DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO IX

Interrogantes que incomodan

Cuando se restableció el silencio, todos pensaron que este incidente debía terminar la discusión. Era la última palabra, y difícilmente se hubiese encontrado otra mejor. Sin embargo, cuando se hubo calmado la agitación, se oyeron las siguientes frases pronunciadas con voz fuerte y sonora: —Ahora que el orador ha pagado un simpático tributo a la fantasía ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?

Todas las miradas se dirigieron a quien había hablado. Era un hombre flaco, enjuto, de semblante enérgico, con una perilla a la americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando la agitación que se había producido en la asamblea, consiguió colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados, mirada imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que convergían en él, ni los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras.

—¡Estoy esperando su respuesta –agregó desafiante, y planteo de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y preciso. En seguida añadió–: Estamos aquí para preocuparnos de la Luna y no de la Tierra.

—Caballero, usted tiene razón –respondió Miguel Ardán–. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.

—Caballero –replicó el desconocido–, usted está empeñado en que nuestro satélite se halla habitado. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar; porque en la superficie de la Luna no hay la menor molécula de aire ¡y esto lo digo por el interés de usted!

Al oír esta afirmación, levantó Ardán su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a entablar una lucha verbal sobre lo más importante de la cuestión.

—¿Con que no hay aire en la Luna? ¿Y quién lo dice? –preguntó, mirándole fijamente.

—Los sabios.

—¿De veras?

—De veras.

—Caballero –replicó Ardán–; lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.

—¿Conoce usted a alguno que pertenezca a esta última categoría?

—Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado para vivir en el agua.

—No se trata de esos sabios, y los nombres que yo puedo citar en apoyo de mi proposición son respetables para cualquiera, incluso para un caballero como usted.

—Entonces pondría en grave apuro a un pobre ignorante como yo que, por otra parte, no deseo más que aprender.

—¿Por qué, entonces, habla de cuestiones científicas si no las ha estudiado? –preguntó el desconocido bastante brutalmente.

—¿Por qué? –respondió Ardán–. Por la misma razón que es siempre intrépido el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la que hace mi fuerza.

—Más que debilidad, yo diría locura –exclamó el desconocido, en un tono sumamente agrio.

—¡Tanto mejor –respondió el francés–, si mi locura me lleva a la Luna! ¿No es la Luna el planeta de los locos?

Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que con tanta audacia se planteaba como un obstáculo para la empresa. Nadie le conocía, y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una discusión tan francamente empeñada, miraba con recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.

—Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes –respondió el adversario de Miguel Ardán–. Me atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido alguna atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.

—Ponga usted cuantos hechos quiera amigo –respondió Miguel Ardán con perfecta galantería.

—Todos sabemos –dijo el desconocido– que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta o, lo que es lo mismo, experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna ni dan el menor indicio de refracción. Es, pues evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.

Todos miraron a Ardán con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.

—Debo informarle a usted –respondió Miguel Ardán con la mayor calma–, que un hábil astrónomo francés, observando el eclipse del sol del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra explicación posible.

—¿Pero el hecho es cierto? –preguntó con viveza el desconocido.

—Absolutamente cierto.

Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio. Ardán repitió la frase y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener; dijo sencillamente:

—Esto le demuestra, pues mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es probablemente sutil, pero la ciencia en la actualidad admite generalmente su existencia.

—En las montañas –respondió el desconocido, que no quería dar su brazo a torcer.

—Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más allá de algunos centenares de centímetros.

—Aunque así fuese, será preciso tomar muchas precauciones, porque el tal aire estará terriblemente enrarecido.

—¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo y, además, una vez allí, procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en las grandes ocasiones.

Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.

—Ahora bien –repuso Miguel Ardán con cierta indiferencia–, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar tenemos también que admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Nosotros no conocemos más que un lado del disco de la Luna y, aunque ha ya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el opuesto.

—¿Por qué razón?

—Porque bajo la acción de la atracción terrestre, el centro de gravedad de la Luna está situado en el otro hemisferio y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han debido ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de su creación.

—¡Paradojas! –exclamó el desconocido.

—¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica y que me parecen difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta proposición.

La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes. El adversario de Miguel Ardán quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.

—¡Basta! ¡Basta!

—¡Fuera el intruso!

—¡Fuera! ¡Fuera! Y otros irreproducibles gritos lanzaba la multitud enardecida.

Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba pasar la tempestad sin moverse, la cual hubiese tomado proporciones formidables si Miguel Ardán no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un carácter demasiado caballeresco para abandonar a su contradictor en el apuro en que le veía.

—¿Desea usted decir algo más? –le preguntó con la mayor cortesía.

—¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la inercia de esa aceleración explosiva va a hacerlo pedazos!

—Mi querido colega, acaba usted de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única dificultad; pero la buena opinión que tengo formada del genio industrial de los norteamericanos me permite creer que llegará a resolverse...

—¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?

—¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!

—¿Y víveres? ¿Y agua?

—He calculado que podría llevar víveres y agua para un año –respondió Ardán–, y la travesía durará cuatro días.

—¿Y aire para respirar durante el viaje?

—Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.

—Pero ¿y la caída en la Luna, suponiendo que le apunten correctamente?

—Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la superficie de la Luna.

—¡Pero aun así será suficiente para romperlo todo, incluido usted, como si fuera una figurita de cristal!

—¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?

—Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a su favor todas las probabilidades, aun admitiendo llegar sano y salvo a la Luna, ¿cómo va a regresar a la Tierra?

—¡No volveré!

A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de él para protestar por última vez.

—¡Ah! ¡Eso es demasiado! –exclamó el adversario de Miguel Ardán–. ¡Y no sé por qué pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! Usted va a matarse. Pero no voy a pedirle que desista de esta empresa en que usted se ha empeñado. ¡Usted no tiene la culpa!

—¡Oh! ¡No pierda los estribos, amigo!

—¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de esta locura y de la muerte de usted.

—¿Sobre quién? –preguntó Miguel Ardán con voz imperiosa–. ¿Sobre quién? ¡Dígalo de una vez!

—Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan imposible como ridícula.

El ataque era directo. Barbicane, desde la intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho para contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose ultrajado de una manera tan terrible, se levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su adversario, que le miraba frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad, cuando se vio súbitamente separado de él. La muchedumbre acababa de dictar su veredicto. Cien brazos vigorosos levantaron en alto el estrado, y el presidente del Club del Cañón tuvo que compartir con Miguel Ardán los honores del triunfo. La carga era pesada, pero los que la llevaban se iban relevando sin cesar; luchando todos con el mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella manifestación el apoyo de sus hombros.

Sin embargo, el desconocido no se había aprovechado del tumulto para dejar su puesto. En todo caso ni aunque hubiese querido hubiera podido evadirse en medio de aquella compacta muchedumbre. Pero él no pensó en escurrirse y se mantuvo en primera fila, con los brazos cruzados, mirando a Barbicane como desafiándolo a un duelo a muerte.

Tampoco Barbicane le rehuyó la mirada, y los ojos de aquellos dos hombres se cruzaron como dos espadas diestramente esgrimidas.

Los gritos de la muchedumbre siguieron durante toda la marcha triunfal. Miguel Ardán se dejó llevar con un placer evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los dos héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar; no se marearon, y la nave llegó sin ningún percance al puerto de Tampa.

Miguel Ardán pudo afortunadamente ponerse a salvo de los abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En el hotel Franklin encontró un refugio, subió a su cuarto y se metió entre sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres velaba bajo sus ventanas.

Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y decidida entre el personaje misterioso y el presidente del Club del Cañón.

Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su adversario.

—¡Venga usted! –le dijo con voz breve.

El desconocido le siguió y no tardaron en hallarse los dos solos en un malecón cercano. No se conocían aún, y se miraron.

—¿Me dirá su nombre? –preguntó Barbicane.

—Capitán Nicholl.

—Me lo figuraba. Hasta ahora la casualidad no nos había colocado en el mismo camino...

—¡Me he colocado en él yo mismo!

—¡Me ha insultado!

—Públicamente.

—Requiero satisfacción del insulto.

—Ahora mismo.

—No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros. Hay un bosque, el bosque de Skernaw, a tres millas de Tampa. ¿Lo conoce?

—Lo conozco.

—¿Tendrá inconveniente en entrar en él por un lado mañana por la mañana a las cinco?

—Ninguno, si a la misma hora entra usted por el otro lado.

—¿Y no olvidará llevar su rifle? –dijo Barbicane.

—¡Usted no olvide el suyo! –respondió Nicholl.

Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el presidente del Club del Cañón y el capitán se separaron. Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la noche buscando el medio de evitar el efecto demoledor de la aceleración explosiva en el disparo del proyectil y resolver el difícil problema presentado por el capitán Nicholl en la discusión de esa tarde.

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