DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO VIII

Un aporte interesante e interesado

Los trabajos emprendidos por los socios del Club del Cañón podían darse por terminados y, sin embargo, aún debían transcurrir dos meses antes de enviar el proyectil a la Luna, tiempo en que el satélite estaría en la trayectoria, adecuada. Pero entonces un incidente inesperado, inverosímil, vino a fanatizar los ánimos anhelantes y el interés se hizo palpitante en el mundo entero.

El 8 de septiembre, Barbicane recibía el siguiente telegrama: "reemplácese granada esférica por proyectil cilindro-cónico. Partiré dentro. Llegaré vapor Atlanta . "

Firmaba el telegrama un tal Miguel Ardán.

—¿Quién diablos será este tipo? –exclamó Barbicane, dejándose llevar por la cólera.

A partir de entonces, en Tampa-Town ya no se habló más que de Miguel Ardán. Y J. T. Maston, después de reflexionar, había gritado:

—¡Estupenda idea!

Pero, ¿quién sería aquel Miguel Ardán al que nadie parecía conocer y que pretendía viajar en el proyectil?

Cuando el trasatlántico "Atlanta" fondeó en el puerto de Tampa, fue materialmente asaltado por los socios del Club con Barbicane a la cabeza. Éste, con voz trémula por la emoción que en vano intentaba disimular, preguntó:

—¿Miguel Ardán?

—Presente –contestó un individuo desde la toldilla.

Barbicane consideró apreciativamente al hombre audaz que desde el otro lado del Atlántico le había enviado órdenes. Tendría unos cuarenta años, la frente despejada, cabellera roja, inteligencia en la mirada y un cuerpo atléticamente desarrollado. Poseía una acusada y magnética personalidad.

—¿Eres Barbicane? –preguntó Miguel Ardán, como si se hubiera dirigido a un compañero de la infancia.

—Sí, he venido a recibirte, como puedes apreciar. ¿De verás estás dispuesto a ocupar un lugar en el proyectil?

—Nada me detendrá –replicó Ardán.

En este preciso instante, J. T. Maston, entusiasmado, accionó con tal ímpetu su manogancho que rasgó la toldilla. El francés contempló con alegre ironía al grupo de lisiados, cojos, mancos, tuertos, etc. que había acudido a recibirle. Luego, volviéndose hacia el presidente del Club, indagó:

—¿Has modificado ya la forma del proyectil?

—Aguardaba tu llegada –replicó Barbicane sin comprometerse.

—Tengo un plan magnífico y cuento con medios de realización excelentes, y para que todos se enteren de ellos daré una conferencia mañana –dijo, con mucha seguridad, Ardán.

A todo el mundo le pareció que el sol venía con retraso esa mañana en que todos ardían de impaciencia. ¡Qué desvergüenza de sol tan remolón! ¡Qué falta de sentido social! Barbicane, temiendo preguntas indiscretas a Miguel Ardán, hubiera querido reducir el auditorio de la conferencia a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus proyectos de protección y dejar a su nuevo amigo entregado a los peligros de una conferencia pública.

El sitio escogido fue un vasto campo deportivo en las afueras de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían velas de sobra, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios necesarios para la construcción de un entoldado gigantesco.

Un inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la otra restante ni oía ni veía, lo que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en aplausos.

A las tres apareció Miguel Ardán, acompañado de los principales miembros del Club del Cañón. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J.T. Maston, resplandeciente como el sol del mediodía y casi tan alegre como él.

Ardán subió a un estrado desde el cual paseaba sus miradas por un océano de sombreros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba allí como en su casa, jovial, familiar; amable. Respondió con un gracioso saludo a los hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés, muy correctamente, aunque sin ocultar su acento de extranjero:

—Caballeros –dijo–, a pesar del calor que tenemos todos aquí dentro, voy a tomarme algo de tiempo en dar algunas explicaciones acerca de los proyectos que nos interesan. Yo no soy un orador; ni un sabio, ni me gusta hablar en público; pero mi amigo Barbicane me ha dicho que ustedes quieren oírme.

—Por supuesto que sí –exclamó un adepto.

—Bien –prosiguió Ardán–. En primer lugar tengan presente que quien habla es bastante ignorante. Mi ignorancia es tanta que hasta ignoro las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un proyectil, me parece la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde o temprano había de emprenderse este viaje, y no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso.

—¡Hurra! – se oyó claramente desde el fondo.

—Calma –pidió el francés. Y prosiguió–. El hombre empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies, en seguida viajó en carro, después en coche, en diligencia, en barco, en ferrocarril y en globo. Pues bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir; y todo bien considerado, los planetas no son otra cosa que balas de cañón disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de ustedes, señores, creen que la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación alrededor del Sol, nos arrastra con una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo les pido que me permitan referirme a kilómetros, porque las medidas americanas me son poco familiares...

La petición pareció justa y se la concedieron sin dificultad. El orador prosiguió:

—Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Neptuno recorre 20.000 kilómetros por hora; Urano, 28.000; Saturno, 35.432; Júpiter; 46.300; Marte, 88.044; la Tierra, 110.000; Venus, 128.760; Mercurio, 210.080; ciertos cometas, cinco millones de kilómetros, en su perigeo. Y les repito que son las distancias que recorren en una sola hora. En cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, sólo tenemos que saltar a la Luna a cuarenta mil kilómetros por hora. Y ahora pregunto si no es evidente que todas esas velocidades serán algún día sobrepasadas por otras, probablemente gracias a la luz, la electricidad u otras que aún desconocemos.

Todos compartieron con entusiasmo esta afirmación del osado europeo.

—Mis estimados amigos –prosiguió–, si nos dejásemos convencer por ciertas mentalidades mezquinas (no quiero calificarlas de otro modo peor), la humanidad estaría encerrada en un círculo estrecho del que no podría salir; y quedaría condenada a vegetar en este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así; iremos a la Luna, iremos a los planetas, iremos a las estrellas, como se va actualmente de Liverpool a Nueva York, y el océano atmosférico lo cruzaremos como se atraviesan los mares de la Tierra. La distancia no es más que una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a la palabra "llegar".

La muchedumbre quedó atónita frente a una teoría que les pareció demasiado osada. Demasiado ambiciosa aun para los más optimistas.

Miguel Ardán lo comprendió.

—Caballeros. ¿Es que ustedes se asustan de las nuevas verdades? –añadió sonriéndose afablemente–. Yo los invito a razonar. ¿Saben cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar a la Luna? No más de trescientos días. ¿Les parece demasiado? Es menos de lo que tardaríamos en dar nueve veces la vuelta alrededor de la Tierra. Yo no gastaré en la travesía más que noventa y siete horas. ¡Pero muchos de ustedes piensan que la Luna está lejos de la Tierra, y que antes de emprender un viaje para ir a la ella se necesita meditarlo mucho! ¿Qué dirían si se tratase de ir a Neptuno, que gira a cuatro mil quinientos millones de kilómetros del Sol? He ahí un viaje que, aunque no costase más que a cinco centavos por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta millones.

Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Ardán, muy compenetrado del asunto, lo trataba con un entusiasmo soberbio. Sin dudar de la avidez con que recogían sus palabras, prosiguió con tranquila seguridad:

—¡Y hay quien sostiene que la distancia a la Luna es tremenda! ¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos! ¿Saben lo que yo opino acerca del mundo, que empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Desean oír mi teoría? Es muy sencilla. Para mí el sistema solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que lo componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es distinto al espacio que separa las moléculas del metal compacto, plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una convicción de que participarán todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto, como realidad, no existe. ¡Sólo existe el llegar!

—¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! –exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por el orador y por la osadía de sus conceptos.

—¡La distancia no existe! –¡Eso es! –exclamó J.T. Maston, con más energía que los demás–. ¡La distancia no existe!

Por la violencia de su ademán y por el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar; estuvo a punto de caer al suelo desde el estrado. A duras penas consiguió restablecer su equilibrio, evitando una brutal demostración de que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Mientras, tanto el entusiasta orador prosiguió.

—Amigos míos –dijo–, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he logrado convencer a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil en mis argumentos; seguramente por la insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera que sea, yo lo repito: la distancia de la Tierra a su satélite es, en realidad, poco importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes de proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la Luna.

—¡Hurra! ¡Hurra por Miguel Ardán! –exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos convencidos.

—¡Hurra por Barbicane! –respondió modestamente el orador.

Este acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido con una tormenta de aplausos.

—Ahora, amigos míos –añadió Miguel Ardán–. si tienen alguna pregunta que hacerme, trataremos de contestarla.

El presidente del Club del Cañón tenía motivos para estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Miguel Ardán, en alas de su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la cuestión descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.

—Gran problema me propones, mi amigo presidente –respondió el orador, sonriendo–; sin embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedemborg, Bernardino de Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por dar una respuesta afirmativa. Y yo me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a tu cuestión con otra, afirmo que sí: los mundos son habitables, están habitados, o lo han estado... ¡o lo estarán!

—¡Muy bien! –exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían su opinión a los de las últimas.

—La cuestión queda reducida a los siguientes términos –dijo el presidente del Club del Cañón– . ¿Son habitables los mundos? Yo creo que lo son.

—Y yo estoy seguro de ello –respondió Miguel Ardán.

—Sin embargo –replicó uno de los concurrentes–, hay argumentos en contra de la habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente indispensable que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y se helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.

—Siento –respondió Miguel Ardán– no conocer personalmente a mi distinguido antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero creo que se la puede responder razonablemente. Si yo fuese físico, daría una respuesta física. Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que viven en distintas condiciones de habitabilidad. Si yo fuese químico le diría que los aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado indiscutibles vestigios de carbono. En fin, si fuese teólogo, le diría que, según San Pablo, la mano divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos celestes. Pero yo no soy teólogo, químico, ni naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes leyes que rigen el universo, me limito a responder: No sé si los mundos están habitados; y como no lo sé, voy a verlos.

Nadie sabe si el otro personaje llegó a contestarle algo a Miguel Ardán. Los gritos frenéticos de la muchedumbre habrían aplastado hasta el ruido de un cañonazo.

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