DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPÍTULO V
En el lugar escogido
Florida había sido preferida a Texas. Los americanos de la Unión, que saben todos leer; se impusieron la obligación de estudiar la geografía de Florida. Los libreros nunca habían vendido tantos ejemplares de publicaciones sobre la geografía local. Fue necesario lanzar nuevas ediciones de todas ellas. Aquello era un delirio editorial.
Barbicane quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio del "Columbiad". Sin perder un instante puso a disposición del Observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un telescopio, y entró en tratos con la casa Breadwill, de Albany, para la fabricación del proyectil de aluminio. En seguida partió de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.
Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orléans, donde se embarcaron inmediatamente en el "Tampico", nave de la Marina Federal que el Gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana desaparecieron luego de su vista.
La travesía no fue larga. Dos días después de partir; el "Tampico" distinguió la costa floridense. Al acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el barco entró en la Bahía del Espíritu Santo.
La bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa, negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la desembocadura del río Hillisboro.
Allí fondeó el "Tampico" el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros desembarcaron inmediatamente.
Barbicane sintió palpitar con violencia su corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer; J.T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.
—Señores –dijo entonces Barbicane–, no tenemos tiempo que perder; y mañana mismo montamos a caballo para empezar a recorrer el lugar.
Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los tres mil habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del Club del Cañón, que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se encerró en un cuarto de la hostería Franklin y no quiso recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el oficio de hombre célebre.
Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y brío, relinchaban bajo sus ventanas. Pero no eran cuatro, sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres camaradas, bajó y se asombró de pronto al verse en medio de aquella cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense le explicó la razón que había para aquel despliegue de fuerzas.
—Señor –dijo–, hay seminolas.
—¿Qué son seminolas?
—Indígenas que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltarles.
—¡Bah! –dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.
—Siempre es bueno –respondió el floridense– tomar precauciones.
—Señores –repuso Barbicane–, les agradezco su atención, y partamos.
La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 28 grados C. pero frescas brisas del mar moderaban la temperatura.
Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el arroyo Alifica que desagua en la bahía de Hillisboro, más o menos quince kilómetros al sur de Tampa. Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y únicamente se ofreció a su vista la campiña.
Florida se divide en dos parte: una, al Norte, más populosa, menos abandonada, tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre el Atlántico y el golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que una angosta península roída por la corriente del Golfo, punta de tierra perdida en medio de un pequeño archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos buques del Canal de Bahamas. Aquella punta es el centinela avanzado del golfo en las grandes tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 151.975 kms. cuadrados, entre los cuales había que escoger uno situado más allá del paralelo 28 grados que conviniese a la empresa, por lo que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración del terreno y su distribución particular.
Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le interrogó acerca del particular; le respondió:
—Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro "Columbiad" en un terreno alto.
—¿Para estar más cerca de la Luna? –preguntó con sorna el secretario del Club del Cañón.
— No –respondió Barbicane sonriéndose–. Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no tendremos que luchar con las aguas, lo que nos permitirá prescindir del largo y penoso sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un pozo de gran profundidad.
—Tiene razón –dijo el ingeniero Murchisson–. En cuanto podamos, debemos evitar los cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se trata de un pozo estrecho y oscuro, en el que todos los instrumentos del perforador trabajan a ciegas. No. Nosotros trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.
—Sin embargo –respondió Barbicane–, si por la elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de metros sobre el nivel del mar.
—Tiene razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos conviene.
—¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo –dijo el presidente.
—¡Y yo el último! –exclamó J. T. Maston.
—Todo se hará a tiempo, señores –respondió el ingeniero–, y la Compañía de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.
—¡Por Santa Bárbara! –exclamó J. T. Maston–. Cien dólares por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir; durante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabía eso?
—Ni tenemos necesidad de saberlo –respondió el ingeniero.
Cerca de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unos dieciocho kilómetros. A los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. Allí se presentaban las esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albaricoqueros, bananeros y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y perfumes. A la sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y variado plumaje.
J. T. Maston y el mayor; no podían dejar de admirar la espléndida belleza de aquella naturaleza opulenta.
El presidente Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una aridez más sólida.
Siguieron avanzando, y tuvieron que vadear varios ríos, no sin algún peligro, porque estaban infestados de caimanes. J.T. Maston les amenazó con su temible mano postiza, pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos.
—¡Por fin llegamos! –exclamó Barbicane, levantándose sobre los estribos–. ¡He aquí la región de los pinos!
—Y la de los salvajes –respondió el mayor.
En efecto, algunos seminolas aparecían a lo lejos. Corriendo de un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o descargando fusiles de sordo estampido, se limitaron a estas demostraciones hostiles, sin inquietar a Barbicane y a sus compañeros que ocupaban el centro de una llanura pedregosa, vasto espacio descubierto que sumergía el sol en abrasadores rayos. La llanura estaba formada por una especie de dilatada elevación del terreno, que ofrecía, al parecer, a los miembros del Club del Cañón todas las condiciones que requería la colocación de su ""Columbiad"", el gigantesco cañón enclavado en tierra.
—¡Alto! –dijo Barbicane deteniéndose–. ¿Cómo se llama este sitio?
—Stone's Hill, "Colina de Piedra" –respondió uno de los floridenses.
Barbicane, sin decir una palabra, se apeó, sacó sus instrumentos y empezó a determinar la posición del sitio con la mayor precisión.
La escolta, agolpada en torno suyo, le examinaba en silencio.
El sol pasaba en aquel momento por el meridiano. Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó rápidamente su resultado y dijo:
—Este sitio está situado a 560 metros sobre el nivel del mar; a los 27 grados 7' de latitud y 5 grados 7' de longitud Oeste del Meridiano de Washington. Me parece que, por su naturaleza, árida y pedregosa, presenta todas las condiciones que el experimento requiere; en esta llanura, pues, levantaremos nuestros almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los trabajadores y desde aquí, desde aquí mismo –repitió, golpeando con el pie en el suelo–, desde aquí, desde la cúspide de Stone's Hill, nuestro proyectil volará a los espacios del mundo solar.