DE LA TIERRA A LA LUNA |
Capítulo I
El Club del Cañón y su Presidente
Durante el curso de la Guerra de Secesión, se fundó en los Estados Unidos, en la ciudad de Baltimore, el célebre Gun–Club o Club del Cañón, sociedad que llegó a tener gran influencia. Para pertenecer a él era condición indispensable haber inventado o perfeccionado cualquier arma de fuego: pistolas, carabinas, proyectiles artilleros, etcétera.
En general, los estadounidenses consiguieron dar a sus cañones dimensiones desusadas y sus obuses llegaron a tener un alcance desconocido hasta la fecha.
Los socios del Club eran oficiales de todas las promociones los cuales se apoyaban en muletas, aporreaban el suelo con sus piernas de palo, lucían innumerables cicatrices o bien se veían precisados a servirse de una sola mano por haber perdido la otra.
El día en que la paz se concertó, fue bien infausto para el Club, pues a partir de entonces los socios tendrían que permanecer ociosos.
Poco a poco fueron cesando los cañonazos y enmudeciendo los morteros. Obuses y cañones volvieron a los arsenales. Los grandes proyectiles se apilaron en los depósitos. El aburrimiento se enseñoreó de todos, llegando incluso a oírse alguno que otro ronquido en los salones del club.
—No tenemos ni una guerra en perspectiva –clamaba el famoso J. T. Maston, rascándose la parte de su cráneo reparada con caucho–. Y precisamente cuando esta misma mañana dejé acabado un modelo de mortero llamado a producir una revolución en el arte de la guerra.
—Bueno –dijo entonces el coronel Blomsberry–. Podríamos dedicarnos a experimentos de balística...
Así estaban las cosas cuando los socios recibieron una carta de su presidente, Impey Barbicane, citándoles a una reunión.
En la fecha y hora señaladas, una enorme muchedumbre se agolpaba en los salones del Club del Cañón. Desde luego, todos los socios residentes en Baltimore se hallaban presentes para escuchar el informe de su presidente.
En cuanto a los socios "correspondientes", es decir; los que residían en otras ciudades, llegaron por centenares en tren, en carrozas o en diligencias y, aunque era vasto el Gran Salón de Sesiones, su capacidad se hizo bien pronto insuficiente, de manera que ese conglomerado de ingenieros y técnicos, industriales, capitalistas, matemáticos, químicos e inventores se extendió por las salas y corredores contiguos hasta alcanzar la calle. Todo el gentío estaba ansioso de escuchar las palabras del presidente Barbicane, fuesen éstas un anuncio de esperanza o la notificación final de que el Club pasaría a la extinción.
El inmenso edificio del Club del Cañón tenía un aspecto curioso y apropiado. Todo el amplio local estaba pensado exactamente para sus fines. Altas columnas formadas por cañones primorosamente superpuestos, tenían como pedestales unos morteros descomunales. Sobre estos pilares, la bóveda se alzaba sobre una armazón de hierro armoniosa y esbelta, llegando a parecer un verdadero encaje de fierro fundido admirablemente recortado.
En las paredes, entrelazándose en forma pintoresca, se veían panoplias con trabucos, mosquetes, escopetas, arcabuces, carabinas y toda clase de armas de fuego. La lámpara estaba formada por un millar de revólveres por cuyos cañones surgían llamas de gas, y el alumbrado se complementaba con haces de fusiles artísticamente reunidos, "disparando" también la brillante luz del gas encendido.
Había guirnaldas de granadas y proyectiles de obús, y todos los implementos que usan los artilleros, telémetros, escobillones, baquetas y hasta cureñas, se hallaban dispuestos de tan artística manera que nunca nadie se imaginaría que tuviesen un fin mortífero y no decorativo.
El presidente, con un secretario a cada lado, tenía la ubicación y el aspecto de un Júpiter Tonante. Frente a él, en vez de campanilla, tenía un revólver que disparaba en forma especialmente estrepitosa.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, tenía un temperamento a toda prueba y resultaba inquebrantablemente resuelto a todo. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre estaba dispuesto a pasar de la teoría a la práctica hasta en las empresas más temerarias. Era lo que podríamos decir; un yanqui completo.
Poseía una fortuna considerable cuando fue nombrado director de artillería durante la guerra. Se demostró de inmediato fecundo y audaz en invenciones e ideas, dando un incomparable desarrollo a los progresos del arma.
Era un hombre de mediana estatura que, rara excepción entre los miembros del Club, tenía todos sus miembros ilesos. Su rostro parecía dibujado con carbón y tiralíneas, y todo su carácter se reflejaba en su perfil a la vez decidido y aristocrático.
A su alrededor; sus colegas conversaban estrepitosamente, sin lograr distraerle. Se interrogaban unos a otros, echaban a rodar conjeturas y suposiciones, examinaban a su presidente tratando de adivinar qué era lo que se traía entre manos, sin lograr sacar conclusión alguna de esas facciones imperturbables.
Al dar las ocho, el reloj del gran salón estremeció el aire con igual número de estruendosos disparos. Barbicane se levantó. Un silencio sepulcral se extendió y el orador, con tono ligeramente melodramático, se expresó en los siguientes términos:
—Intrépidos colegas:... Ha transcurrido mucho tiempo ya desde que la paz nos ha condenado a una ociosidad lamentable...
Una barahúnda de exclamaciones, protestas, lamentos y varias palabrotas irreproducibles se extendió por todas partes para luego acallarse poco a poco.
—Hace algunos meses, queridos colegas, me pregunté qué empresa grandiosa, digna del siglo en que vivimos, podríamos iniciar sin alejarnos de nuestra especialidad, las venerables artes y ciencias de la artillería... Y me pregunté también si los actuales progresos de la balística nos permitirían salir airosos de un intento formidable. Durante todos estos meses he investigado y calculado laboriosamente hasta concebir un plan que, estoy seguro, tiene posibilidades de éxito. Un plan que en cualquier otro país sería del todo irrealizable. Es un proyecto digno de nosotros, digno de la brillante y tonante historia del Club del Cañón y que, sin duda, producirá mucho, muchísimo ruido en el mundo entero.
El sólo mencionar la detonante palabra "ruido" desató una ovación entre la muchedumbre de los concurrentes. Barbicane se acomodó el sombrero de copa en su cabeza y continuó su discurso con voz tranquila.
—Quiero hablarles a ustedes de la Luna, del espléndido astro de la noche –hizo una pausa y continuó con tono dramático–... ¡Acaso nos esté reservada la gloria de ser los primeros colonos terrestres de ese mundo jamás alcanzado por la humanidad! Si ustedes comprenden este proyecto y si cuento con el apoyo de todos, yo los conduciré a la conquista de la Luna... ¡La Luna será un nuevo Estado de la Unión!... ¡Seremos los Estados Unidos de América y la Luna!
Tras unos largos, infinitos segundos de silencio absoluto, una tormenta de aplausos, un huracán de aclamaciones estremeció hasta los cimientos del gran edificio.
Cuando la excitación amainó lo suficiente para hacerse oír, Barbicane continuó, en un tono más sereno:
—Ya saben ustedes cuántos progresos ha hecho la balística de algunos años a esta parte y a qué grado de perfección hubiesen llegado las armas de fuego si la guerra no hubiese terminado de pronto. Todos sabemos bien que podemos construir cañones de acero de resistencia ilimitada, capaces de admitir cargas aterradoras de explosivos químicos nuevos, más poderosos que la vieja pólvora. Pues bien, partiendo de ese principio, me he preguntado a mí mismo si por medio de una pieza de artillería suficientemente adecuada, establecida en determinadas condiciones, podríamos quizás apuntarle un gran cañonazo a la luna.
Al oír esto, un grito de asombro brotó de un millar de pechos sobrecogidos. La batahola de entusiasmo que siguió es imposible de narrar. Durante casi diez minutos todos gritaron al mismo tiempo, algunos proponiendo ya sus aleaciones metálicas, sus explosivos, sus sistemas de puntería y sus cálculos improvisados. Finalmente Barbicane consiguió retomar la palabra, apoyándose en seis estruendosos disparos de su gran revólver.
—¡Déjenme terminar; maldita sea! –bramó, y luego prosiguió en tono tranquilo–. He examinado el asunto en todos sus aspectos, resuelta y minuciosamente. De acuerdo a mis estudios efectuados al respecto, he llegado a la conclusión de que todo proyectil que alcance una velocidad inicial de diez kilómetros por segundo, que haya sido correctamente apuntado de acuerdo a las trayectorias de nuestro planeta y su hermoso satélite, habrá de llegar necesariamente a hacer blanco medio a medio en la Luna. Así, pues, distinguidos y valientes colegas, tengo el honor de proponer a ustedes que intentemos llevar a cabo este, digamos, pequeño experimento, que por cierto hará mucho ruido en todo el mundo.