DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPITULO VI
MARES QUE NO SON
En cierta ocasión, un profesor le preguntaba irónicamente a un alumno: ¿Ha visto usted alguna vez la Luna? A lo cual el alumno respondía, también con ironía: No, señor; no la he visto. Pero sí puedo decirle que he oído hablar de ella una que otra vez.
La inmensa mayoría de los seres que tienen a la Luna al alcance de su vista podrían dar una respuesta parecida. Uno se sorprende al conocer la infinidad de personas que han oído hablar de nuestro satélite, sin haberla visto nunca en realidad, visto a través de un lente telescópico. Lo mismo puede decirse de un mapa selenográfico , que constituiría una rareza para la inmensa mayoría de personas.
Una cosa sorprende y llama la atención a la primera vista de un mapa selenográfico: contrariamente a lo que sucede en la Tierra y también en Marte, los continentes ocupan de preferencia el hemisferio Sur del satélite nocturno. Pero los continentes no tienen esas líneas tan definidas, claras y regulares, como es el caso de la América del Sur; África o la península india. En la Luna las costas son angulosas, caprichosas y onduladas; en ellas abundan los golfos y penínsulas. Tienen una cierta analogía con el aspecto confuso de las islas de la Sonda, donde las tierras están excesivamente divididas y desmenuzadas.
Del mismo modo se aprecia que, en el esferoide lunar; el polo Sur es mucho más continental que el Polo Norte. En este último no existe más que un ligero casquete de tierras, separadas de los otros continentes por extensos mares. Hacia el Sur; los continentes cubren casi todo el hemisferio.
Las islas son muy abundantes en la superficie lunar. Casi todas tienen una forma oblonga o circular; como si estuvieran trazadas con un compás, y forman como un gran archipiélago que sólo puede compararse con ese grupo encantador esparcido entre la Grecia y el Asia Menor; y que la mitología animó en tiempos antiguos con sus más interesantes leyendas. Sin querer; vienen a la memoria los nombres de Naxos, Tenedos, Milo, Carpathos y los ojos buscan el navío de Ulises o el bajel de los argonautas.
No se puede concluir la descripción de la parte continental de la Luna, sin decir algunas palabras sobre su disposición orográfica. Se distinguen con mucha claridad las cordilleras de montañas, las montañas aisladas de circos y las hendiduras. Todo el relieve lunar se halla comprendido en esta división, y es sumamente quebrado.
La mirada se fija en seguida en los mares. No sólo su conformación, su situación y su aspecto recuerdan el de los océanos terrestres, sino que, como en la Tierra, estos mares ocupan la mayor parte del globo y, sin embargo, no son espacios líquidos, sino llanuras, cuya naturaleza esperaban los viajeros determinar pronto.
Los astrónomos han adornado a esos supuestos mares con nombres extraños cuando menos, y que la ciencia, sin embargo, ha respetado hasta hoy.
En el hemisferio de la izquierda se extiende el "Mar de los Nublados", en que tantas veces va a ahogarse la razón humana. No lejos de allí aparece el "Mar de las lluvias", alimentado por todas las agitaciones de la existencia. Más allá se abre el "Mar de las Tempestades", en el que el hombre lucha sin cesar contra sus pasiones. Después, consumido por los desengaños, las tragedias, las infidelidades y toda la serie de penalidades terrestres, encuentra al fin de su carrera ese vasto "Mar de los Humores", dulcificado apenas por algunas gotas de agua del "Golfo del Rocío". Nubes, lluvias, tempestades, humores... ¿contiene otras cosas la vida del hombre, y acaso que no se hallan comprendidas en estas cuatro palabras?
El hemisferio de la derecha, encierra mares más reducidos, cuyos significativos nombres expresan todos los incidentes de una existencia femenina. El "Mar de la serenidad" es donde se mira la joven, y el "Lago de los Sueños", el que le refleja un porvenir sonriente. Viene en seguida el "Mar del Néctar", con sus oleadas de ternura y sus brisas de amor. El "Mar de la Fecundidad", el "Mar de las Crisis", el "Mar de los Vapores", cuyas dimensiones son demasiado reducidas quizá y, por fin, el extenso "Mar de la Tranquilidad", donde son absorbidas todas las falsas pasiones, todos los sueños inútiles, todos los deseos no satisfechos, y cuyos torrentes se derraman por último en el "Lago de la Muerte".
La hora de llegada a la Luna, la medianoche, había pasado y los viajeros aún se hallaban lejos de su propósito. Más todavía: sabían que jamás llegarían a poner un pie en el satélite terrestre.
A las doce y media, Barbicane se encontraba calculando la distancia que los separaba de la Luna; el cálculo arrojó la cifra de 1.400 kilómetros, una distancia ligeramente mayor que el radio de la Luna y que había de disminuir a medida que avanzaran hacia el Polo Norte. El proyectil se encontraba entonces sobre el décimo paralelo y no sobre el Ecuador, que había sido su destino original y desde aquella posición, cuidadosamente estudiada en el mapa, hasta el Polo, Barbicane y sus dos compañeros podían tener la mejor vista de la Luna y hacer las observaciones en condiciones inmejorables.
Con la ayuda de los anteojos, aquella distancia de mil cuatrocientos kilómetros quedaba reducida a catorce. El telescopio de las montañas Rocosas acercaba más la Luna, pero la atmósfera terrestre disminuía de manera considerable su potencia óptica de modo que Barbicane, desde su proyectil, con su anteojo en la mano, percibía detalles casi imposibles de apreciar por los observatorios de la Tierra.
—Amigos míos —dijo entonces el presidente con acento grave—, no sé dónde vamos, ni si volveremos jamás a ver el globo terrestre. Sin embargo, sigamos como si nuestros estudios debieran servir algún día a nuestros semejantes. Ahora somos astrónomos; este proyectil es un gabinete del Observatorio de Cambridge transportado al espacio: hagamos uso de él.
Después de estas palabras se pusieron a trabajar con una atención y precisión extremadas, y reprodujeron fielmente los diversos aspectos de la Luna a las distancias variables que el proyectil ocupaba respecto del astro.
—¿Qué vemos en este instante? —preguntó Miguel.
—La parte septentrional del "Mar de los Nublados" —respondió Barbicane—. Estamos demasiado lejos para poder reconocer su naturaleza. Esas llanuras se componen sólo de arenas áridas.
—¿Qué monte es ése? —preguntó Miguel.
—"Copérnico" —respondió Barbicane.
—Veamos a "Copérnico".
Este monte se eleva a una altura de 3.438 metros sobre el nivel de la superficie de la Luna. Es muy visible desde la Tierra, y los astrónomos pueden estudiarlo perfectamente.
El proyectil dominaba el circo perpendicularmente en aquel momento. El contorno de "Copérnico" formaba así un círculo perfecto, y sus picos escarpados se destacaban con la mayor claridad, distinguiéndose un doble recinto angular.
Al pasar por encima de la llanura inmediata, pudo notar Barbicane un gran número de montañas poco importantes, y entre otras una de forma anular denominada "Gay–Lussac", cuya anchura mide veintitrés kilómetros.
Hacia el Sur, la llanura se mostraba muy plana, sin prominencias ni desigualdades. Por el contrario, hacia el Norte, y hasta el sitio en que confinaba con el "Mar de las Tempestades", tenía el aspecto de una superficie líquida agitada por un huracán, y cuyas olas se hubieran solidificado súbitamente. Sobre todo el conjunto y en todas direcciones se extendían las ráfagas luminosas que partían de la cumbre del "Copérnico". Algunas presentaban una anchura de treinta kilómetros y una longitud incalculable.
Ahora, el proyectil marchaba con una velocidad casi uniforme, a lo largo del disco lunar. Los viajeros, como se comprende fácilmente, no pensaban en descansar ni un momento. Cada minuto se les presentaba un paisaje nuevo que desaparecía rápidamente de su vista. A eso de la una y media vieron las cumbres de otra montaña; Barbicane, consultando su mapa, reconoció a "Eratóstenes".
Era una montaña anular de cuatro mil quinientos metros de altura, y formaba uno de los tantos circos del satélite. A propósito de esto Barbicane reafirmó a sus amigos la singular opinión de Kepler sobre la formación de dichos circos. Según el célebre matemático, aquellas cavidades en forma de cráteres debían haber sido abiertas por la mano de los hombres.
Pronto desapareció "Eratóstenes" bajo el horizonte, sin que el proyectil se hubiera acercado lo suficiente para permitir una observación rigurosa. Aquella montaña separaba los "Apeninos" de los "Cárpatos".
En la orografía lunar se han distinguido algunas cordilleras de montañas que se hallan distribuidas principalmente por el hemisferio Norte. Algunas, sin embargo, ocupan ciertas porciones del hemisferio Sur.
La más importante de estas cordilleras es la de los "Apeninos", cuyo desarrollo es de casi 680 kilómetros, desarrollo inferior, sin embargo, al de los grandes movimientos orográficos de la Tierra. Los "Apeninos" protegen la orilla oriental del "Mar de las Lluvias", y continúan al Norte por los "Cárpatos", cuyo perfil mide unos 450 kilómetros.
Los viajeros apenas pudieron vislumbrar la cumbre de los "Apeninos"; en cambio, la cordillera de los "Cárpatos" se extendió bajo sus miradas durante un largo rato y pudieron determinar perfectamente su distribución.
A eso de las dos de la mañana, Barbicane vio la montaña llamada "Piteas", de 1.559 metros de altura. La distancia del proyectil a la Luna no era ya más que de 1.200 kilómetros, reducida a poco más de 110 kilómetros por medio de los anteojos.
A las dos y media de la mañana el proyectil se encontraba a la altura del trigésimo paralelo lunar y a una distancia real de 1.000 kilómetros, distancia que un anteojo reducía a 10. A Barbicane continuaba pareciéndole imposible que llegasen a tocar en ningún sitio la superficie lunar, y la velocidad de traslación de la nave, relativamente mediana, le resultaba inexplicable a Barbicane, porque, a la distancia que se encontraban de la Luna, debía haber sido muy grande para neutralizar la fuerza de atracción.
Había un fenómeno que no podía explicarse, pero no disponía de tiempo para buscar su causa. La superficie lunar pasaba rápidamente ante ellos y ninguno quería perderse ni el más mínimo detalle. Veía el disco a una distancia de 10 mil metros por el anteojo, y los aeronautas que habían llegado a mayores alturas no habían pasado de los 8 mil metros, sin que pudiesen hacer grandes distinciones sobre la superficie de la Tierra. ¿Cuáles serían las observaciones de los tres viajeros?
Antes que nada es preciso señalar que 8 mil metros sobre la Tierra, no puede compararse con 10 mil metros sobre la Luna. La Tierra es muchísimo más grande que su satélite, por lo que a 8 mil metros apenas se ve una porción mínima de nuestro planeta. He aquí, en cambio, una descripción exacta de lo que Barbicane y sus amigos veían desde esa altura.
Veían antes que nada manchas extensas de colores variados. Los selenógrafos no están de acuerdo sobre la naturaleza de estas coloraciones, que son muy distintas unas de otras
Miguel Ardán se encontraba cerca del presidente, cuando observó las largas líneas blancas, vivamente iluminadas por los rayos directos del Sol. Era una serie de surcos luminosos muy diferentes de la irradiación que presentaba "Copérnico", y que se prolongaban paralelamente unos a otros.
Miguel, con su habitual ligereza, exclamó de inmediato:
—¡Vaya, campos cultivados!
—¿Campos cultivados? —respondió Nicholl encogiéndose de hombros.
—Por lo menos, labrados —replicó Miguel Ardán—. Pero ¡qué buenos labradores deben ser esos selenitas y qué bueyes tan gigantescos deben enganchar a sus arados para abrir tales surcos.
—No son surcos –dijo Barbicane—, son hendiduras.
—Está bien con las hendiduras —respondió con docilidad Miguel.
La realidad era que en ninguna parte se percibían movimientos; en ninguna parte aparecía vegetación. De los tres reinos que forman el globo terrestre, uno solo estaba representado en el globo lunar: el mineral.
—¡Ah! —dijo Miguel con aire desconcertado—. ¿Con que no hay nadie, eh?
—No —respondió Nicholl—, por lo menos hasta ahora. Ni un hombre, ni un animal, ni un árbol. Después de todo, si la atmósfera se ha refugiado en el fondo de las cavidades, en el interior de los circos o en la superficie opuesta de la Luna, nada podemos decir por el momento.
—Por lo demás —añadió Barbicane—, un hombre no es visible ni aún para la vista más perspicaz, a la distancia de siete kilómetros. Si hay selenitas, ellos pueden ver nuestro proyectil, pero nosotros no podemos verlos a ellos.
A las cuatro de la mañana, y a la altura del paralelo cincuenta, la distancia se había reducido a seiscientos kilómetros.
Eran las seis cuando vieron el Polo lunar. El disco no presentaba a las miradas de los viajeros más que una mitad fuertemente iluminada y la otra que desaparecía en las tinieblas. De repente el proyectil pasó la línea que dividía la luz intensa de la sombra absoluta, y quedó súbitamente sumido en la más profunda noche.