninguno de los efectos de esa vasta tempestad que había barrido las nubes amontonadas sobre las montañas Rocosas, y permitió seguir al famoso proyectil. Todo funcionaba a su entera satisfacción, y no olvidaba dar gracias al cielo con todo el fervor de un presbiteriano.
La serie de sondeos realizados por el "Susquehanna" tenía por objetivo reconocer los fondos más favorables para el establecimiento de un cable submarino que debía comunicar las islas Hawai con la costa americana, un vasto proyecto debido a la iniciativa de una poderosa compañía.
La Luna, en su último cuarto, empezaba a asomar sobre el horizonte.
Aún no había concluido a la una de la mañana la extracción de la sonda. Todavía faltaban tres mil metros y había trabajo para unas cuantas horas. Los fuegos estaban encendidos según la orden del capitán, y la caldera estaba preparada para que partiese el "Susquehanna" en aquel mismo momento.
Pero en ese instante (era la una y diecisiete minutos de la mañana) y cuando el teniente Bronsfield se disponía a abandonar la cubierta y entrar en su camarote, llamó su atención un silbido lejano y repentino. Al principio creyeron que este silbido era causado por una fuga de vapor, pero al levantar la cabeza, observaron que el ruido provenía de las capas más lejanas del aire.
Aún no habían tenido tiempo de hacerse una pregunta, cuando el silbido tomó una intensidad espantosa, y de repente apareció ante sus ojos deslumbrados un bólido enorme, inflamado por la rapidez de la carrera y por el frotamiento con las capas atmosféricas.
¡Aquella masa ígnea aumentó de tamaño ante sus ojos, cayó con el ruido del trueno sobre el bauprés de la corbeta, que quebró al nivel de la proa, y se hundió en las olas con un estampido atronador!
¡Si hubiese caído algunos pies más cerca del "Susquehanna", ésta hubiera zozobrado!
En aquel instante se presentó medio vestido el capitán Blomsberry, y lanzándose como los demás, hacia el castillo de proa, preguntó:
—¿Qué ha sucedido, señores?
Y el joven guardiamarina, haciéndose intérprete de todos, exclamó:
—¡Capitán, son "ellos" que han regresado.
A bordo del "Susquehanna" la emoción fue muy grande. Oficiales y marineros, haciendo abstracciones del grave peligro que acababan de pasar, no pensaban más que en el fin catastrófico que había tenido ese viaje, la empresa más arriesgada de todos los tiempos, antiguos y modernos y que, con todas probabilidad, le había costado la vida a los intrépidos aventureros que lo habían intentado.
"Son ellos que han regresado", había dicho el joven guardia, y todos le habían comprendido. Nadie ponía en duda que el bólido era el proyectil del Club del Cañón. En cuanto a los viajeros que encerraba, las opiniones sobre su suerte estaban divididas.
—Han muerto –decía uno.
—Viven —respondía otro—. La capa de agua es profunda y la caída ha sido amortiguada por el agua.
—¡Pero les habrá faltaba el aire —decía otro—, y han debido morir asfixiados!
—Asados —respondió otro—. El proyectil no era más que una masa incandescente al atravesar la atmósfera.
—¡Qué importa! —exclamaron todos—. Vivos o muertos, hay que sacarlos del fondo del mar.
El capitán Blomsberry había reunido de inmediato a sus oficiales y celebraba consejo con ellos. Había que tomar inmediatamente una resolución apremiante: sacar el proyectil, operación difícil aunque no imposible. Sin embargo, la corbeta no tenía máquinas adecuadas, que debían ser de gran potencia y exactitud. Se resolvió entonces dirigirse al puerto más cercano y avisar al Club del Cañón de la caída del proyectil.
Esta determinación fue tomada por unanimidad. La elección del puerto fue objeto de discusión. La costa próxima no presentaba ningún fondeadero. Más arriba por encima de la península de Monterrey, se encontraba la importante ciudad que le ha dado su nombre, pero situada en los confines de un verdadero desierto, no enlazaba con el interior por ninguna red telegráfica, y sólo la electricidad podía transmitir rápidamente esta importante noticia.
La bahía de San Francisco se abría algunos grados más arriba. Forzando la máquina el "Susquehanna" podía llegar en menos de dos días al puerto de San Francisco. Por consiguiente debía partir sin demora.
Los fuegos estaban encendidos y se podía aparejar de inmediato. Como faltaban por sacar dos mil metros de sonda el capitán Blomsberry decidió no perder tiempo y cortar la sonda por la línea de flotación.
—Ataremos al cabo una hoya —dijo—, y ésta nos indicará el punto donde ha caído el proyectil.
—Además —agregó el teniente—, sabemos nuestra situación exactamente: 27 grados 7' de latitud Norte y 41 grados 37' de longitud Oeste.
Bien, señor Bronsfield —respondió el capitán—, ordene cortar la cuerda.
Una fuerte boya reforzada con berlingas fue lanzada al océano. A ella se ató el cabo de la sonda; expuesta únicamente al vaivén del oleaje, no podía derivar mucho.
Casi al mismo tiempo el maquinista le comunicó al capitán que había presión suficiente para marchar. El capitán dio gracias por el aviso, y mandó hacer rumbo Nornordeste. La corbeta se dirigió a todo vapor hacia la bahía de San Francisco. Eran las tres de la mañana.
Novecientos noventa kilómetros no eran gran cosa para un barco de tan buena marcha como el "Susquehanna". En treinta y seis horas devoró la distancia, y el 14 de diciembre, a la una y veintisiete minutos de la noche, fondeaba en la bahía de San Francisco.
El capitán Blomsberry y el teniente Bronsfield pasaron a un bote provisto de ocho remeros, que los llevó rápidamente a tierra.
—¿Dónde está el telégrafo? —preguntó en el muelle, sin responder a las mil preguntas que todo el mundo le hacía.
El oficial del puerto les condujo en persona a la oficina del telégrafo, en medio de un inmenso gentío de curiosos.
A los pocos minutos se mandaba un despacho en cuatro direcciones distintas: al secretario de Marina, en Washington; al vicepresidente del Club del Cañón, en Baltimore; al señor J. T. Maston, Long's Peak, en las montañas Rocosas, y al director del Observatorio de Cambridge, en Massachusetts.
El despacho decía:
"Proyectil del "Columbiad" caído en el Pacífico el 12 de diciembre a la una y diecisiete minutos de la mañana, a los 27 grados 7' de longitud Norte y 41 grados 37' de longitud Oeste. Enviad instrucciones. Blomsberry, comandante del "Susquehanna"."
Toda la ciudad sabía la noticia a los cinco minutos. Antes de las seis de la tarde, los diferentes Estados de la Unión se enteraban de la catástrofe. Y a las doce de la noche Europa se enteraba por el cable del resultado de la gran tentativa americana.
Imposible describir el efecto que produjo en el mundo entero aquel inesperado desenlace.
El secretario de la Marina envió un telegrama al "Susquehanna" con la orden de esperar en la bahía de San Francisco, sin apagar los fogones; debía permanecer, día y noche, dispuesto a hacerse a la mar.
El Observatorio de Cambridge se reunió en sesión extraordinaria, y con la calma que distingue a las corporaciones de sabios, discutió el punto científico de la cuestión.
En el Club del Cañón hubo una verdadera explosión. Todos los artilleros estaban reunidos y el respetable Wilcome, vicepresidente de la sociedad, estaba leyendo aquel despacho prematuro, en el que J. T. Maston y Belfast informaban haber visto el proyectil por medio del gigantesco telescopio de Long's Peak. Esta comunicación añadía que el proyectil, retenido por la atracción lunar, hacía el papel de subsatélite en el sistema solar.
Conocemos la verdad sobre este punto.
El despacho de Blomsberry contradecía de manera terminante el telegrama de J.T. Maston. Se formaron dos partidos en el seno del Club del Cañon. Uno, los que admitían la caída del proyectil y, por consiguiente, la caída de los viajeros; otro, los que daban más crédito a las observaciones de Long's Peak, y suponían que el comandante del "Susquehanna" estaba equivocado. En opinión de éstos, el supuesto proyectil no era más que uno de tantos bólidos que cruzaban la atmósfera. No era fácil negar esta afirmación, atendido a que la velocidad del cuerpo caído había hecho imposible observarle.
El comandante del barco y sus oficiales podían haberse equivocado con el mejor deseo. Había, no obstante, un argumento en su favor: y era que, si el proyectil había caído en tierra, su encuentro con la Tierra no podía producirse sino a los 27 grados de latitud Norte, y teniendo en cuenta el tiempo trascurrido y el movimiento de rotación del planeta, entre los 41 y 42 grados de longitud Oeste.
No obstante la discusión, el Club del Cañón acordó por unanimidad que Blomsberry, hermano, Bilby y el mayor Elphiston, se trasladasen inmediatamente a San Francisco y determinar los medios de sacar el proyectil de las profundidades del océano.
Los tres hombres partieron al instante y el ferrocarril los condujo a San Luis, donde les esperaban sillas de postas.
Casi en el mismo momento en que el secretario de Marina, el vicepresidente del Club del Cañón y el subdirector del Observatorio recibían el despacho de San Francisco, el respetable J. T. Maston sufría la emoción más violenta de toda su vida, emoción que no le había producido el estallido de su célebre cañón, y que de nuevo estuvo a punto de costarle la vida.
Se recordará que el secretario había partido pocos instantes después de disparado el proyectil hacia su puesto de observación en Long's Peak, en las montañas Rocosas. El sabio Belfast, director del Observatorio de Cambridge, le acompañaba y apenas llegaron a la estación, ambos se instalaron en sus puestos y no se separaron un momento de la boca de su enorme telescopio.
Calcúlese cuánta sería su alegría al poder contemplar, la noche del 5 de diciembre, el vehículo que conducía a sus amigos a través del espacio. Pero a aquel júbilo siguió un amargo desengaño cuando, fiándose de observaciones incompletas, enviaron su primer telegrama con la afirmación de que el proyectil se había convertido en satélite de la Luna gravitando en una órbita inmutable.
El proyectil no había vuelto a presentarse a su vista desde aquel instante, lo cual se explicaba con tanta mayor facilidad cuanto que entonces pasaba detrás de la Luna. Pero cuando debió aparecer de nuevo sobre el disco visible, puede juzgarse la impaciencia de J. T. Maston y de su compañero, no menos impaciente que él. A cada minuto de la noche creían ver de nuevo el proyectil, y no lo veían. De aquí nacían entre ellos incesantes discusiones, disputas violentas; Belfast afirmando que el proyectil no estaba visible, y J. T. Maston sosteniendo que "saltaba a los ojos".
—¡Es el proyectil! —repetía J. T. Maston.
—¡No es cierto! —respondía Belfast—. Es una avalancha que se desprende de una montaña lunar.
—¡Pues bien! Se verá mañana.
—¡No! ¡Ya no se verá más! Va a ser arrastrado al espacio.
—¡No!
—¡Sí!
Y en aquellos momentos en que llovían interjecciones, la irritabilidad bien conocida del secretario del Club del Cañón constituía un peligro permanente para el respetable Belfast.
Eran las 10 de la noche cuando el criado de Belfast llegó a la plataforma y entregó a su amo el telegrama de marras.
Belfast rasgó el sobre, leyó el contenido y lanzó un grito.
—¡Qué ocurre! —dijo Maston.
—¡El proyectil!
—¿Qué le ha pasado?
—¡Ha caído a la Tierra!
—¿Conque ha caído ese maldito proyectil? —preguntó J. T. Maston.
—¡En el Pacífico!
—Partamos, entonces.
Un cuarto de hora después, los dos sabios bajaban la cuesta de las montañas Rocosas; a los dos días llegaban a San Francisco al mismo tiempo que sus amigos del Club del Cañón, después de reventar cinco caballos en el camino.
—¿Qué vamos a hacer? —dijeron.
—Rescatar el proyectil —respondió J. T. Maston—, cuanto antes.