DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPITULO VII
UN ESPACIO MUY FRÍO
El proyectil pasaba a menos de 50 kilómetros del Polo Norte de la Luna cuando se produjo bruscamente esa rara transición. Unos pocos segundos habían sido suficientes para sepultar a la Luna en las tinieblas absolutas del espacio. Todo había ocurrido con tanta rapidez, tan sin ninguna degradación de la luz, que no sugería sino que un soplo gigantesco hubiera apagado al astro de la noche.
—¡Se fundió! ¡Desapareció la Luna! —exclamó Miguel Ardán, estupefacto.
En efecto, no se veía un reflejo, ni una sombra, ni nada de aquel disco tan deslumbrador momentos antes. La oscuridad era completa, y la hacía mayor aún el brillo de las estrellas; tenía ese color negro propio de las noches lunares que duran trescientos cincuenta y cuatro horas y media en cada punto del disco, noche inmensa que proviene de la igualdad entre el movimiento de traslación y rotación de la Luna sobre sí misma y alrededor de la Tierra. El proyectil, sumergido en el cono de sombra del satélite, no sufría ya la acción de los rayos solares, lo mismo que los puntos de la parte invisible de éste.
En el interior del proyectil reinaba una oscuridad total: no se veía nada. De modo que, por más deseoso que estuviera Barbicane de economizar el gas del depósito no hubo más remedio que hacer el gasto para disipar las tinieblas en que les había sumido la desaparición del Sol.
Con luz interior disponible, los observadores habían vuelto a ocupar sus puestos. Trataban de ver algo a través de los oscuros tragaluces, apagando incluso la luz interior; pero no distinguían ni un átomo luminoso en medio de aquella oscuridad.
Un hecho inexplicable ocupaba el pensamiento de Barbicane. ¿Cómo se concebía que, habiendo pasado el proyectil a la cortísima distancia de 50 kilómetros de la Luna, no hubiera caído en ella? Si su velocidad hubiese sido muy grande, se comprendía que no ocurriese la caída; pero con una velocidad relativamente mediana, aquella resistencia a la atracción lunar no se comprendía. ¿Se hallaba sometido el proyectil a alguna otra influencia? ¿Había algún otro cuerpo que le mantenía en el éter? Era ya indudable que no tocaría en la Luna. Pero ¿dónde iba? ¿Se alejaba del disco o se acercaba a él? ¿Iba arrastrado en aquella noche profunda a través del infinito? ¿Cómo saberlo, cómo calcularlo en medio de las tinieblas? Todas estas cuestiones inquietaban a Barbicane, pero no podía resolverlas.
De hecho el astro invisible estaba allí, a pocos kilómetros, pero ni sus compañeros ni él lo distinguían ya. Si se producía algún ruido en su superficie, no podían oírlo. El aire, vehículo del sonido, faltaba allí para transmitir los gemidos de aquella Luna, a quien las leyendas árabes designan como "un hombre ya medio convertido en granito, pero que todavía siente".
Es imaginable el disgusto de los viajeros al encontrarse envueltos en aquella noche negra. Les era imposible realizar la menor observación del disco lunar. En cambio, las constelaciones parecían solicitar sus miradas, y hay que convenir en que jamás astrónomo alguno se había visto en condiciones tan favorables para observarlas.
Nada podía igualar en verdad el esplendor de aquel mundo sideral bañado en el límpido éter. Aquellos diamantes incrustados en la bóveda celeste lanzaban soberbios destellos. La vista abarcaba el firmamento desde la Cruz del Sur hasta la Estrella del Norte.
La imaginación se perdía en aquel infinito sublime en medio del cual gravitaba el proyectil, como un nuevo astro creado por la mano de los hombres. Por un efecto natural, aquellas constelaciones brillaban con suavidad, y no centellaban, por que faltaba la atmósfera, que es la que produce el centelleo por la interrupción de sus capas de diferente densidad y humedad. Parecían otros tantos ojos que miraban dulcemente en aquella noche profunda, y en medio del silencio absoluto del espacio.
Largo rato contemplaron mudos los viajeros el firmamento estrellado en el cual la Luna formaba una especie de gran cavidad negra. Pero una sensación muy penosa les sacó pronto de su contemplación y era un frío sumamente intenso que en un instante cubrió los cristales de los tragaluces con una espesa capa de hielo. En efecto, como el Sol no calentaba ya con sus rayos directos al proyectil, éste perdía poco a poco el calor acumulado en sus paredes, sintiéndose por lo tanto un gran descenso de temperatura, que convirtió en hielo la humedad interior en contacto con los cristales, impidiendo toda observación.
Nicholl, consultando el termómetro, vio que había bajado a 17 grados centígrados bajo cero. Así, pues, a pesar de todos los propósitos económicos de Barbicane, no sólo tuvo que emplear el gas para tener luz, sino también para calentarse. La temperatura del proyectil no era soportable, ya que sus huéspedes se hubieran helado vivos.
—No podemos quejarnos, por cierto —observó Miguel Ardán—, de la monotonía del viaje. ¡Qué variedad, por lo menos en la temperatura! En un momento nos vemos abrumados de luz y calor, como los indios de las Pampas; en otros estamos sumidos en las más profundas tinieblas y en medio de un frío boreal, como los esquimales del Polo. ¡No, no podemos quejarnos!
—Pero —preguntó Nicholl—, ¿qué temperatura es la del exterior?
—Precisamente la de los espacios planetarios —respondió Barbicane.
—Entonces —dijo Miguel Ardán—, ¿no seria éste el momento para hacer esa experiencia que no hemos podido intentar cuando estábamos inundados de rayos solares?
—¡Seguro! ¡Ahora o nunca! —respondió Barbicane—; porque estamos perfectamente situados para comprobar la temperatura del espacio y ver si son exactos los cálculos científicos.
—De todas maneras, hace frío —respondió Miguel—. La humedad interior se condensa en los cristales y, si continúa el descenso, pronto veremos que nuestro aliento cae al suelo convertido en nieve.
—Preparemos un termómetro —dijo Barbicane.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó Nicholl.
—Nada más fácil —respondió Miguel Ardán, que nunca se apuraba—. Se abre rápidamente el tragaluz se lanza el instrumento, que seguirá dócilmente el proyectil, y al cabo de un cuarto de hora, se le retira...
—¿Con la mano? —preguntó Barbicane.
—Con la mano —respondió Miguel.
—Pues bien, amigo mío, no te expongas a tal cosa —respondió Barbicane—, porque la mano que sacaras para hacerlo, se quedaría hecha un muñón helado y deforme por esos fríos espantosos.
—¿De veras?
—Experimentarías la sensación de una quemadura terrible, como si te acercaran a un hierro candente; porque es lo mismo que el calor entre o salga de nuestra carne en gran cantidad. Además, tampoco estoy seguro de que ahora nos sigan los objetos que hemos arrojado fuera.
—¿Por qué? —dijo Nicholl.
—Porque si atravesamos una atmósfera, aunque sea muy poco densa, esos objetos se moverán ya con más dificultad y se quedarán atrás. La oscuridad nos impide ver si todavía nos siguen. Así, pues, para no exponernos a perder el termómetro, lo sujetaremos de modo que podamos retirarlo fácilmente.
Siguiendo los consejos de Barbicane, se abrió rápidamente el tragaluz, y Nicholl arrojó fuera el termómetro, al cual se había atado una cuerda corta, con el fin de poderlo retirar con rapidez. El tragaluz estuvo abierto a lo sumo un segundo y, sin embargo, bastó para que un frío violento penetrara en el interior del proyectil.
—¡Mil diablos! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Hace un frío capaz de helar a los osos blancos!
Barbicane esperó a que pasara una media hora, tiempo más que suficiente para que el instrumento pudiera descender hasta la temperatura del espacio. En seguida retiraron el termómetro tan rápidamente como lo habían sacado.
Barbicane calculó la cantidad de mercurio pasada a la ampolleta soldada a la parte inferior del instrumento.
—Ciento cuarenta grados centígrados bajo cero —exclamó.
El proyectil entre tanto describía, en la sombra, aquella incalculable trayectoria que ningún punto de partida podía determinar.
¿Se había modificado su dirección debido a la influencia de la atracción lunar o por la influencia de un astro desconocido? Barbicane no podía decirlo, pero se había producido un cambio en la posición relativa del vehículo, y Barbicane lo demostró hacia las cuatro de la mañana.
Este cambio consistía en que la base del proyectil se había inclinado hacia la superficie de la Luna y se mantenía en la dirección de una perpendicular que pasaba por su eje. La atracción, es decir, la gravedad, había producido esta modificación. La parte más pesada del proyectil se inclinaba hacia el disco invisible, exactamente como si fuera cayendo hacia él.
¿Y caía en realidad? ¿Los viajeros iban a alcanzar finalmente este objetivo tan deseado? No. Y la observación de un punto de mira bastante inexplicable por otra parte vino a demostrar a Barbicane que su proyectil no se aproximaba a la Luna y que se separaba siguiendo una curva casi concéntrica.
Este punto de mira fue un rayo de luz que Nicholl descubrió de repente sobre el límite del horizonte formado por el disco negro, y que no podía confundirse con una estrella. Era una incandescencia rojiza, que aumentaba de volumen poco a poco, prueba incontestable de que el proyectil se aproximaba a él, y no caía normalmente en la superficie del astro.
—¡Un volcán! ¡Es un volcán en actividad! —gritó Nicholl—. Un derrame de los fuegos interiores de la Luna. Este mundo no está aún completamente muerto.
—¡Sí! una erupción —respondió Barbicane, que observaba cuidadosamente el fenómeno con su anteojo de noche—. ¿Qué podría ser, si no fuera un volcán?
—¿Pero, entonces —dijo Miguel Ardán—, se necesita aire para mantener esta combustión. Por lo tanto, hay una atmósfera que rodea esta parte de la Luna.
—Puede ser —dijo Barbicane—; pero no es absolutamente necesario. El volcán puede suministrarse el oxígeno por la descomposición de ciertas materias y lanzar así sus llamas en el vacío. Hasta me parece que esta deflagración tiene la intensidad y el resplandor de los objetos cuya combustión se produce en el oxígeno puro. No nos apresuremos a afirmar la existencia de un atmósfera lunar.
La montaña en ignición debía estar situada, aproximadamente, hacia el grado cuarenta y cinco de latitud Sur de la parte invisible del disco. Pero, con gran disgusto de Barbicane, la curva que describía el proyectil lo llevaba lejos del punto señalado por la erupción no siendo posible, por lo tanto, determinar su naturaleza.
Media hora después de haberlo visto, este punto luminoso desaparecía detrás del sombrío horizonte. Sin embargo, la comprobación de este fenómeno era un hecho de suma importancia en los estudios selenográficos. Probaba que no había desaparecido aún todo calor de las entrañas de este globo, y allí donde existe el calor, ¿quién podría afirmar que no han sobrevivido también los reinos vegetal y hasta el animal? La existencia de este volcán en erupción, indiscutiblemente comprobada por los sabios de la Tierra, hubiera producido sin duda muchas teorías favorables a la grave cuestión de la habitabilidad de la Luna.
Barbicane se dejaba arrastrar por sus reflexiones y se olvidaba de sí mismo en una muda contemplación en la que se agitaban los misteriosos destinos del mundo lunar. Buscaba el lazo que había de unir los hechos observados hasta entonces, cuando un nuevo incidente le volvió bruscamente a la realidad.
Este incidente no era otro fenómeno cósmico más, era un peligro amenazador, cuyas consecuencias podían ser desastrosas.
En medio del éter, y entre sus tinieblas profundas, había aparecido repentinamente una masa enorme. Era como una Luna, pero incandescente, y de un brillo tanto más insoportable cuanto que rompía fuertemente la profunda oscuridad del espacio. Aquella masa de forma circular despedía una luz tal que inundaba completamente el proyectil. Las caras de Barbicane, de Nicholl, de Miguel Ardán, violentamente iluminadas por sus blancas ráfagas, tomaban esa apariencia espectral, lívida, cadavérica, que los físicos producen con la luz artificial del alcohol impregnado de sal.
—¡Diablos! —gritó Miguel Ardán—. ¡Nos vemos horrorosos! ¿Qué inesperada luna es ésta?
—Un bólido —contestó Barbicane.
—¿Un bólido inflamado en el vacío?
Efectivamente, aquel globo de fuego era un bólido. Barbicane no se engañaba. Si estos meteoros cósmicos no presentan por lo general, cuando se observan desde la Tierra, más que una luz algo menor que la de la Luna, allí, en aquel sombrío éter, brillaba de manera extraordinaria. Estos cuerpos errantes llevan en sí mismos el principio de su incandescencia. No necesitan el aire para su deflagración. Repentinamente aparecido en la sombra, a una distancia de 450 kilómetros por lo menos, según el cálculo de Barbicane, debía tener un diámetro de dos mil metros. Se adelantaba con una velocidad de dos kilómetros por segundo, aproximadamente. Cortaba el camino del proyectil y debía alcanzarlo a los pocos minutos.
Imagínense, si se puede, la situación de los viajeros. Es imposible de describir. A pesar de su valor, sangre fría e indiferencia ante el peligro, estaban mudos, petrificados por un asombro terrible. Su proyectil, cuya marcha no podían desviar, corría derecho hacia la masa ígnea, más intensa que la encendida boca de un horno de reverbero. Parecía que se precipitaba hacia un abismo de fuego. Barbicane había cogido las manos de sus compañeros y todos miraban a través de sus párpados medio cerrados el asteroide caldeado al rojo blanco. Si el pensamiento no estaba extinguido en ellos, si su cerebro funcionaba aún en medio de su espanto, debían creerse perdidos.
Dos minutos después de la súbita aparición del bólido, ¡dos siglos de angustias!, cuando el proyectil parecía próximo a chocar con él, el globo de fuego estalló como una bomba, pero sin producir ningún ruido en medio de aquel vacío, donde el sonido no podía producirse.
Nicholl lanzó un grito; sus compañeros y él se precipitaron al cristal de los tragaluces.
—¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo, qué paleta podría reproducir semejante riqueza de colores?
Semejaba la abertura de un cráter, como el esparcimiento de un incendio inmenso. Millares de fragmentos luminosos alumbraban y cortaban el espacio con sus resplandores. Estaban mezclados todos los tamaños, todos los matices, todos los colores, formando irradiaciones amarillas, amarillentas, rojas, verdes, grises; una corona multicolor de fuegos artificiales. Del terrible y enorme globo no quedaban más que pedazos lanzados en todas direcciones, convertidos a su vez en asteroides, unos llameantes como espadas, otros rodeados de una nube blanquecina y otros dejaban atrás de sí señales brillantes de polvo cósmico.
Esos fragmentos incandescentes se entrecruzaban y chocaban, deshaciéndose en trozos más pequeños, algunos de los cuales impactaron al proyectil. Su cristal de la izquierda llegó a quebrarse por el golpe violento con uno de ellos. El proyectil parecía flotar entre un granizo de bombas de las que la menor podía destruirlo en un momento.
La luz que inundaba el éter se difundía con incomparable intensidad porque los asteroides la dispersaban en todas las direcciones. Hubo un momento en que la luz fue tan viva que Miguel Ardán llevó a Barbicane y Nicholl hacia su lente, gritando.
—¡Por fin vemos la Luna hasta ahora invisible!
Y todos, merced a un derrame luminoso de algunos segundos vieron aquel disco misterioso que la vista del hombre contemplaba por primera vez.
¿Qué vieron a una distancia que no podían calcular? Algunas zonas prolongadas sobre el disco, verdaderas nubes formadas en un medio atmosférico muy reducido, en el cual aparecían no sólo todas la montañas, sino también los relieves de menor importancia, los circos, los cráteres abiertos y caprichosamente dispuestos, tal como habían visto que existen en la superficie visible. Después, espacios inmensos, no llanuras áridas, sino verdaderos mares, océanos abundantemente distribuidos, que reflejaban sobre su líquido espejo toda la magia deslumbradora de los fuegos del espacio. Finalmente, en la superficie de los continentes, extensas masas sombrías, tal como se ven las grandes selvas al rápido fulgor del relámpago.
¿Era una ilusión, un error de la vista, un espejismo, por decirlo de alguna manera? ¿Podían dar la afirmación científica a una observación tan superficialmente obtenida? ¿Se atrevían a decidir sobre el problema de su habitabilidad, con esa ligera ojeada del disco invisible?
Entre tanto, las fulguraciones del espacio se apagaron poco a poco; su resplandor accidental disminuyó; los asteroides se alejaron con diversas trayectorias y se extinguieron a lo lejos. El espacio volvió a sus habituales tinieblas; las estrellas, eclipsadas un momento, brillaron en el firmamento, y el disco, apenas entrevisto, se ocultó de nuevo en la noche impenetrable.
Un peligro terrible e imprevisto acababa de amenazar el proyectil. ¿Quién podía haberse imaginado que se encontrarían en su viaje con bólidos errantes? Eran bólidos que podían continuar amenazando a los intrépidos viajeros con otros graves peligros, pero para ellos eran apenas otros escollos que el navegante debe sortear en ese mar de éter que era el espacio.
Nuestros viajeros no se quejaban por esta suerte; por el contrario: la naturaleza les había proporcionado la gratificación de presenciar el espectáculo inigualable de un meteoro cósmico estallando con una explosión formidable. Además, el fuego de la explosión había producido luz suficiente para que por algunos segundos pudieran ver el rostro invisible de la Luna. En el curso de esa relampagueante iluminación habían podido apreciar continentes, mares y selvas.
Eran entonces las tres y media de la tarde, hora de la Tierra. El proyectil seguía su dirección curvilínea alrededor de la Luna.
¿Había sido modificada otra vez su trayectoria por el meteoro? Se debía temer que así fuese, sin embargo el proyectil debía describir una curva imperturbablemente determinada por las leyes de la mecánica racional.
Ninguno de los viajeros pensaba en descansar un momento. Todos acechaban algún hecho inesperado que arrojase una nueva luz sobre sus estudios lunares. A eso de las cinco, Miguel Ardán distribuyó, con el nombre de comida, algunos pedazos de pan y de carne fiambre, que fueron rápidamente devorados, sin que ninguno abandonase su tragaluz.
Hacia las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde, Nicholl, armado de su anteojo, señaló hacia el borde Sur de la Luna y en la dirección que seguía el proyectil, algunos puntos brillantes que se destacaban sobre el fondo sombrío del cielo. Se hubieran podido comparar a una serie de agudos picos, perfilándose como una línea recortada. Estos puntos se iluminaban con bastante intensidad. Así se ve el último término lineal de la Luna cuando se presenta en una de sus fases.
No había lugar a error. No se trataba de un simple meteoro cuya arista luminosa no tenía color ni movilidad. Mucho menos de un volcán en erupción, por lo cual Barbicane no tardó en decidirse.
—¡El Sol! —exclamó.
—¿Cómo, el Sol? —contestaron Nicholl y Miguel Ardán.
—Sí, amigos míos; es el astro radiante que ilumina la cima de esas montañas situadas en el borde Sur de la Luna. ¡Nos aproximamos, evidentemente, al polo Sur!
—Después de haber pasado por el polo Norte —contestó Miguel—. Entonces ¡Hemos dado la vuelta a nuestro satélite!
—Sí, mi valiente Miguel.
—En ese caso..., hemos descrito... una curva cerrada.
—Que se llama...
—Elipse. En vez de marchar a perdernos en los espacios interplanetarios, es probable que el proyectil describa una órbita alrededor de la Luna.
—Es cierto.
—Y se convertirá en su satélite.
—Luna de la Luna —exclamó Miguel Ardán.
—Pero quiero que recuerdes, mi querido amigo —replicó Barbicane—, que por eso no estamos menos perdidos.
—Sí, pero de otra manera, y mucho más divertida —respondió el imperturbable francés, con su más amable sonrisa.
El presidente Barbicane tenía razón. Al describir el proyectil una órbita elíptica, iba a gravitar eternamente alrededor de la Luna como un subsatélite. Era un nuevo astro añadido al mundo solar; un microcosmos, poblado por tres habitantes, que morirían por falta de aire dentro de poco tiempo. Por consiguiente, Barbicane no podía alegrarse de esta situación definitiva, impuesta al proyectil por la doble influencia de las fuerzas centrípeta y centrífuga. Él y sus compañeros iban a ver de nuevo la cara iluminada del disco lunar. ¡Tal vez la vida de los viajeros se prolongaría lo suficiente para que pudiesen ver por última vez toda la Tierra iluminada por los rayos del Sol! ¡Acaso podrían dirigir una última mirada de despedida a este globo que ya no volverían a ver! Después, su proyectil no sería más que una masa sin vida, semejante a esos inertes asteroides que circulan en el éter. Sólo tenían un consuelo: el de abandonar por fin aquellas insondables tinieblas y volver a la luz, entrando en las zonas bañadas por el Sol.
Entre tanto, las montañas descubiertas por Nicholl se separaban cada vez más de la masa de sombras.
Todas las montañas del hemisferio visible han sido medidas con una total exactitud. El método más comúnmente empleado es el que mide la sombra proyectada por las montañas, teniendo en cuenta la altura del Sol en el momento de la observación.