DE LA TIERRA A LA LUNA |
CAPITULO XI
Rediseño del proyectil cápsula
Accediendo a los deseos del francés Ardán, Barbicane había enviado nuevos planos del proyectil a la casa constructora y en lugar de fabricarse esférico se hizo cilíndrico. El 2 de noviembre de aquel año se recibió en Stone's Hill, donde era esperado con expectación.
Tratábase de una magnífica pieza que centelleaba a los rayos del sol. Barbicane había resuelto los efectos de la repercusión sobre sus ocupantes proveyendo al proyectil de varias capas de agua separadas por discos de madera comunicados entre sí, de modo que el agua fuera pasando de uno a otro para amortiguar los efectos del choque. Las paredes irían provistas de una gruesa almohadilla sobre espirales de acero del mejor temple.
La entrada estaba constituida por una estrecha abertura, semejante a las que acostumbran a tener las máquinas de vapor. Contaba con una cerradura interior de aluminio, sujeta por dentro con enormes tornillos de presión. Y, debajo del almohadillado, se habían abierto cuatro tragaluces defendidos con cristales lenticulares de extraordinario grosor. Estaban protegidos por planchas metálicas que podrían ser descorridas a voluntad en el espacio.
Bien acondicionados, en varios recipientes se llevarían el agua y los víveres para los viajeros.
—Pero nos faltará lumbre –había dicho Nicholl.
A lo que Barbicane replicó:
—Nada de eso. Llevaremos gas almacenado en un recipiente especial, resistente a la presión de varias atmósferas.
—¡Ah! Y, ¿cómo renovaremos el aire del proyectil? –objetó Nicholl.
—Sabemos que el aire se compone de oxígeno y nitrógeno –explicó Barbicane–. Y sabemos que el hombre absorbe el oxígeno y deja intacto el nitrógeno; eso quiere decir que habrá que reponer el oxigeno absorbido y destruir el anhídrido carbónico acumulado. Nueve kilos de clorato de potasa producen tres kilos y medio de oxígeno...
Momentos después, aunque no sin mediar apasionadas discusiones, el grupo calculaba la proporción de los elementos que se iban a necesitar.
Para asegurarse de que los cálculos eran acertados, J. T. Maston solicitó que se le permitiera vivir ocho días dentro del proyectil con la cantidad de clorato de potasa estipulada por Nicholl y Barbicane.
Hubo que ceder a sus apremiantes súplicas. Se almacenaron en el proyectil víveres para ocho días y el 12 de noviembre, después de estrechar las manos de sus amigos, el secretario del Club entró en el ingenio, cuya plancha de acceso se cerró herméticamente.
El 20 de noviembre, ante una gran expectación, la plancha se levantó. Segundos después, ufano y satisfecho, aparecía Maston, pero sus amigos pudieron apenas reconocerle. ¡Tanto había engordado!
El año anterior, el 20 de octubre el presidente del Club del Cañón había suscrito un crédito con el Observatorio del Cambridge para la construcción de un enorme instrumento óptico. Este aparato, un telescopio, debía tener poder suficiente para hacer visible en la superficie de la Luna todo objeto cuyo volumen excediese de tres metros.
En la época en que el Club del Cañón intentó su colosal experimento, estos instrumentos se hallaban ya muy perfeccionados y daban resultados magníficos.
Para la correcta observación de un proyectil de tres metros de ancho y cinco de largo, era necesario producir un acercamiento de la Luna a la distancia de ocho kilómetros, mediante un aumento de cuarenta y ocho mil veces.
Tal era la cuestión que tenía que resolver el Observatorio de Cambridge, el cual no debía detenerse por ninguna dificultad económica. Sólo había que dedicarse a resolver los problemas tecnológicos.
En primer lugar; fue preciso optar entre las lentes y los espejos. En igualdad de objetivos, las lentes permitían obtener aumentos mas considerables, porque los rayos luminosos que atraviesan las lentes pierden menos por la absorción que por la reflexión en el espejo metálico de los telescopios como se hacían entonces. Pero el grueso que se puede dar a una lente es limitado, porque, si es mucho, no deja pasar los rayos luminosos. Además, la construcción de lentes tan enormes es excesivamente difícil y dura años.
Por estas razones, finalmente se resolvieron por el sistema de espejos telescópicos, de una ejecución más pronta y que permite obtener mayor aumento. Sólo que, como los rayos luminosos pierden una gran parte de su intensidad atravesando la atmósfera, el Club del Cañón
resolvió colocar el instrumento en una de las más elevadas montañas del territorio.
Tomadas estas decisiones empezaron los trabajos. Según los cálculos de la dirección del Observatorio de Cambridge, el tubo del nuevo reflector debía tener noventa metros de longitud y su espejo 5,30 metros de diámetro.
Fuera de los problemas de construcción del enorme instrumento, la colocación del aparato presentaba también grandes dificultades.
En cuanto a la elección del sitio, quedó muy pronto resuelta. Se trataba de escoger una montaña alta, y éstas no son numerosas en los Estados Unidos.
Los miembros del Club del Cañón se dieron por satisfechos con las montañas Rocallosas y todo el material necesario se dirigió a la cima de Long's Peak, en el territorio del Missouri.
Resulta casi imposible expresar las dificultades de todo género que los ingenieros americanos tuvieron que vencer; y los prodigios de habilidad y audacia que lograron llevar a cabo. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano.
Hubo necesidad de subir piedras enormes, colosales piezas de fundición, abrazaderas de extraordinario peso, gigantescas piezas cilíndricas, y el objetivo, que pesaba, él sólo, más de 1diez toneladas. Y transportaron todo más allá del límite de las nieves eternas a 1.800 metros de elevación, después de haber atravesado praderas desiertas, bosques impenetrables, torrentes y pantanos, lejos de todos los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada pormenor se convierte en un problema casi insoluble.
Y el genio de los americanos triunfó sobre todos los obstáculos. Menos de un año después de haberse comenzado los trabajos, en lo últimos días del mes de septiembre, el gigantesco reflector levantaba en el aire su tubo de noventa metros. Estaba suspendido de un enorme andamio de hierro, provisto de un mecanismo ingenioso que permitía dirigirlo fácilmente hacia todos los puntos del cielo.
Había costado más de cuatrocientos mil dólares de la época... ¡Unos doscientos cuarenta millones en moneda de hoy! Cuando se apuntó a la Luna, los observadores experimentaron una sensación de curiosidad e inquietud al mismo tiempo. ¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta y ocho mil veces los objetos observados? ¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no conociese ya, y en todos los puntos de su disco, la naturaleza volcánica de la Luna pudo determinarse con una precisión absoluta.