DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPITULO IV
UNA EMBRIAGUEZ DESCONOCIDA
Los viajeros fueron testigos, entonces, de un fenómeno curioso y extraño, aunque perfectamente explicable y lógico: todo objeto que fuese lanzado al exterior del proyectil, seguiría la misma trayectoria que éste y no se detendría a menos que el proyectil se detuviese. La observación de esta curiosidad científica dio motivo a una animada conversación que les consumió toda la noche, sin que ninguno de los tres navegantes sintiese el menor cansancio.
Además, los tres estaban conscientes de que se acercaban al final de su temerario viaje y era lógico que la emoción fuese aumentando con el transcurso de las horas. Así como habían visto uno, esperaban ver otros fenómenos imprevisibles, totalmente nuevos para los terrícolas. Por ello se hallaban en una disposición de ánimo tal, que nada podía sorprenderles. De hecho, la imaginación sobreexcitada de los viajeros viajaba más adelante que ellos y a mayor velocidad.
Y si mencionamos la velocidad, bueno es recordar que, sin que ellos se diesen cuenta, la velocidad del proyectil disminuía de manera notoria, pero en cambio, veían crecer la Luna ante sus ojos y con ello se olvidaban de todo. Ya casi podían alcanzarla con la mano, pensaban.
Al día siguiente, con apenas unas horas de sueño, ya estaban en pie los tres amigos. Ése debía ser el último día de viaje: era el 5 de diciembre. Si los cálculos habían sido realizados con exactitud, esa misma noche, a las doce, es decir; alrededor de dieciocho horas más tarde, se produciría el plenilunio y ellos tocarían el suelo resplandeciente del satélite de la Tierra.
De modo que desde temprano por la mañana, cada uno instalado ante los tragaluces, que relucían plateados con el reflejo de los rayos lunares, saludó a su manera a la Luna con grandes exclamaciones en las que se mezclaban la alegría y la seguridad de llegar hasta ella.
La Luna avanzaba majestuosamente por el firmamento estrellado, faltándole ya muy pocos grados que recorrer para llegar al punto preciso del espacio en que debía encontrarse con el proyectil. Según sus propias observaciones, Barbicane calculó que llegarían al satélite por su hemisferio boreal, donde se extienden inmensas llanuras casi desprovistas de montañas, circunstancia favorable, si la atmósfera lunar se hallaba acumulada en las partes bajas, como era su creencia.
—Por otra parte —añadió Miguel Ardán—, una llanura es un sitio de alunizaje mucho más a propósito que una montaña. Un selenita que llegara a la Tierra en la cumbre del Mont Blanc o del Himalaya, podría decirse que no había llegado.
—Una llanura —añadió el capitán Nicholl—, en un terreno llano, el proyectil quedará inmóvil en cuanto llegue; en una pendiente rodaría como una avalancha, y como nosotros no somos ardillas, dudo que saliéramos sanos y salvos. De manera que todo va a pedir de boca.
"No tanto", pensaba Barbicane. Aunque el éxito de la audaz tentativa no parecía dudoso, había una reflexión que preocupaba al presidente quien, no obstante, la guardó para sí para no inquietar a sus compañeros.
La dirección del proyectil hacia el hemisferio norte de la Luna probaba que su trayectoria había sufrido cierta modificación: el tiro, matemáticamente calculado, debía llevar la bala al centro mismo del disco lunar. Si no llegaba allí, era señal de que había desviación. ¿Qué la había producido? Barbicane no podía explicárselo, ni determinar la importancia de aquel fenómeno, porque faltaban los puntos de mira. Confiaba en que no tendría más consecuencia que llevarlos hacia el borde superior de la Luna, región más favorable para la llegada.
Barbicane, sin comunicar estas inquietudes a sus amigos, se limitó a observar la Luna con frecuencia, procurando ver si la dirección del proyectil se modificaba. Porque la situación sería desesperada si el proyectil erraba el blanco y pasaba más allá del disco lunar; lanzándose a los espacios interplanetarios.
En aquel momento, en lugar de parecer plana, la Luna ya dejaba percibir su convexidad. Si el Sol la hubiese tocado en forma oblicua habrían podido distinguirse muy bien las sombras proyectadas por sus altas montañas, así como las bocas de sus cráteres, y las caprichosas ranuras que surcan sus llanuras extensas. Apenas se divisaban esas grandes manchas que dan a la Luna el aspecto de un rostro humano.
Miguel Ardán decía entretanto:
—Lo siento por la amable hermana de Apolo, que tiene el rostro lleno de viruelas.
Los viajeros, tan cerca ya de su objetivo, no se cansaban de observar aquel nuevo mundo.
Aquel último día les dejó recuerdos palpitantes, y anotaron hasta los menores detalles. A medida que se acercaban al fin del viaje, se apoderaba de ellos una vaga inquietud, que hubiera sido mucho mayor si hubieran sabido cuán escasa era su velocidad, la cual sin duda les habría parecido insuficiente para llegar al punto deseado. Y era porque en ese momento el proyectil casi no pesaba ya. Su peso disminuía en forma continua y debía reducirse a cero en aquella línea donde, neutralizándose, las atracciones terrestre y lunar habían de producir efectos sorprendentes.
A pesar de la emoción vivida, Miguel Ardán no se olvidó de preparar el desayuno con su habitual puntualidad. Comieron con muy buen apetito un excelente caldo preparado a la llama del gas, y unas carnes en conserva, rociadas con buenos tragos de vino de Francia. A propósito de esto, Miguel señaló que los viñedos lunares, calentados por el sol ardiente, debían producir vinos generosos, siempre que existieran, por supuesto. De todos modos, el previsor francés no se había olvidado de llevar unas cuantas de aquellas preciosas cepas del Medoc y de la Cote d'or; que pensaba aclimatar en la Luna.
En la nave, en tanto, el aire se mantenía en estado de pureza perfecta, gracias a la máquina diseñada para ello. En cuanto al oxígeno, decía el capitán Nicholl, "era seguramente de primera calidad".
Para que el aparato que hacía posible esta maravilla funcionara con regularidad, era preciso cuidar de que se mantuviera en buen estado; por lo tanto, todas las mañanas Miguel Ardán examinaba los reguladores de salida, probaba las llaves y arreglaba en el pirómetro el calor del gas. Todo marchaba bien hasta entonces, y los viajeros empezaban a adquirir cierto aspecto rotundo que los hubiera vuelto desconocidos al cabo de unos cuantos meses de encierro. En una palabra, los viajeros hacían lo que los pollos enjaulados: engordaban.
Mirando por los tragaluces, divisó Barbicane los restos del perro y los objetos arrojados fuera del proyectil, que le acompañaban obstinadamente. "Diana" exhalaba melancólicos aullidos al ver los restos de "Satélite", que parecían inmóviles como si descansaran en tierra.
—¿Saben ustedes, amigos míos —comentó Miguel Ardán—, que si uno de nosotros hubiera sucumbido al golpe de la salida, los demás se hubieran visto apurados para enterrarle, ya que su cadáver acusador nos habría seguido por el espacio como un remordimiento.
—Hubiera sido una cosa triste realmente —rió Nicholl.
—¡Ah! —prosiguió Miguel—. Lo que yo siento es no poder dar un paseo por ahí fuera. ¡Qué placer sería flotar en ese éter radiante, bañarse, revolcarse en esos rayos puros del Sol! Si Barbicane se hubiera acordado de traer un aparato de escafandra y una bomba de aire, me habría aventurado a salir; y hubiera tomado actitudes de quimera y de hipogrifo en lo alto del proyectil.
—Pues bien, querido Miguel —respondió Barbicane—, no hubieras hecho mucho tiempo el hipogrifo, porque, a pesar de tu traje de escafandra, el aire contenido en tu cuerpo te habría hecho reventar como una bomba, o como un globo que se eleva demasiado en el aire. Así, pues, no sientas nada y ten presente que, mientras flotemos en el vacío, tendrás que privarte de todo paseo sentimental fuera del proyectil.
Miguel Ardán se dejó convencer y la conversación pasó a otro asunto; pero sin decaer nunca; los tres amigos advertían que en aquellas condiciones brotaban las ideas en los cerebros como las hojas de los árboles al primer calor de la primavera.
Entre las preguntas y respuestas que se cruzaban, Nicholl planteó una cuestión que no podía resolverse con facilidad.
—Hasta ahora —dijo—, no hemos tratado sino de ir a la Luna, lo cual está muy bien; pero ¿cómo volveremos?
Sus dos compañeros se quedaron sorprendidos; se hubiera dicho que aquella dificultad se presentaba por primera vez.
—¿Qué quieres decir con eso, Nicholl? —preguntó Barbicane con acento grave.
—Me parece inoportuno —dijo Miguel— pensar en volver cuando no se ha llegado.
—No lo digo porque quiera volver —replicó Nicholl—, pero repito mi pregunta: ¿cómo haremos para regresar?
—No lo sé —respondió Barbicane.
—Y yo —dijo Miguel—, si hubiera sabido cómo iba a volver; no hubiera ido.
—Eso es responder —exclamó Nicholl, molesto.
—Apruebo las palabras de Miguel, y añadiré que la cuestión no tiene interés por el momento. Más tarde, cuando sea oportuno, trataremos el asunto. Si no tenemos el "Columbiad", tenemos el proyectil.
—¿Buen negocio! —exclamó el francés—. ¡Una bala sin fusil!
—¡El fusil —respondió Barbicane— se puede hacer; así como la pólvora! Supongo que no faltarán metales, nitro, ni carbón en las entrañas de la Luna. Además, para volver; no hay que vencer más que la atracción lunar; y basta recorrer 36 mil kilómetros para caer sobre el globo terrestre en virtud de las leyes de la gravedad.
—¡Basta! —dijo Miguel, animándose—. ¡No hablemos más de volver! Demasiado hemos hablado ya. En cuanto a comunicarnos con nuestros colegas de la Tierra, eso no será difícil.
—¿Y cómo?
—Por medio de bólidos lanzados por los volcanes lunares.
—Bien pensado, Miguel —respondió Barbicane en tono de convicción—. Laplace ha calculado que bastaría una fuerza cinco veces superior a la de nuestros cañones para enviar un bólido de la Luna a la Tierra, y no hay volcán que no tenga una potencia impulsiva superior a ésa.
—¡Magnífico! —exclamó Miguel—. Disponemos de factores cómodos y que no costarán nada. ¡Cómo vamos a reírnos de la Administración de Correos! Pero ahora se me ocurre...
—¿Qué se te ocurre?
—¡Una idea soberbia! ¿Por qué no hemos enganchado un hilo a nuestro proyectil? ¡Ahora podríamos cambiar telegramas con la Tierra!
—¡Mil diablos! —replicó Nicholl—. ¿Y el peso de un hilo de 388 mil kilómetros? ¿No lo tomas en cuenta?
—¡Para nada! ¡Se hubiera triplicado la carga del "Columbiad"! ¡Cuadruplicado, quintuplicado! —exclamó Miguel, cuya locuacidad tomaba una entonación cada vez más violenta.
—No hay que hacer más que una leve objeción a tu proyecto —respondió Barbicane—, y es que durante el movimiento de rotación del globo, nuestro hilo se habría arrollado a la Tierra como una cadena al cabrestante y nos habría arrastrado de nuevo hacia ella.
—¡Por las treinta y nueve estrellas de la Unión! —dijo Miguel—. ¡No tengo yo hoy más que ideas impracticables! ¡Ideas dignas de J. T. Maston! Pero ahora se me ocurre, que si nosotros no volvemos a la Tierra, J. T. Maston es capaz de venir a buscarnos.
—¡Oh! ¡Sí! vendría —replicó Barbicane—. Es un digno y valeroso compañero. Además, no hay cosa más fácil. ¿No está el "Columbiad" ahí, abierto en el suelo floridano? ¿Faltan elementos explosivos? ¿No ha de volver la Luna a pasar por el cenit de Florida? Dentro de dieciocho años ¿no volverá a ocupar el mismo sitio que ocupa hoy?
—Sí —repitió Miguel—, sí, Maston vendría, y con él nuestros amigos Elphiston, Blomsberry, todos los miembros del Club del Cañón, y serían bien recibidos. Y más adelante se establecerán trenes–proyectiles entra la Tierra y la Luna. ¡Viva J. T. Maston!
Es probable que si el respetable J. T. Maston no oía las exclamaciones hechas en honor suyo, por lo menos le ardían las orejas. ¿Qué estaría haciendo en aquellos momentos? Sin duda, apostado en las montañas Rocosas, en la estación de Long's Peak, trataba de descubrir el proyectil que gravitaba en el espacio. Si pensaba en sus compañeros, hay que convenir en que éstos le correspondían, y que, bajo la influencia de una exaltación particular; le dedicaban sus mejores pensamientos.
Pero, ¿por qué esa animación creciente de los huéspedes del proyectil? No podía dudarse de su sobriedad. Aquella insólita agitación ¿debía atribuirse a las circunstancias excepcionales en que se encontraban, a la proximidad del astro de la noche del que sólo les separaba unas cuantas horas, o a alguna influencia secreta de la Luna que obraba sobre su sistema nervioso? Sus rostros se encendían como si se encontraran a la boca de un horno; su respiración se había vuelto agitada y ruidosa; sus ojos brillaban con un fuego extraordinario; sus voces resonaban con acento formidable, lanzando palabras a borbotones; sus ademanes y movimientos eran tan agitados que les faltaba espacio y, sin embargo, no parecía que ellos advirtieran todo ese cambio.
—Pues ahora —dijo Nicholl en tono imperativo—, ahora que no sé si volveremos de la Luna, quiero saber qué vamos a hacer en ella.
—¿Qué vamos hacer? —respondió Barbicane, pateando como en un asalto de esgrima—. ¡No lo sé!
—¡No lo sabes! —exclamó Miguel, dando un grito que resonó estrepitosamente en aquel recinto estrecho.
—¡No, lo sé, ni me importa! —replicó Barbicane, gritando tanto como su compañero.
—¡Pues bien, yo sí lo sé! —respondió Miguel.
—Dilo, entonces —gritó Nicholl, que tampoco podía contenerse.
—Lo diré si me da la gana —exclamó Miguel, tomando con violencia el brazo de su compañero.
—Pues sería mejor que te diesen ganas —dijo Barbicane, echando llamas por los ojos y alzando la mano—. ¡Tú has sido el que nos ha arrastrado a este peligroso viaje, y queremos saber para qué!
—¡Sí! —dijo el capitán—. ¡Ya que no sé dónde voy, quiero saber a qué voy!
—¿A qué? —exclamó Miguel dando un salto de un metro—. ¿A qué? ¡A tomar posesión de la Luna en nombre de los Estados Unidos! ¡A añadir un Estado más a los treinta y nueve de la Unión! ¡A colonizar las regiones lunares, a cultivarlas y poblarlas, a transportar a ellas todas la maravillas del arte, de las ciencias y de la industria! ¡A civilizar a los selenitas, si es que no están más civilizados que nosotros, y a constituirlos en República, si no tienen ya esta forma de gobierno!
—¡Siempre que haya selenitas! —replicó Nicholl, que, bajo la influencia de aquella embriaguez inexplicable, se había vuelto terco y disentidor.
—¿Quién dice que no hay selenitas? —exclamó Miguel en tono de amenaza.
—¡Yo! —gritó Nicholl.
—Capitán —dijo Miguel—, no repitas esa insolencia o te la hago tragar con los dientes.
Los dos adversarios iban a lanzarse uno contra el otro, y aquella disputa se iba a convertir en pelea, cuando Barbicane se plantó entre ambos de un salto.
—¡Alto, desdichados! —dijo volviendo a sus compañeros de espaldas uno al otro—. ¡Si no hay selenitas, nos pasaremos sin ellos!
—Sí —exclamó Miguel, que no era el más terco—. ¡No nos hacen falta los selenitas! ¡Abajo los selenitas!
—Para nosotros el imperio de la Luna —dijo Nicholl.
—Nosotros tres constituiremos la República.
—Yo seré el Congreso —gritó Miguel.
—Y yo el Senado —añadió Nicholl.
—Y Barbicane el presidente —vociferó Miguel.
—¡Nada de presidente nombrado por la nación! —respondió Barbicane.
—¡Pues bien, te nombrará el Congreso —exclamó Miguel—, y como soy el Congreso, te nombro por unanimidad!
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra por el presidente Barbicane! —exclamó Nicholl.
—¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! —gritó Miguel.
Y en seguida, el presidente y el Senado entonaron con voz terrible la popular canción Yankee Doodle, mientras el Congreso hacía resonar los varoniles acentos de La Marsellesa.
Entonces empezó un baile desordenado, con ademanes descompuestos, patadas y cabriolas propias de dementes. "Diana" tomó parte en la fiesta, dando aullidos y saltando hasta la bóveda del proyectil. Entonces se escucharon fuertes aletazos, gritos penetrantes de gallo y de gallinas; cinco o seis de estas aves salieron volando y tropezando por las paredes como murciélagos a la luz del día...
En seguida, los tres compañeros de viaje, cuyos pulmones parecían desorganizarse bajo una influencia desconocida, embriagados o más bien inflamados por el aire que incendiaba su aparato respiratorio, cayeron sin conocimiento al fondo del proyectil.
¿Qué había ocurrido? ¿A qué se debía aquella extraña embriaguez, cuyas consecuencias podían resultar desastrosas para los viajeros? Se debía a una simple ligereza de Miguel, que por fortuna Nicholl pudo remediar a tiempo, ya que, luego de un desmayo que duró apenas unos minutos, el capitán fue el primero que recuperó el conocimiento.
Aunque había almorzado apenas dos horas antes, Nicholl sentía un hambre terrible que le atormentaba como si no hubiese probado bocado en dos días. Su estómago, lo mismo que su cerebro, se hallaban sobreexcitados en forma extraña. Se levantó y sugirió a Miguel que preparara una comida suplementaria. Pero Miguel yacía como un tronco y no le respondió. Entonces Nicholl decidió prepararse una taza de té para comer unas tostadas y lo primero que hizo fue encender un fósforo.
¿Cuál sería su sorpresa al ver que la llama de la cerilla arrojaba unA luz insoportable a los ojos, y que, aplicada al mechero de gas, éste lanzó unos resplandores como el mismísimo Sol?
Al instante, junto con explicarse la intensidad de la luz, se le hizo comprensible el extraño comportamiento que habían tenido los tres viajeros, con sus correspondientes perturbaciones fisiológicas así como sus facultades morales y pasionales.
—¡Es el oxígeno! —exclamó.
Y acercándose al aparato, vio que la llave dejaba salir en cantidad excesiva aquel gas incoloro, inodoro e insípido, eminentemente vital, pero que en estado puro produce los más graves desórdenes en el organismo. Miguel, en un momento de distracción, había dejado enteramente abierta la llave del aparato.
Nicholl se apresuró a contener aquel escape de oxígeno que saturaba la atmósfera, y que podía ocasionar la muerte de los viajeros, no por asfixia, sino por combustión.
Una hora más tarde, el aire, menos cargado, permitía a los pulmones respirar en su estado normal. Poco a poco volvieron de su embriaguez los tres hombres; pero tuvieron que dormir su oxígeno, como un beodo duerme el vino.
Cuando Miguel se enteró de la responsabilidad que le cabía en aquel suceso, no manifestó arrepentimiento. Al contrario, aquella embriaguez inesperada había roto un poco la monotonía del viaje. Muchas tonterías se dijeron bajo su influencia, pero todas estaban olvidadas ya.
—Y, además —añadió el jovial francés—, no me pesa haber saboreado un poco ese gas embriagador.
—Todo está muy bien, amigo Miguel —dijo Barbicane—, pero ¿no nos va a contar de dónde vienen esas gallinas que se han mezclado en nuestro concierto?
—¿Esas gallinas? ¿Qué gallinas?
—¡Mira!
En efecto, Miguel vio por primera vez esa media docena de gallinas y un gallo magnífico que andaban de acá para allá, revoloteando y cacareando.
—¡Ah, qué torpes! —exclamó Miguel—. ¡El oxígeno las ha puesto en revolución!
—¿Pero qué vas a hacer con esas gallinas? —preguntó Barbicane.
—¡Aclimatarlas en la Luna, por supuesto!
—Entonces, ¿por qué las escondías?
—¡Era una sorpresa que quería darte, mi digno presidente, pero que ha fracasado de un modo lamentable! ¡Quería soltarlas en la Luna sin decirte nada! ¡Cuánto te hubiera sorprendido el ver a esos volátiles terrestres picoteando en los campos lunares!
—¡Ah, querido amigo loco! —respondió Barbicane—. ¡Tú no necesitas oxígeno para perder la cabeza! ¡Siempre estás como estábamos hace un rato bajo la influencia del gas! ¡Loco rematado!
—¡Bah! ¿Y quién te ha dicho que en ese momento no estábamos más cuerdos que nunca? —replicó Miguel Ardán.
Después de esta reflexión filosófica, los tres amigos repararon el desorden del proyectil. Las gallinas y el gallo fueron encerrados otra vez en su jaula. Pero al hacer esta operación, Barbicane y sus dos compañeros advirtieron muy marcadamente un nuevo fenómeno.
Desde el momento en que salieron de la Tierra, su propio peso, así como el de los objetos que encerraba el proyectil y el de éste mismo, había sufrido una disminución considerable. Si no podían apreciar esta disminución respecto del proyectil, debía llegar un instante en que sería sensible respecto de ellos y de los utensilios e instrumentos que empleaban.
Excusado es decir que una balanza no habría apreciado esta pérdida de peso, porque las pesas la hubieran sufrido igual; pero una balanza de muelle, por ejemplo, cuya tensión es independiente de la atracción, hubiera demostrado con exactitud la pérdida sufrida.
¿Qué sucedería entonces? Existían tres hipótesis que debían producir consecuencias muy diferentes:
O el proyectil había conservado cierta velocidad y, pasando el punto de atracción equilibrada, caería en la Luna en virtud de la atracción lunar.
O faltándole la velocidad para llegar al punto de atracción equilibrada, caería a la Tierra en virtud de la atracción terrestre.
O, finalmente, animado por una velocidad suficiente para llegar al punto neutro, pero insuficiente para pasar de él, permanecería eternamente suspendido en aquel sitio.
Tal era la situación, y Barbicane explicó con toda claridad sus consecuencias a sus compañeros de viaje, a quienes el asunto interesaba en el más alto grado. Ahora bien, ¿cómo podrían saber si el proyectil había llegado al punto neutro situado a 350 mil kilómetros de la Tierra? Precisamente en el instante en que ni ellos ni los objetos encerrados en el proyectil se sintieran sometidos a las leyes de la gravedad.
Hasta entonces, los viajeros, si bien se daban cuenta de que esta acción disminuía cada vez más, no habían reconocido que faltase totalmente. Pero aquel mismo día, a eso de las once de la mañana, un vaso que tenía en la mano Nicholl, y que soltó sin darse cuenta, quedó en el aire en vez de caer al suelo.
—¡Bien —exclamó Miguel—, ahora vamos a tener un poco de física recreativa!
Y, en ese mismo instante, varios objetos, armas, botellas, que habían quedado tirados por ahí, se sostuvieron como por milagro.
Los tres compañeros, sorprendidos y estupefactos, a pesar de las razones científicas que tenían para explicar aquel fenómeno, sentían que faltaba a su cuerpo la gravedad. Si extendían sus brazos, se quedaban en esa posición sin bajarse; su cabeza no se inclinaba a ningún lado, y sus pies no tocaban el fondo del proyectil. Parecían ebrios a quienes les falta la estabilidad. La imaginación ha creado hombres invisibles o sin sombra. Pero allí, la realidad, sólo por la neutralización de las fuerzas atractivas, hacía hombres que no pesaban.
De repente, Miguel, tomando impulso, dio un salto, se desprendió del fondo y quedó suspendido en el aire. Sus dos amigos se le reunieron inmediatamente.
—¿Es esto creíble? ¿Es verosímil? ¿Es posible? —exclamó Miguel— ¡No! Y, sin embargo, es cierto.
—Si el proyectil pasa del punto neutro —dijo Barbicane— la atracción de la Luna nos llevará hacia ella.
—Entonces nuestros pies descansarán en la bóveda del proyectil —respondió Miguel.
—No lo creo —replicó Barbicane—; el proyectil tiene su centro de gravedad abajo y se volverá poco a poco.
—Entonces, todo nuestro mobiliario va a verse trastornado en un momento.
—No tengas cuidado, Miguel —respondió Nicholl—. No habrá trastorno alguno; ningún objeto se moverá, porque la evolución del proyectil se hará insensiblemente.
—Así será —añadió Barbicane—, y cuando haya pasado el punto de atracción equilibrada, su fondo, relativamente más pesado, lo arrastrará en una perpendicular a la Luna. Pero para que este fenómeno se produzca, es menester que hayamos pasado la línea neutra.
—¡Pasar la línea neutra! —exclamó Miguel—. Entonces vamos a hacer como los marinos cuando pasan el Ecuador; ¡mojemos nuestro paso!
Por medio de un leve movimiento lateral, Miguel se acercó a la pared; tomó allí una botella y vasos, los colocó en el espacio, delante de sus compañeros, y bebiendo alegremente, saludaron a la línea con una triple aclamación.
Aquella influencia de las atracciones duró una hora escasa. Los viajeros se sintieron poco a poco atraídos al fondo del proyectil, mientras el extremo superior de éste, según las observaciones de Barbicane, se apartaba poco a poco de la dirección de la Luna, y por un movimiento inverso, se acercaba a ella la parte inferior. La atracción lunar reemplazaba, pues, a la atracción terrestre. La caída hacia la Luna empezaba, aunque casi sin hacerse sentir todavía.
Pero poco a poco aumentaría la fuerza atractiva, la caída sería más marcada, el proyectil presentaría su cono superior a la Tierra, y caería con una velocidad creciente hasta la superficie selenita. El objetivo iba a conseguirse al fin, sin que nada pudiera impedir el buen éxito de la empresa; y así Nicholl y Miguel Ardán participaban de la alegría de Barbicane.
Después hablaron de todos aquellos fenómenos que los maravillaban uno tras otro, y especialmente aquella neutralización de la leyes de gravedad. Miguel Ardán, siempre entusiasta, quería deducir de ella consecuencias que no eran sino puro capricho.
—¡Ah, amigos míos, qué progreso tan grande si se pudiera uno librar de ese modo, en la Tierra, de esa gravedad, de esa cadena que nos sujeta a ella! ¡Sería la libertad del prisionero! ¡No más cansancio de brazos ni de piernas! Y si es verdad que para volar en la superficie de la Tierra, para sostenerse en el aire por el solo ejercicio de los músculos, se necesita una fuerza ciento cincuenta veces superior a la que poseemos, un simple acto de voluntad, un capricho nos transportaría al espacio, si la atracción no existiera.
—Así es — dijo Nicholl riendo—, si se llegara a suprimir el peso, como se suprime el dolor por la anestesia, se sembraría la paz en las sociedades modernas.
Sí —exclamó Miguel, fijo en su idea—, eliminemos el peso y se acabaron las cargas. No más grúas, no más gatas, no más cabrestantes, ni tornos, ni máquina alguna, que ya no serían necesarios.
—Muy bien dicho —replicó Barbicane—; pero si se suprimiera el peso de las cosas, ningún objeto permanecería en su sitio, ni tu sombrero en tu cabeza, ni tu casa, cuyas piedras se mantienen juntas por su peso. No podría haber barcos, porque si se sostienen sobre las aguas es sólo por la gravedad. No habría océano, puesto que sus olas no estarían contenidas por la atracción terrestre; en fin, tampoco habría atmósfera, porque sus moléculas, no hallándose retenidas por la gravedad, se dispersarían en el espacio.
—Triste sería —replicó Miguel—. No hay como la gente positiva para volverlo a uno brutalmente a la realidad.
—Pero consuélate, Miguel —replicó Barbicane—, porque si no hay astro alguno en que no existan las leyes de la gravedad, por lo menos vas a visitar uno en que aquélla es mucho menor que en la Tierra.
—¿La Luna?
—Sí, la Luna. Como su masa no es más que la sexta parte de la del globo terrestre, y la gravedad es proporcional a las masas, los objetos pesan allí seis veces menos.
—¿Y la notaremos nosotros? —preguntó Miguel.
—Indudablemente, ya que doscientos kilogramos no pesan más que treinta en la superficie de la Luna.
—Y nuestra fuerza muscular ¿no disminuirá?
—De ningún modo; en lugar de elevarte a un metro saltando, te elevarás a seis metros de altura.
—¡Así, pues, seremos Hércules en la Luna! —exclamó Miguel.
—Seguramente —respondió Nicholl—; tanto más cuanto que si la estatura de los selenitas es proporcional a la masa de su globo, tendrán apenas 30 centímetros de altura.
—¡Liliputienses! —replicó Miguel—. ¡Voy a hacer; pues, el papel de Gulliver! ¡Vamos a realizar la fábula de los gigantes! He aquí la ventaja de abandonar su planeta y recorrer el mundo solar.
—Espera un momento, Miguel —respondió Barbicane—, si quieres hacer el Gulliver; no visites más que los planetas inferiores, como Mercurio, Venus o Marte, cuya masa es menor que la de la Tierra. Pero no te arriesgues a visitar los planetas grandes, como Júpiter; Saturno, Urano o Neptuno, porque entonces se cambiarían los papeles y serias tú el liliputiense.
—¿Y en el Sol?
—En el Sol, si su densidad es cuatro veces menor que la de la Tierra, su volumen es unas trescientas veinticinco mil veces mayor; y la atracción, veintisiete veces más fuerte que en la superficie de nuestro globo. De manera que, guardadas todas las proporciones, los habitantes deberían tener por término medio sesenta metros de altura.
—¡Demonio! —exclamó Miguel—. Allá no sería ya más que un pigmeo.
—Gulliver entre los gigantes —dijo Nicholl.
—Justamente —respondió Barbicane.
—Y sería bueno llevar algunas piezas de artillería para defenderse.
—¡Bah! —replicó Barbicane—. Tus balas no harían efecto alguno en el Sol, y caerían al suelo a los pocos metros.
—¡Qué cosa más rara!
—Pero cierta —respondió Barbicane—.. La atracción es tan grande en aquel astro enorme, que un objeto del peso de setenta kilogramos en la Tierra, pesaría mil novecientos treinta en la superficie del Sol. Un sombrero, diez kilogramos; tu cigarrillo, un cuarto de kilo. Y, en fin, si tú cayeras al suelo en el continente solar; no podrías levantarte, porque tu peso sería unos dos mil quinientos kilogramos.
—¡Diablos! —dijo Miguel—. Sería necesario entonces llevar consigo una grúa. Pues bien, amigos míos, contentémonos por hoy con la Luna. Allí a los menos haremos una gran figura.