DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO XII

Los detalles finales y el lanzamiento

Llegó al fin del 22 de noviembre. Diez días más tarde, el tremendo cañonazo de la historia iniciaría el viaje prodigioso. Ya no quedaba que hacer más que una operación, pero era una operación delicada, peligrosa, que exigía precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán Nicholl había hecho su tercera apuesta.

Se trataba de cargar el "Columbiad" introduciendo en él doscientas toneladas del explosivo químico elegido para la gran detonación. Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la manipulación de una cantidad tan formidable de explosivo acarrearía graves catástrofes, que esta masa se inflamaría por sí misma bajo la presión del proyectil.

Aumentaban la inminencia del peligro la indiscreción y ligereza de los norteamericanos, que durante la guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero Barbicane tomó todas las precauciones necesarias.

Se cuidó muy bien de mandar conducir todo el cargamento al recinto de Stone's Hill. Lo hizo llegar poco a poco en cajones perfectamente cerrados. Los doscientos mil kilos de explosivo se dividieron en ochocientos gruesos cartuchos de 2.500 kilos. Cada cajón contenía diez cartuchos y cada cartucho era transportado a la boca del "Columbiad", bajándolo al fondo por medio de grúas movidas manualmente.

Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se unían entre sí por medio de un hilo de cobre destinado a llevar simultáneamente la chispa eléctrica al centro de cada uno de ellos.

El 28 de noviembre, los ochocientos cartuchos habían sido cuidadosamente ubicados en el fondo del "Columbiad". Esta parte de la operación se había llevado a cabo en medio de inquietudes, y sobresaltos sobre todo por parte del presidente Barbicane. Finalmente, el "Columbiad" quedó cargado y todo fue a pedir de boca. Iban dándose las cosas como para que el capitán Nicholl perdiera su tercera apuesta.

Se acercaba el momento de introducir el proyectil en el "Columbiad" y colocarlo sobre el explosivo.

Antes de proceder a esta operación, fueron estibados con orden en el interior de la cápsula-proyectil los objetos y provisiones que el viaje requería. Éstos eran numerosos, y si se hubiese dejado hacer a Miguel Ardán, casi no habría quedado espacio para los viajeros. ¡Nadie es capaz de imaginar todo lo que el buen francés quería llevar a la Luna! Pero Barbicane intervino y todo se redujo a lo estrictamente necesario.

Se colocaron en el cofre los instrumentos varios para las observaciones en el espacio y en la Luna.

Llevaban también tres rifles y tres escopetas que disparaban balas explosivas y, además, pólvora y balas como para una guerra.

—No sabemos con quién podríamos encontrarnos –decía Miguel Ardán–. Podemos encontrar hombres o animales que tomen a mal nuestra presencia. Es preferible ser precavidos.

Además de las armas llevaban picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas, sin hablar de las ropas adecuadas a toda las temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el calor de la zona tórrida.

Miguel Ardán hubiera querido llevarse cierto número de animales.

Después de tediosas discusiones, se convino en que los viajeros se contentarían con llevar una perra de caza perteneciente a Nicholl y un Terranova. Entre los objetos indispensables se incluyeron algunas cajas de granos y semillas. Si hubiesen dejado a Miguel Ardán manejarse a su gusto, habría llevado también algunos sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo lo que quería, cargó con una docena de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un rincón del vehículo espacial.

Faltaba ponerse de acuerdo en el asunto de los víveres. Había que ponerse en el caso en que se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril. Barbicane se propuso reunir víveres para un año. Por cierto que los víveres consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa hidráulica, y fueron elegidos por su gran cantidad de elementos nutritivos.

Cuando estuvieron debidamente estibados todos los pertrechos y provisiones, se introdujo entre sus tabiques el agua destinada a amortiguar la repercusión, el gas de quemar fue inyectado a alta presión en su recipiente

Por fin, la cápsula-proyectil quedó en disposición de volar. Ya no faltaba más que bajarlo al "Columbiad". La operación era extremadamente difícil y estaba llena de peligros.

Se trasladó la enorme bala a la cima de Stone's Hill, donde la grúas de alta potencia la suspendieron encima del vertiginoso cráter de metal.

Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas, no pudiendo resistir tan enorme peso, se hubiesen roto, la caída de una mole tan enorme hubiera provocado la inflamación instantánea del explosivo.

Afortunadamente, nada sucedió. Algunas horas después la cápsula-proyectil, bajando poco a poco por el alma del cañón, se apoyó en su lecho del fondo, verdadero edredón fulminante. Su presión no hizo más que comprimir mejor la carga explosiva del "Columbiad".

—¡Perdí, y en buena hora! –dijo el capitán Nicholl entregando al presidente Barbicane un cheque por tres mil dólares.

Barbicane no quiso recibirlo, pero al fin tuvo que ceder a la obstinación de Nicholl.

Alboreó el día primero de diciembre. El disparo tendría que efectuarse aquella misma noche, a las diez cuarenta y seis minutos y cuarenta segundos precisos, ya que la Luna se encontraría entonces en condiciones favorables de cenit y perigeo simultáneos.

Nada menos que cinco millones de personas se congregaron en Florida deseando presenciar el lanzamiento del proyectil con destino a la Luna. La enorme multitud cubría totalmente la explanada; estaban representadas allí todas las naciones de la Tierra y se hablaban tantas lenguas y dialectos como si se hubiera vuelto a los tiempos de la Torre de Babel.

Sereno y frío, Barbicane apareció ante la multitud. A su lado caminaba Nicholl y, tras él, Miguel Ardán.

En el momento en que se disponían a ocupar el proyectil, J. T. Maston les hizo una despedida tan conmovedora que fue el primero en emocionarse y dejar escapar las lágrimas.

Los tres hombres descendieron al fondo del "Columbiad" y ocuparon el proyectil.

¡Había llegado el momento!

Los corazones parecían ir a estallar. Barbicane había regulado su cronómetro con el del ingeniero Murchisson, encargado de hacer el disparo.

La Luna avanzaba majestuosamente recorriendo un firmamento de límpida pureza.

Los viajeros del espacio se sujetaron firmemente en sus asientos, esperando el momento.

Cuando Murchisson oprimió el botón eléctrico y estableció la corriente, la chispa prendió fuego a todos los cartuchos almacenados en las entrañas del "Columbiad". Una detonación espantosa, millones de veces superior al horrísono fragor de la tempestad, sacudió la Tierra. El suelo se levantó y fueron muy pocos los espectadores que pudieron divisar, por un instante, el monstruoso proyectil, hendiendo victorioso los aires, en medio de una aureola de flamígeros vapores.

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