DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO II

Las consecuencias del discurso

Lo podemos describir el efecto que produjeron las últimas palabras del presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vítores, hurras, ¡hip, hip! y todas las onomatopeyas que el entusiasmo presta a la lengua americana! Fue un desorden indescriptible. Las bocas gritaban, las manos palmoteaban, los pies pateaban el entarimado de los salones. Todas las armas de ese museo de artillería, disparadas a la vez, no habrían sonado tanto. Bueno, hay artilleros casi tan retumbantes como sus cañones.

Barbicane permaneció tranquilo en medio de los clamores entusiastas. Sin duda quería dirigir aún algunas palabras a sus colegas. Sus gestos reclamaron silencio y el revólver agotó sus fulminantes a fuerza de detonaciones que ni siquiera se oyeron.

Luego le arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de sus camaradas a los brazos de una muchedumbre enardecida.

No hay nada que asombre a un norteamericano. La palabra imposible no es suya. En América todo es fácil, todo es sencillo, y las dificultades mecánicas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realización, ningún verdadero yanqui se permitía ver dificultades. Cosa dicha, cosa hecha.

El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta bien tarde en la noche. Irlandeses, alemanes, franceses, escoceses, todas las razas heterogéneas que componen la población de Maryland gritaban en su lengua materna en un confuso e inenarrable estrépito.

.La Luna, como si hubiese comprendido que se trataba de ella, brillaba con serena magnificencia, eclipsando las luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas a su centelleante disco. Algunos la saludaban con la mano, otros la llamaban con palabras glamorosas; éstos la medían con la mirada, aquéllos la amenazaban con el puño.

El astro de la noche era admirado con tantos deseos como una hermosa heredera. Los norteamericanos ya hablaban de ella como si fuesen sus propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana pertenecía a los audaces conquistadores y formaba parte del territorio de la Unión. Y, sin embargo, no se trataba más que de enviarle un proyectil, manera bastante brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite, pero muy de moda en las naciones civilizadas.

Eran las doce y el entusiasmo no se apagaba. Seguía siendo igual en todas las clases: el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y la gente inculta se sentían tocadas en la fibra más delicada. Se trataba de una empresa nacional. La ciudad alta, la ciudad baja, los muelles, los buques anclados no podían contener la multitud, ebria de alegría, de gin y de whisky. Todos hablaban, peroraban, discutían, aprobaban, aplaudían.

Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se calmó. El presidente Barbicane estropeado, quebrantado y molido pudo volver a su casa. Un Hércules no hubiera resistido semejante entusiasmo. La multitud abandonó poco a poco plazas y calles.

Pero la agitación de esa memorable noche no quedó circunscrita a Baltimore. Las grandes ciudades de la Unión, Nueva York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Nueva Orleans, Charleston, desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a Florida, participaron todas del delirio.

Los treinta mil socios correspondientes del Club del Cañón conocían la carta de su presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa comunicación del 5 de octubre. Aquella misma noche, las palabras del orador corrían por los hilos telegráficos que atraviesan en todos sentidos los Estados de la Unión. Podemos decir con exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América, diez veces mayores que Francia, lanzaron en el mismo instante un solo hurra, y que veinticinco millones de corazones, llenos de orgullo, palpitaron con un solo latido.

Al día siguiente, mil quinientos periódicos diarios, semanarios, bimensuales se apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo diferentes aspectos: físicos, meteorológicos, económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la preponderancia política y de su influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la Luna era un mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna transformación. ¿Se parecería a la Tierra durante los tiempos en que no había aún atmósfera? ¿Qué espectáculo presentaría la cara oscura que más se desconoce desde la Tierra?

No se trataba más que de enviar una bala al astro de la noche, pero todos veían en este hecho el punto de partida de una serie de experimentos; todos esperaban que América penetraría los últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos hablaban de las sensibles perturbaciones que acarrearía su conquista al equilibrio político del mundo civilizado.

Discutido el proyecto, ni un periódico puso en duda su realización. Las colecciones, los folletos, las gacetas, los boletines publicados por las sociedades científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus ventajas, y la Sociedad de Historia Natural de Boston, la Sociedad Americana de Ciencias y Artes de Albany, y la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia, el Instituto Sunthosontana de Washington, enviaron cartas de felicitación al Club del Cañón, ofreciendo apoyo y dinero.

Nunca proposición alguna obtuvo tan numerosas adhesiones. No hubo ninguna inquietud, ninguna vacilación, ninguna duda e Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los más grandes ciudadanos de los Estados Unidos, algo así como el Washington de la ciencia.

Se ha dicho que Barbicane era un individuo reflexivo. Como tal, no actuó alocadamente, sino que al día siguiente enviaba una carta al observatorio de Cambridge, de fama universal, preguntando a los científicos del mismo si creían factible el proyecto, concretando los puntos que podrían ofrecer dudas.

La respuesta, larga exhaustiva y bien estudiada, fue afirmativa en su conjunto. Según aquellos científicos, todo consistía a en imprimir la debida velocidad inicial al proyectil, ya que éste, una vez alcanzada la zona neutra no expuesta a la atracción de la gravedad terrestre, caería por su peso. Rebasado aquel punto, la atracción lunar se encargaría de conducirlo basta el satélite.

El proyecto de Barbicane tuvo por resultado inmediato poner sobre el tapete todos los hechos astronómicos relativos al astro de la noche y todos los ciudadanos de Norteamérica se pusieron a estudiarlo asiduamente, como si la Luna hubiese aparecido por primera vez en el horizonte.

Así, el satélite se puso de moda, era el alma de todas las conversaciones, y tomó un puesto de preferencia entre los astros. Los periódicos reprodujeron las antiguas narraciones en que el Sol de los lobos figuraba como protagonista; recordaron las influencias que le atribuyó la ignorancia de las primeras edades; le cantaron en todos los tonos, y poco faltó para que citasen algunas frases ingeniosas pronunciadas por ella. Digamos que América entera se sintió acometida de selenomanía.

Las revistas científicas comentaron más especialmente las cuestiones referentes a la empresa del Club del Cañón, y publicaron, comentaron y aprobaron sin reservas la opinión del observatorio de Cambridge.

A nadie, ni aun al más desinformado de los yanquis, le estaba permitido ignorar ni un solo hecho relativo a su satélite. La ciencia llegó a todas partes bajo todas las formas imaginables; penetraba por los oídos, por los ojos, por todos los sentidos: en una palabra, era imposible ser un asno... en astronomía.

Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se calculaba la distancia que separa la Luna de a Tierra. Los sabios aprovecharon las circunstancias para enseñar que la distancia se obtenía midiendo el paralaje de la Luna... Y si la palabra paralaje dejaba a oscuras, decían que paralaje es el ángulo formado por dos líneas rectas que parten a la Luna desde cada una de las extremidades del radio terrestre. Y si alguien dudaba de la perfección de este método, se le probaba inmediatamente que esta distancia media no sólo era de 371.328 kilómetros sino que los astrónomos no se equivocaban ni en cien kilómetros.

A los que no estaban familiarizados con los movimientos de la Luna, los periódicos les demostraban diariamente que la Luna posee dos movimientos distintos, el primero llamado de rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de revolución alrededor de la Tierra, efectuándose los dos en igual período de tiempo, o sea en veintisiete días y un tercio.

Algún individuo muy aplicado, pero algo duro de mollera, no comprendía fácilmente que si la Luna presentaba invariablemente la misma faz a la Tierra durante su revolución, esto se debía a que en el mismo período de tiempo describía una vuelta alrededor de sí misma. A esto se le explicaba:

—Vete a tu comedor, da una vuelta alrededor de la mesa mirando siempre su centro, y cuando hayas concluido tu paseo circular habrás dado una vuelta alrededor de ti mismo, puesto que tu vista habrá recorrido sucesivamente todos los puntos del comedor. Pues bien, el comedor es el Cielo, la mesa es la Tierra y tú eres la Luna.

Y hasta los más reacios a comprender quedaban encantados de la comparación.

Luego que los ignorantes supieron tanto del movimiento de rotación de la Luna como el director del Observatorio de Cambridge, se ocuparon de su movimiento de revolución alrededor de la Tierra, y veinte revistas científicas los instruyeron inmediatamente.

Entonces comprendieron que el firmamento, con su infinidad de estrellas, puede considerarse como un vasto cuadrante por el que la Luna se pasea indicando la hora verdadera a todos los habitantes de la Tierra. Supieron también que en este movimiento el astro de la noche presenta diferentes fases: que la Luna está llena cuando se halla en oposición con el Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan sobre la misma línea, estando la Tierra en medio; que la Luna está nueva cuando se halla en conjunción con el Sol, es decir, cuando se encuentra entre la Tierra y el Sol, y, por fin, que la Luna se halla en su primero o su último cuarto cuando forma con el Sol y la Tierra un ángulo recto del cual ocupa el vértice.

Algunos yanquis perspicaces deducían entonces que los eclipses no pueden producirse sino en las épocas de conjunción o de oposición, y raciocinaban perfectamente. En conjunción, la Luna puede eclipsar al Sol, al paso que en oposición es la Tierra quien puede eclipsar a la Luna.

Esto es parte de lo que todo norteamericano aprendió por agrado o por fuerza, y lo que nadie podía ignorar decentemente. Pero si fue muy fácil vulgarizar rápidamente estos principios, no lo fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos ilusorios.

Pero los yanquis verdaderos no abrigaban más ambición que la de tomar posesión de aquel nuevo continente de los aires para enarbolar en la más erguida cresta de sus montañas el poderoso pabellón, salpicado de estrellas, de los Estados Unidos de América.

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