DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPÍTULO III
El proyectil y la historia del cañón
Con los datos proporcionados por Cambridge en su informe más los que ya anteriormente Barbicane tenía en su poder, convocó a los Socios a una nueva reunión para ultimar detalles.
—Mis queridos colegas; estamos llamados a resolver uno de los más importantes problemas de balística. Según nuestros cálculos, el proyectil irá perdiendo velocidad, de modo que alcanzará el punto neutro a las ochenta y tres horas y veinte minutos de viaje. A partir de ese momento, en trece horas y cincuenta y tres minutos podría llegar a la Luna.
Hurras y vítores entusiastas acogieron estas declaraciones.
—Ahora bien, con arreglo a la velocidad que el proyectil deberá llevar, habrá que calcular su volumen –añadió Barbicane.
—El "Columbiad", ensayado en el fuerte Hamilton –recordó uno de los presentes– lanzaba una bala de media tonelada de peso a una distancia de 95 kilómetros, con una velocidad de 730 metros por segundo, y es lo más veloz que hemos conseguido.
—La bala que lance nuestro "Columbiad" tendrá que ser lo suficientemente grande para llamar la atención de los habitantes de la Luna –dijo J. T. Maston.
—Suponiendo que los tenga –añadió otro de los socios.
Barbicane alzó la mano para imponer silencio y prosiguió:
—No basta con enviar a la Luna un proyectil: es necesario que le sigamos durante el trayecto basta el momento de llegar a su destino.
—¡Cómo! –exclamó la reunión a coro.
—Naturalmente –contestó Barbicane con seguridad-. De otro modo, nuestro experimento no produciría ningún resultado.
—Tendrá que tener dimensiones enormes –apuntó alguien.
—No es necesario. Ustedes saben que los instrumentos del óptica han alcanzado una precisión extraordinaria. Existen telescopios que han dado aumentos de seis mil veces el tamaño natural y conseguido una visibilidad luminosa excepcional.
Barbicane concedió cierto tiempo para discutir aquel punto y luego añadió:
—Tendremos que discutir ahora el material de que estará fabricado el proyectil.
—Será de hierro, naturalmente –dijo J. T. Maston.
—Pesaría demasiado –rebatió Barbicane-. El material ideal es el aluminio.
Se discutieron las ventajas e inconvenientes de este metal. Al final se pudo comprobar que ofrecía más de las primeras que de los últimos y se adoptó por unanimidad.
Los acuerdos de la primera sesión trasmitida a todo el mundo, produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de 6.500 kilos atravesando el espacio, alarmaba un poco a los temerosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía responderse satisfactoriamente a esta pregunta.
Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Club del Cañón se sentaban delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La discusión empezó inmediatamente, sin ningún preámbulo.
—Mis queridos colegas –dijo Barbicane–, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro genio industrial las allanará con facilidad. Tengan ustedes la bondad de escucharme, y no se contengan en hacerme las objeciones que les parezcan convenientes. No las temo.
Un murmullo aprobador acogió esta declaración tan acertada.
—No olvidemos –repuso Barbicane– el punto a que nos condujo ayer nuestra discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de 10.500 metros por segundo a una granada de 457 centímetros de diámetro y de 6.500 kilos de peso.
—He aquí el problema, en efecto –respondió el mayor Elphiston.
—Prosigo –insistió Barbicane–. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla absorbido por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 64 kilómetros de altura, que con una velocidad inicial de 10.500 metros el proyectil podrá atravesar en poco más de seis segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias.
En seguida, Barbicane pasó en explicar el punto en términos de la Física:
—Cuando un cuerpo abandonado a sí mismo –prosiguió– cae a la superficie de la tierra, su caída es de cinco metros en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 384.000 kilómetros o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a cerca de 1 centímetro en el primer segundo, lo que es casi la inmovilidad. Se trata, por consiguiente, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.
—He aquí la dificultad –respondió el mayor.
—En efecto –repuso el presidente–, pero la resolveremos, porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora empleada. Estando la cantidad de pólvora limitada por la resistencia del cañón, ocupémonos ahora de las dimensiones que hay que dar al cañón, teniendo en cuenta que podemos procurar condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se tiene que maniobrar con él.
—Es evidente –respondió el general.
—Hasta ahora –dijo Barbicane–, los cañones más largos, nuestros enormes ""Columbiad"", no pasaron de 7,5 metros de longitud; causará mucha sorpresa las dimensiones que tendremos que adoptar.
—Sin duda –exclamó J. T. Maston–. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de ochocientos metros.
—¡Ochocientos metros! –exclamaron el mayor y el general.
—Sí, ochocientos metros, y me quedo corto.
—Vamos, Maston –respondió Morgan–. Exageras.
—No –replicó el fogoso secretario–, y no sé por qué me culpan de exagerado.
—¡Porque vas demasiado lejos!
—Sepan, señores –respondió J. T. Maston, con solemne gravedad–, sepan que un artillero es como una bala, que no puede ir demasiado lejos.
La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.
—Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.
—Perfectamente –dijo el mayor.
—¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es la de veinte a veinticinco veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.
—No basta –exclamó J. T. Maston impetuosamente.
—Convengo en eso, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para un proyectil que tenga 2 metros con 736 centímetros de ancho y pesase 1.500 kilos el cañón no necesitaría tener más que una longitud de 68 metros y un peso 908 toneladas.
—Lo que es ridículo –añadió J. T. Maston–; tanto valdría echar mano de una pistola.
—Lo mismo opino –respondió Barbicane–, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de 275 metros.
—Permítame una sencilla reflexión –dijo Elphiston–. ¿Este cañón-lanzaobuses-mortero será estriado?
—No –respondió Barbicane–, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y tú sabes que la bala sale con menos rapidez de los cañones estriados que de los lisos.
—Justamente.
—¡En fin, ya es nuestro! –replicó J. T. Maston.
—Aún falta algo –replicó el presidente.
—¿Qué falta?
—Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.
—Decidámoslo sin demora.
—Se los iba a proponer.
Los cuatro miembros de la Comisión se comieron una docena de emparedados cada uno, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.
—Dignísimos colegas –dijo Barbicane–, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, no fundirse al calor y ser inoxidable e indisoluble a la acción corrosiva de los ácidos.
—Acerca del particular, no cabe la menor duda –respondió el mayor–. Y como será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede merecer dudas.
—Entonces –dijo Morgan–, propongo para la fabricación del ""Columbiad"" la mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.
—Amigos míos –respondió el presidente–, convengo en que la composición que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja con dificultad. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿Están de acuerdo con mi opinión?
—Estamos de acuerdo –respondió Elphiston.
—En efecto –respondió Barbicane–, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.
—Pero el hierro fundido es quebradizo –respondió Morgan.
—Si, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.
—Un cañón puede reventar y ser bueno –replicó sentenciosamente J. T. Maston
—Es evidente –respondió Barbicane–. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 275 metros de longitud y de un diámetro interior o calibre de 3 metros con un grueso de 2 metros en sus paredes.
—Al momento –respondió J. T. Maston.
Y como lo había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:
—El cañón pesará 68.040 toneladas.
—Y a 4 centavos el kilo, ¿cuánto costará...?
—Dos millones quinientos diez mil setecientos dólares, más o menos.
J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.
—Señores –dijo éste–, repito lo que dije ayer: estén tranquilos, los millones no nos faltarán.
Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados todos sus miembros para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.
Cuando se anunció que la cuestión de la pólvora iba a resolverse pronto, el interés alcanzó grados desconocidos. Un químico distinguido, miembro asimismo del Club, y miembro de la comisión especial que estudiaba el problema general, se encargó de resolver el problema. No era otro que Elphiston, quien durante la guerra había sido director de las fábricas de pólvora.
—Mis queridos colegas –les dijo el ilustre químico–. Puesto que el volumen y peso del proyectil se ha dado con exactitud, estoy en condiciones de responder sobre la cantidad de pólvora precisa para que el proyectil pueda ser expulsado por la boca de fuego...
Se discutió también la clase de mezcla más conveniente. Los pormenores más insignificantes de la empresa se desmenuzaban día a día en el Club. Más de un año debía mediar entre el principio y la terminación de los trabajos, pero este período de tiempo sería rico en emociones. La elección del sitio para la fundición, la construcción del proyectil, su carga, sumamente peligrosa, eran motivos más que suficientes para excitar la curiosidad pública.