DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPITULO V

DESVIADOS POR UN CUERPO ERRANTE

Barbicane estaba tranquilo. Si todavía no podía saludar el éxito del viaje, la fuerza impulsiva inicial del proyectil había sido suficiente para llevarlo más allá de la línea de equilibrio de las fuerzas de gravedad de la Tierra y la Luna. Es decir; ni se quedarían inmóviles en el espacio, ni caería de regreso a la Tierra. En otras palabras, sólo faltaba por comprobar la tercera hipótesis, aquella que se refería a la llegada del proyectil a su blanco primitivo y principal: la superficie de la Luna.

Si se daba esta tercera hipótesis, significaba una caída de 35 mil kilómetros sobre el astro en el cual, si bien es cierto la gravedad no es más que una sexta parte de la gravedad de la Tierra, representaba de cualquier modo una caída formidable, y era preciso tomar toda suerte de precauciones para ello.

Estas precauciones sólo podían ser de dos tipos, dadas las circunstancias: uno era amortiguar el golpe de la caída; el otro tipo consistía en retardar esa caída, hacerla más lenta, y en consecuencia, menos violenta.

Era una lástima que Barbicane no pudiera emplear los medios que tan bien habían atenuado el choque de salida, es decir; el agua empleada como amortiguador y los tabiques movibles. Los tabiques existían, pero faltaba el agua, porque no se podía emplear en aquella mole que quedaba, puesto que era indispensable para el caso en que faltara agua los primeros días de estancia en el suelo lunar.

Por fortuna, Barbicane no sólo había empleado el agua como amortiguador en el despegue, también había provisto el disco movible de topes de muelle destinados a debilitar el choque contra el fondo después de la desaparición de los tabiques horizontales. Estos topes existían todavía, bastaba colocarlos y poner en su sitio el disco movible. Todas aquellas piezas, fáciles de manejar ahora, porque su peso era apenas perceptible, podían volver a montarse rápidamente.

Así se hizo; los diferentes trozos se reunieron sin dificultad por medio de pasadores, tuercas y demás útiles, que no faltaban. En un momento se halló el disco descansando en sus topes de acero, como una mesa bajo sus pies.

Una hora de trabajo exigió la colocación del disco, así es que eran más de las doce del día cuando terminaron. Barbicane hizo nuevas observaciones sobre la inclinación del proyectil, pero con gran disgusto suyo, éste no se había vuelto lo suficiente para una caída, más bien parecía seguir una curva paralela al disco lunar. El astro de la noche brillaba espléndidamente en el espacio, mientras, del lado opuesto, el astro del día incendiaba con su fuegos.

Aquella situación no dejaba de ser alarmante.

—¿Llegaremos? —preguntó Nicholl, un tanto inquieto.

—Hagamos como si fuésemos a llegar —respondió Barbicane.

—Ustedes son un atado de pesimistas —replicó Miguel Ardán—. Llegaremos y mucho más rápido de lo que quisiéramos.

Esta repuesta impulsó a Barbicane a volver a su trabajo preparatorio, y se ocupó en disponer los aparatos necesarios para retardar la caída.

Pero la inquietud de Barbicane aumentaba al ver que el proyectil resistía las influencias de la gravitación. El sabio, que creía haber previsto las tres hipótesis posibles, la vuelta a la Tierra, la caída a la Luna y la detención en la línea neutra, se hallaba, de improviso con una cuarta y nueva hipótesis, preñada de temores porque era lo desconocido. Para pensarlo, sin acobardarse, era preciso ser un sabio resuelto como Barbicane, un ser flemático como Nicholl, o un aventurero audaz como Miguel Ardán.

Se entabló, en seguida, una conversación sobre este asunto. Otros hombres hubieran considerado la cuestión bajo el punto de vista más práctico, tratando de averiguar a dónde los conducía el proyectil. Pero ellos lo primero que trataron fue la causa que había producido aquel efecto.

—¿Es decir que hemos descarrilado? —preguntó Miguel—. Pero ¿por qué?

—Mucho temo —respondió Nicholl —que a pesar de todas las precauciones tomadas, el "Columbiad" no haya sido bien apuntado. Un error por pequeño que sea, basta para lanzarnos fuera de la atracción lunar.

—¿Apuntaron mal, entonces? —preguntó Miguel.

—No lo creo —respondió Barbicane—. La perpendicular del cañón era perfecta, y su dirección al cenit de aquel sitio absolutamente exacta. Pues bien, pasando la Luna por el cenit, debíamos llegar a ella de lleno. Existe alguna otra razón, pero no doy con ella.

—¿Quizá llegaremos demasiado tarde? —preguntó Nicholl.

—¿Demasiado tarde? —repitió Barbicane.

—Sí —insistió Nicholl—. La nota del Observatorio de Cambridge dice que la travesía debe hacerse en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Lo cual quiere decir que, más pronto, la Luna no habrá llegado al punto indicado, y más tarde; habría pasado ya.

—Convenido —respondió Barbicane—; pero hemos partido el primero de diciembre, a las 11 menos 13 minutos y 20 segundos de la noche, y debemos llegar el 5 a las doce en punto de la noche, en el momento de estar la Luna llena. Ahora bien, son las tres y media de la tarde, y ocho horas y media debían bastar para conducirnos al punto de nuestro destino; ¿por qué es que no llegamos?

—¿No sería un exceso de velocidad? —preguntó Nicholl—. Porque la velocidad inicial ha sido mayor de lo que se suponía.

—¡No, cien veces no! —replicó Barbicane—. Un exceso de velocidad, si la dirección del proyectil hubiera sido buena, no nos habría impedido llegar a la Luna! ¡No! Hay una desviación; hemos sido desviados.

—¿Por quién y por qué? —preguntó Nicholl.

—No lo sé —respondió Barbicane.

—Pues bien, Barbicane —dijo entonces Miguel—, ¿quieres saber lo que pienso acerca del motivo de esa desviación?

—Habla.

—¡No daría cincuenta centavos por saberlo! ¡Nos hemos desviado, este es el hecho! ¿A dónde vamos? ¡No me importa! Ya lo veremos. ¡Qué diablos! Puesto que vamos atravesando el espacio, acabaremos por caer en un centro cualquiera de atracción.

Esta indiferencia de Miguel Ardán no podía contentar a Barbicane; y no porque le inquietara el porvenir; sino porque a toda costa quería saber por qué se había desviado el proyectil.

Mientras tanto, éste seguía marchando en sentido lateral a la Luna, y con él todos los objetos arrojados al exterior. Barbicane pudo cerciorarse, tomando puntos de mira en la Luna, cuya distancia era inferior a nueve mil kilómetros, de que su velocidad era uniforme. Otra prueba más de que no había caída.

No teniendo otra cosa que hacer; continuaron sus observaciones. Sin embargo, no podían ver aun las disposiciones topográficas del satélite. Todas las desigualdades de su superficie se nivelaban bajo la proyección de los rayos solares.

Así estuvieron observando por los cristales laterales hasta las ocho de la noche. La Luna se veía tan grande que cubría la mitad del firmamento. El Sol por un lado, y el astro de la noche por el otro, inundaban de luz el proyectil.

En aquel momento Barbicane creyó poder apreciar en 3.160 kilómetros solamente la distancia que los separaba de su objeto. La velocidad del proyectil parecía ser unos doscientos metros por segundo, o sea poco más o menos 770 kilómetros por hora. El fondo del proyectil se inclinaba hacia la Luna obedeciendo a la fuerza centrípeta; pero la fuerza centrífuga dominaba siempre, por lo tanto, era probable que la trayectoria rectilínea se convirtiera en una curva cualquiera, cuya naturaleza no era posible determinar.

Barbicane seguía buscando la solución de un problema que parecía no tenerlo; las horas pasaban sin cambios; el proyectil se acercaba visiblemente a la Luna, pero era también visible que no llegaría a ella. En cuanto a la distancia más corta a que llegaría, debía ser la resultante de las dos fuerzas atractiva y repulsiva que actuaban sobre el proyectil.

—Yo no pido más que una cosa —repetía Miguel—: pasar bastante cerca de la Luna para penetrar sus secretos.

—Maldita sea entonces —exclamó Nicholl— la causa que ha hecho desviar nuestro proyectil.

—Maldito sea entonces —respondió Barbicane, como si se le ocurriera de repente —aquel bólido que nos hemos encontrado en el camino.

—¡Eh! —dijo Miguel.

—¿Qué quieres decir? —exclamó Nicholl.

—Quiero decir —respondió Barbicane con acento de convicción— que nuestra desviación se debe únicamente al encuentro con ese cuerpo errante.

—Pero si no nos ha tocado —respondió Miguel.

—¿Y qué importa? Su masa, comparada con la de nuestro proyectil era enorme, y su atracción fue suficiente para influir en nuestra dirección.

—¡Tan poca cosa! —exclamó Nicholl.

—Sí, amigo Nicholl, pero por poco que fuera, en una distancia de 380 mil kilómetros, no hacía falta más para apartarnos de nuestro camino.

No cabía duda de que Barbicane había dado con la verdadera explicación para la desviación del proyectil. Por pequeña que hubiese sido la atracción de ese bólido errante, fue suficiente para desviar el curso de la nave. Lo cual no dejaba de ser toda una desgracia, no por la suerte que correrían los tres amigos, sino porque ellos habían demostrado que su aventurero viaje era posible, y un hecho casual, impredecible, lo había abortado... a no ser que se produjeran todavía otros acontecimientos excepcionales.

En cualquier forma, ¿pasarían lo suficientemente cerca para resolver; si es que a alguien todavía le interesaban, ciertos problemas de física y de geología, no resueltos aún por la ciencia? Esto era, en esa hora, lo único que les importaba a los intrépidos viajeros. La suerte que corrían... ni siquiera querían pensar en ello.

No obstante, ¿cuál sería la suerte que el destino les tenía deparada? ¡Qué sería de ellos en esas soledades infinitas? El aire, tan vital para la sobrevivencia humana, iba a faltarles en cualquier momento. En unos cuantos días, con toda seguridad, caerían asfixiados, uno tras otro, en ese proyectil convertido en viajero errante.

Ahora bien, para los hombres intrépidos como eran los tres amigos, unos cuantos días eran siglos. Y ya que teniéndola tan cerca, estaba también tan lejana, dedicaron cada instante a observar la Luna que no habrían de pisar. La distancia real que los separaba del astro de la noche era de unos novecientos kilómetros y en esas condiciones las observaciones que hacían no eran tan precisas como las que conseguían los habitantes de la Tierra por medio de sus telescopios.

En efecto, se sabe que el instrumento montado por John Ross en Parsontown, que aumenta el tamaño de los objetos seis mil quinientas veces, acerca la Luna a una distancia de poco más que 72 kilómetros; además, con el potente aparato instalado en Long's Peak, el astro de la noche, aumentado hasta cuarenta y ocho mil veces, se acercaba hasta menos de 9 kilómetros, pudiéndose distinguir perfectamente los objetos de diez metros de diámetro.

De manera que a la distancia a que se hallaban, los detalles topográficos de la Luna, observados sin anteojos, no estaban determinados en forma nítida. La vista abarcaba un extenso contorno de aquellas inmensas depresiones llamadas impropiamente mares, pero no les permitía reconocer su naturaleza. La prominencia de las montañas desaparecía en la espléndida irradiación que producía la reflexión de los rayos solares y que deslumbraba la vista hasta el punto de no poderla resistir.

Se percibía, sí, la forma oblonga del astro, que parecía un huevo gigantesco cuya extremidad más aguda miraba a la Tierra. En efecto, la Luna, líquida o maleable, en los primeros días de su formación, semejaba una esfera perfecta; pero al poco tiempo, atrapada por el centro de atracción de la Tierra, se prolongó bajo la influencia de la gravedad. Al convertirse en satélite, perdió la pureza nativa de sus formas, su centro de gravedad se adelantó al centro de la figura, y de esta disposición dedujeron algunos sabios la consecuencia de que el aire y el agua podrían haberse refugiado en la cara opuesta de la Luna, que nunca es visible para la Tierra.

Esta alteración de las formas primitivas del satélite no fue notoria sino durante unos cuantos minutos. La distancia del proyectil a la Luna disminuía con gran rapidez por efecto de su velocidad inicial; era ocho o nueve veces superior a la que llevan los trenes especiales de los ferrocarriles. La dirección oblicua del proyectil, por razón de esta misma oblicuidad, dejaba todavía a Miguel Ardán alguna esperanza de tropezar con un punto cualquiera del disco lunar. No podía creer que no había de llegar; y así lo repetía continuamente; pero Barbicane, mejor juez en la materia, no dejaba de repetirle con implacable lógica.

—No, Miguel; no podemos llegar a la Luna sino por una caída y no caemos.

Esto fue dicho en un tono que arrebató a Miguel sus últimas esperanzas.

La parte de la Luna a donde se acercaba el proyectil era el hemisferio boreal; el que los mapas selenográficos colocan abajo, porque estos mapas son dibujados generalmente de acuerdo a las imágenes que proporcionan los anteojos, los cuales, como es sabido, cambian de arriba a bajo la dirección de los objetos. Tal era el mapa selenográfico que consultaba Barbicane. Este hemisferio septentrional presentaba extensas llanuras sembradas de montañas aisladas.

La Luna estaba llena a medianoche; en aquel momento, los viajeros debían haber puesto el pie en ella, si el mal aventurado bólido no les hubiera desviado de su dirección. El astro llegaba puntual en las condiciones exactamente determinadas por el Observatorio de Cambridge; se hallaba matemáticamente en su perigeo y en el cenit del 28 grados paralelo. Un observador colocado en el fondo del enorme "Columbiad" apuntado perpendicularmente al horizonte, hubiera visto la Luna en la boca del cañón; la línea recta tirada desde el eje de la pieza habría atravesado el centro del astro de la noche.

No hace falta decir que en toda aquella noche del 5 al 6 de diciembre los viajeros no descansaron un instante. ¿Habrían podido cerrar los ojos tan cerca de aquel nuevo mundo? No. Todos sus sentimientos se concentraban en un solo pensamiento: ¡Ver! Como representantes de la Tierra, de la humanidad pasada y presente, que resumían en sí, la raza humana miraba por sus ojos aquellas regiones lunares cuyos secretos trataban de penetrar. Los tres se hallaban poseídos de una emoción profunda y no hacían más que ir de un cristal a otro.

Sus observaciones, reproducidas por Barbicane, fueron rigurosamente determinadas. Para hacerlas, tenían anteojos; para comprobarlas, tenían mapas.

Históricamente el primer observador de la Luna fue Galileo. Su anteojo era insuficiente, sólo aumentaba treinta veces el tamaño del astro. Sin embargo, en las manchas que salpicaban el disco lunar "como los ojos que marcaban la cola de un pavo real", fue el primero que reconoció montañas, y aún midió la altura de algunas, a las cuales atribuyó una elevación exagerada casi igual a la vigésima parte del diámetro del disco, o sea ocho mil ochocientos metros. Galileo no trazó ningún mapa que representase sus observaciones.

Los instrumentos de óptica que Barbicane tenía a su disposición eran excelentes anteojos marinos preparados especialmente para aquel viaje. Su fuerza alcanzaba a aumentar cien veces el tamaño de los objetos, lo que equivale a decir que hubiera hecho ver en la Tierra a la Luna a distancia de unos 4.500 kilómetros. Pero entonces, hallándose los observadores, a eso de las tres de la madrugada, a menos de ciento veinte kilómetros del astro, y sin el intermedio de atmósfera alguna, los instrumentos debían acercar la superficie lunar a unos mil quinientos metros de distancia.

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