DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO II

MÁS ALLÁ DEL SONIDO

¿Qué había ocurrido? Ese terrible choque, ¿qué efectos había producido en el vagón—proyectil? Los ingeniosos constructores de él ¿habían visto coronados con éxito sus esfuerzos? Todo este despliegue de resortes, obturadores, las almohadillas de agua y los tabiques elásticos, ¿habían conseguido amortiguar el golpe del disparo del "Columbiad"? El ser humano, ¿había logrado controlar la fuerza de ese impulso inicial de once mil metros por segundo, suficiente para cruzar de París a Nueva York en unos pocos minutos? Preguntas como éstas eran las que se hacían los testigos que, por miles, habían presenciado el lanzamiento del proyectil.

Para la mayoría de los presentes, la preocupación giraba en torno a los pasajeros de ese proyectil. más que en el objetivo del viaje. J. T. Maston, por ejemplo, de haber podido asomarse al interior del proyectil, ¿qué es lo que hubiere visto?

En un primer momento no habría visto nada; la oscuridad en el interior era total. Las paredes del proyectil habían resistido el disparo sin que les causara el menor destrozo, abertura o deformación. El magnífico proyectil había pasado con éxito la prueba, dejando pasmados a quienes habían sostenido que la fricción de la salida del "Columbiad" iba a derretir el aluminio y esperaban una lluvia de aluminio líquido.

En cuento a los objetos que llevaba en su interior el proyectil, no parecían mayormente afectados; la mayoría había resistido muy bien el choque y se encontraban firmes en sus asideros, que estaban intactos. Sólo algunos habían sido lanzados contra la bóveda.

¿Y los viajeros? Sobre el disco flotante, que había sido empujado hacia el fondo del proyectil después de que cedieron los tabiques elásticos y se había salido el agua, se veían tres cuerpos inmóviles. ¿Respiraban todavía o aquel proyectil se había convertido para ellos en un féretro de metal que les llevaba de paseo por el espacio?

Algunos minutos después del despegue, el primero de los tres cuerpos se movió, estiró sus brazos, levantó la cabeza y finalmente se puso de rodillas. Era Miguel Ardán, que se palpaba minuciosamente; luego, lanzó un suspiro e hizo sonar su voz pare proclamar:

—Miguel Ardán está entero; vamos a ver a los demás.

Y el entusiasta francés quiso levantarse, pero no lo consiguió; su cabeza daba vueltas, y sus ojos, inyectados de sangre, no veían; parecía un hombre ebrio.

—¡Demonios! —dijo—. Me ha hecho el mismo efecto que dos botellas de Corton, pero sin el placer de haberlas bebido.

En seguida se pasó la mano por la frente y frotándose las sienes, gritó con fuerza:

—¡Nicholl! ¡Barbicane!

Esperó un rato con ansiedad y al no obtener respuesta, ni siquiera un suspiro que indicara que el corazón de sus amigos seguía latiendo, volvió a llamarlos; pero continuó el mismo silencio.

—¡Diablos! —dijo—. ¡Parece que hubieren caído de un quinto piso cabeza abajo! ¡Vaya! —añadió con su confianza imperturbable—. Si un francés ha podido ponerse de rodillas, dos americanos bien podrían ponerse de pie. Pero, ante todo, veamos lo que hacemos.

Ardán sentía que poco a poco iba recobrando la vida; su pulso se calmaba y su sangre recobraba su circulación acostumbrada. Haciendo nuevos esfuerzos, consiguió ponerse de pie y mantenerse en equilibrio; se levantó, encendió una cerilla, y la acercó al mechero. Entonces pudo asegurarse de que el recipiente que lo contenía no había sufrido ningún desperfecto, ni el gas se había salido; lo cual, además, ya se lo habría revelado el olor, y, en tal caso, tampoco habría podido encender la luz sin peligro porque el gas, mezclado con el aire, habría formado una mezcla detonante cuya explosión habría acabado lo que la sacudida habría podido haber comenzado.

Cuando tuvo encendida la luz, Ardán se acercó a sus compañeros, cuyos cuerpos estaban uno sobre otro como masas inertes, Nicholl encima y Barbicane debajo.

Ardán cogió a Nicholl, lo incorporó, lo recostó sobre un diván y empezó a darles friegas vigorosamente. Por este medio, practicado con inteligencia, consiguió reanimar al capitán, que abrió los ojos, recobró instantáneamente su sangre fría, tomó la mano de Ardán y mirando luego a su alrededor:

—¿Y Barbicane? —preguntó.

—Ya le llegará el turno —respondió tranquilamente Miguel Ardán—. He empezado por ti, que estabas encima; vamos:

Ardán y Nicholl levantaron al presidente del Club del Cañón y lo colocaron sobre el diván. Barbicane no parecía haber sufrido más que sus compañeros; se veía que había perdido sangre, pero Nicholl se convenció pronto de que aquella hemorragia provenía de una herida leve en el hombro. Barbicane, sin embargo, tardó algún tiempo en volver en sí, lo cual no dejó de sobresaltar a sus compañeros, que continuaban dándole friegas sin cesar.

—Sin embargo, respira —dijo Nicholl, acercando su oído a la cara del presidente.

—Sí —respondió Ardán—, respira como el que tiene costumbre de hacerlo todos los días; frotemos, Nicholl, frotemos sin cesar.

Y los improvisados enfermeros lo hicieron con tanta perfección que Barbicane recobró el sentido, abrió los ojos, tomó la mano a sus amigos y formuló su primera pregunta:

—¿Avanzamos Nicholl?

Nicholl y Ardán se miraron, recordando que no habían pensado en el proyectil, porque su primer pensamiento había sido para sus compañeros y no el vehículo.

—¡Buena pregunta! ¿Marchamos? —repitió Miguel Ardán.

—¿O reposamos tranquilamente sobre la tierra de Florida? —preguntó Nicholl.

—¿O en el fondo del golfo del México? —añadió Miguel Ardán.

—¡Vaya una idea! —exclamó el presidente Barbicane.

Y aquellas extrañas opiniones de sus compañeros le devolvieron sus sentidos de inmediato.

De todos modos, no podían afirmar nada acerca de la situación del proyectil, pues su aparente inmovilidad y le falta de comunicación con el exterior no permitían esclarecer la situación. Tal vez el proyectil desarrollaba su trayectoria por el espacio; tal vez después de una corta ascensión, había vuelto a caer en tierra o en el golfo de México, lo cual no era imposible, debido a la poca anchura de la península floridana.

El caso era grave, el problema era de interés, y urgía resolverlo.

—Veamos primero dónde estamos —dijo Ardán—. Abramos les escotillas.

Lo hizo así y un triple grito de júbilo se produjo en el interior de la cápsula.

—¡No hemos caído a Tierra!

—¡Ni a las profundidades del golfo de México! ¡Ved las estrellas!

—¡Hurra!

—Abramos el tragaluz del lado contrario —propuso Barbicane, accionando el dispositivo que corría las planchas metálicas.

En el mismo instante le llamó la atención un objeto brillante que, al parecer, se aproximaba con rapidez vertiginosa.

—¿Cómo? ¿ Otro proyectil? —exclamó Ardán.

Barbicane, nada respondió. Se encontraba sorprendido y alarmado. El objeto iba agrandándose por momentos, conforme la distancia entre ambos era menor, hasta que de pronto desapareció tras la cara oculta de la Luna.

—Creo que ya sé de qué se trata —explicó Barbicane—. Es un bólido enorme retenido por la atracción de la Tierra y convertido en su satélite.

La viva claridad lunar iluminaba el proyectil en su interior y los audaces viajeros observaban el espacio con creciente interés.

Las estrellas parecían multiplicadas y con una luz azulada y muy brillante.

—¿Dónde está la Tierra? —preguntó Ardán.

Barbicane le hizo sitio junto al tragaluz, diciendo:

—Ahí la tienes.

En efecto, la gran esfera de la Tierra aparecía bajo una luz irreal.

—Parece como una media luna argentada.

—Pero se divisan las sombras de los continentes.

Barbicane dijo de pronto:

—No hemos oído la detonación del "Columbiad".

Era cierto y todos se propusieron resolver el enigma. Pero mientras tanto, los tres viajeros permanecían con la vista en la Tierra, en tanto el proyectil se alejaba de ella con rapidez uniformemente decreciente. Una somnolencia irresistible invadía sus cerebros. ¿La producía el cansancio físico? ¿El agotamiento moral?

—Parece que todos tenemos sueño —dijo Miguel Ardán—. Podíamos descansar.

—Bien pensado —replicó Nicholl.

Antes de dirigirse a su lecho, el francés se fue al lugar donde había acondicionado las gallinas, sin que sus compañeros se enteraran. Se hallaban en perfectas condiciones. Por el contrario, en el compartimento especial donde iban los dos perros, uno de ellos apareció conmocionado. Debía haberse golpeado la cabeza contra la bóveda en el momento del lanzamiento.

—Esperemos que se recobre —dijo Ardán, disponiéndose a curar la. herida del animal—. De lo contrario no sé qué podríamos hacer con él.

No llevarían dormidos más de un cuarto de hora cuando Barbicane se levantó bruscamente y, despertando a sus compañeros, gritó con voz formidable:

—¡La encontré! ¡La encontré!

—¿Pero qué diablos has encontrado? —preguntó Ardán, saltando del lecho.

—¡La causa que nos impidió oír la detonación del "Columbiad"!

—¿Y es...? —quiso saber Nicholl.

—No la oímos porque nuestro proyectil partió con velocidad muy superior a la del sonido.

Después de escuchar esta curiosa, aunque muy exacta y precisa explicación, los tres navegantes volvieron a dormirse profundamente. ¿En qué lugar podían haber hallado un dormitorio más tranquilo y estable? En ninguna parte.

De modo que el sueño de los tres viajeros, cuyos nervios habían sido sometidos a grandes pruebas en las últimas horas, hubiera podido prolongarse en forma indefinida, de no haberles despertado un ruido absolutamente insólito en aquel lugar. Esto ocurrió alrededor de les 7 de la mañana del día 2 de diciembre; o sea, ocho horas después de la partida.

Aquel ruido era un ladrido perfectamente reconocible.

—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Miguel Ardán, incorporándose de inmediato.

—Tienen hambre —dijo Nicholl.

—¡Ya lo creo! —respondió Miguel—, nos habíamos olvidado de ellos.

—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.

Los buscaron y los encontraron, a uno escondido bajo el diván. Espantado y anonadado por el choque inicial, había permanecido en aquel escondrijo hasta que recobró la voz y el hambre.

Era la pobre "Diana", bastante atemorizada todavía, y que salió de su escondite, no sin hacerse rogar, a pesar de que Miguel Ardán la animaba con sus caricias.

—¡Bueno! —dijo Barbicane—, pero, ¿dónde está el otro?

—No debe estar lejos —respondió Ardán—. ¡"Satélite", toma, "Satélite"!

Pero "Satélite" no aparecía, y "Diana" continuaba quejándose. Sin embargo, no estaba herida y se le sirvió una torta apetitosa que puso fin a sus ayes.

En cuanto a "Satélite", parecía perdido, y fue necesario buscarlo largo rato, hasta que se le encontró en uno de los compartimientos superiores del proyectil, a donde había sido lanzado por el choque. El pobre animal se hallaba en un estado lastimero.

—¡Diablos! —dijo Miguel—; aquí podemos ver ya comprometida nuestra aclimatación.

El infeliz perro, que se había roto la cabeza contra la bóveda y que parecía difícil pudiera curarse, fue bajado con cuidado. Lo tendieron sobre un almohadón, y allí exhaló un quejido.

—Nosotros te cuidaremos —dijo Miguel—; somos responsables de tu existencia.

En seguida dio un trago de agua el herido, que le bebió con avidez.

Pero el interés de los viajeros estaba en observar atentamente la Tierra y la Luna. La Tierra no aparecía ya sino como un disco ceniciento que terminaba en un arco luminoso más estrecho que la víspera; pero su volumen era todavía enorme, comparado con el de la Luna que se acercaba cada vez más a un círculo perfecto.

—¡Demonios! —dijo entonces Miguel Ardán—. Siento no haber partido en el momento de haber Tierra llena, es decir cuando el globo se hallaba en oposición con el Sol.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque habríamos visto bajo un aspecto nuevo nuestros continentes y nuestros mares. Desearía haber visto esos polos de la Tierra, donde no ha llegado la mirada del hombre.

En aquel preciso momento, el proyectil salía del cono de sombra proyectado por el globo terrestre, y los rayos del astro brillante fueron a herir directamente el disco inferior del proyectil.

—¡El Sol! —exclamó Miguel Ardán.

—Sin duda —respondió Barbicane—, ya lo esperaba.

En efecto, bajo la influencia de aquellos rayos cuya temperatura y brillo no templaba ninguna atmósfera, el proyectil se calentaba y recibía una luz como si hubieran pasado súbitamente del invierno al verano. La Luna por un lado y el Sol por otro, lo inundaban con sus resplandores.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Nicholl.

—¡Ya lo creo! —exclamó Miguel Ardán—. Con un poco de tierra vegetal extendida sobre nuestro planeta de aluminio, haríamos crecer guisantes en veinticuatro horas; no temo más que una cosa, y es que se puedan fundir las paredes del proyectil.

—No tengas cuidado, amigo mío —respondió Barbicane—. El proyectil ha sufrido una temperatura mucho más elevada mientras atravesaba las capas atmosféricas.

Mientras hablaba, Barbicane se entretenía en ordenar cosas, como si nunca debiera salir de él, e inspeccionaba todo al interior del proyectil.

Se recordará que aquel vagón aéreo tenía en su base una superficie de dieciocho metros cuadrados. Tenía cuatro metros de altura hasta el vértice de su bóveda; se hallaba distribuido hábilmente en todo su interior, y los instrumentos y utensilios de viaje se hallaban perfectamente acomodados cada uno en un sitio especial, de manera que los tres viajeros podían moverse dentro con entera soltura. El grueso cristal fijo en una parte del fondo podía sostener sin peligro un gran peso. Así, Barbicane y sus compañeros andaban sobre él como sobre un piso sólido; pero el Sol, que lo hería con sus rayos directos, iluminando por abajo el interior, producía efectos de luz muy singulares.

Terminada la inspección a satisfacción de todos, cada cual volvió a observar el espacio por las ventanas laterales y a través del cristal inferior.

El espectáculo continuaba siendo el mismo; toda la extensión de la esfera terrestre hormigueaba en estrellas y constelaciones de un brillo maravilloso que hubiera vuelto loco de gozo a un astrónomo. Por un lado el Sol, como la boca de un horno encendido, presentaba su disco deslumbrador sin aureola y destacándose en el fondo negro del cielo. Por el otro, la Luna les enviaba sus rayos reflejados, y aparecía como inmóvil en medio del mundo estelar. Después, una mancha bastante oscura, marcaba el sitio de la Tierra.

Los observadores no podían apartar sus miradas de aquel espectáculo tan nuevo, del que no podría dar idea ninguna descripción. ¡Qué de reflexiones les sugirió! ¡Cuántas emociones desconocidas despertó en sus almas! Barbicane quiso comenzar la relación de su viaje bajo el efecto de aquellas impresiones, y anotó hora por hora todos los hechos que marcaban el principio de su empresa, escribiendo tranquilamente con su letra grande y su estilo un tanto comercial.

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