El Príncipe y el mendigo |
19
Cuando despertó, temprano en la mañana, el rey descubrió que una rata empapada se había hecho un cómodo nido en su pecho. El niño interpretó aquello como un buen augurio porque cuando un rey cae tan bajo es seguro que su suerte está por cambiar para bien, ya que es imposible empeorarla más
Se levantó, cruzó el establo, y en ese momento oyó voces infantiles; se abrió la puerta y entraron dos niñitas. En cuanto lo vieron, cesaron la conversación y las risas. Se quedaron mirándolo fijo con mucha curiosidad; luego comenzaron a cuchichear, se acercaron un poco y volvieron a pararse, a mirarlo y a cuchichear. Por fin, se dieron ánimo y se pusieron a hablar de él en voz alta. Una de ellas dijo:
—Tiene lindo rostro.
—Y lindo pelo —añadió la otra.
—Pero está bastante mal vestido.
—¡Y qué cara de hambre tiene!
Se acercaron aún más, examinándolo desde todos los ángulos como si se tratase de una especie extraña y nueva; pero con cautela como si temiesen que resultara un animal de ésos que suelen morder. Finalmente, se pararon ante él y no cesaron de mirarlo hasta que una de ellas juntó todo su valor y preguntó con franqueza:
—¿Quién eres, niño?
—Soy el rey —fue la seria respuesta del muchacho.
Con un ligero sobresalto, las niñas abrieron grandes los ojos y permanecieron sin hablar durante un minuto. Luego, el silencio fue roto por la curiosidad.
—¿El rey? ¿Qué rey?
—El rey de Inglaterra.
Las niñas se miraron una a otra, y luego miraron al rey; después, de nuevo, se miraron entre ellas, intrigadas.
—¿Le oíste, Margarita? —dijo una de ellas—. Dice que es el rey. ¿Puede ser cierto?
—¿Cómo podría ser otra cosa que la verdad, Priscila? ¿Crees que nos diría una mentira?
Luego de pensar un momento, Priscila dijo:
—Si de veras eres el rey, entonces te creo.
—De veras, soy el rey.
Con eso quedó arreglado el asunto y las dos niñitas comenzaron a averiguar cómo había llegado a la situación en que estaba y cómo era que no estaba vestido como rey y a dónde se dirigía, y todo cuanto se relacionaba con sus asuntos. Fue para él un gran alivio contar sus penas a quien no había de ponerlas en duda, olvidándose momentáneamente hasta del hambre. Pero cuando las niñas se enteraron del tiempo que había pasado sin comer, lo llevaron a la casa de la granja para darle desayuno.
La madre de las niñitas, viuda y bastante pobre, recibió al rey con bondad y sintió mucha compasión. Se imaginó que este niño demente se había extraviado y trató inútilmente de descubrir de dónde procedía para poder restituirlo a los suyos. Pero tanto el rostro como las respuestas del niño demostraban que desconocía las cosas por las cuales le preguntaban. En cambio, con toda sencillez y seriedad, habló de la corte y se emocionó al hablar del difunto rey, "su padre".
La mujer estaba sumamente intrigada y no renunció a descifrar el misterio. Mientras cocinaba, pensó en la forma de sorprender al niño de modo que revelase su secreto. Le habló de ganado, de molinos, tejedores, de comerciantes, de las tareas de sirvientes, pero el chico no se interesó en nada de eso. Por último, y más bien por rutina, la buena mujer tocó el punto del arte de la cocina. En seguida el rostro del príncipe se iluminó. "¡Ah! —pensó— por fin había conseguido acorralarlo". Y se sintió orgullosa de su astucia. Satisfecha, le dio descanso a su lengua.
El rey, en cambio, inspirado por el hambre y por las fragancias que venían de las cacerolas, hizo una disertación tan elocuente sobre platos sabrosísimos, que a los tres minutos la mujer se dijo: "seguramente ha sido ayudante de cocina... ¡Dios mío! ¿Cómo puede conocer comidas tan excelentes? Tales cosas se encuentran sólo en las mesas de los ricos. ¡Ah, ya comprendo! Habrá servido en palacio, en la propia cocina real, antes de perder la razón."
Llena de entusiasmo, le dijo al rey que le cuidara un momento la comida —sugiriéndole que podía preparar y añadir uno o dos platos si lo deseaba— y luego se marchó con sus hijas.
El rey murmuro:
—Ya otro rey de la antigüedad recibió una comisión como ésta. No afecta mi dignidad ejercer una función que Alfredo, El Grande, también tuvo que desempeñar.
La intención era buena, pero no la realización porque este rey cayó en profundas meditaciones con un resultado lamentable: la comida se quemó. La mujer regresó justo a tiempo para salvar el desayuno, sacando al rey de sus ensueños con una enérgica reprimenda. Pero se calmó en seguida y volvió a ser bondad y ternura.
El niño comió bien. Cuando terminó el desayuno, la mujer mandó al rey a lavar los platos. El niño casi se reveló, pero se dijo: "Sin duda Alfredo, El Grande, hubiera lavado también los platos". Lo hizo por cierto bastante mal, aunque siempre le había parecido cosa fácil la limpieza de platos y cucharas. Pronto se impacientó y quizo continuar su viaje, pero la mujer le dio varios trabajitos sueltos que el niño tuvo que realizar. Cuando le encargó ahogar unos gatitos casi fue la oportunidad para decirle "basta" a la buena señora. Pero no fue necesario justificar su partida porque en ese momento vio acercarse a la casa a John Canty y Hugo, cargando un fardo de baratijas para vender. Como ninguno de los pillos alcanzó a ver al rey, el niño tomó el cesto de los gatitos y se marchó por la puerta trasera; dejó a los animalitos en un lugar seguro y de prisa se alejó de la granja.
20
Impulsado por un miedo terrible, el rey marchó a toda velocidad en dirección a un bosque lejano. Y hasta que no encontró refugio en la selva, no miró ni una vez para atrás. Sólo entonces lo hizo y descubrió dos figuras a lo lejos. Sin detenerse a mirarlas bien, continuó apresurado y no disminuyó el paso hasta que estuvo en las profundidades del bosque. Allí se detuvo y se puso a escuchar atentamente, pero el silencio era profundo y solemne. Esforzando el oído, lograba a ratos oír sonidos tan remotos que no parecían reales, sino de espíritus de almas difuntas.
Al principio se propuso permanecer donde estaba el resto del día, mas el frío lo obligó a seguir andando para mantenerse en calor. Con la esperanza de llegar a una carretera caminó a través del bosque, pero cuanto más se alejaba, más espesa se ponía la selva y la oscuridad se hacía más impenetrable. Se estremeció de sólo pensar en pasar la noche en sitio tan pavoroso, de modo que aceleró más el paso pero sólo consiguió avanzar con mayor lentitud, pues como ya no veía, tropezaba con raíces y se enredaba en zarzas y enredaderas.
¡Qué feliz estuvo cuando por fin divisó el parpadeo de una luz...! Se fue acercando con cautela, observando a su alrededor. La luz venía de la ventana sin vidrios de una chocita. Oyó una voz y el primer impulso fue echar a correr, pero desistió al comprobar que aquella voz estaba orando. Se empinó entonces hasta el ventanuco y echó una mirada al interior. El cuarto era pequeño y pobre. Ante un altar, iluminado por una vela, estaba arrodillado un hombre de edad junto a un cajón donde había un libro abierto y un cráneo humano. El hombre era huesudo, de pelo y barba muy largos y blancos como la nieve. Vestía una bata de piel de cordero que lo cubría del cuello hasta los pies. "Un santo ermitaño —se dijo el rey—. Ahora sí que soy de veras un afortunado". En seguida golpeó la puerta y una voz profunda le respondió:
—¡Entra..., pero deja atrás el pecado, porque el suelo que vas a pisar es sagrado!
El rey entró y el ermitaño, mirándolo con un par de ojos brillantes, le preguntó:
—¿Quién eres?
—¡Soy el rey!
—¡Bienvenido, rey! —exclamó el ermitaño con entusiasmo. Acomodó su banco, sentó en él al rey junto al fuego y se puso a recorrer el cuarto con pasos nerviosos.
—Bienvenido...! Muchos son los que han buscado santuario aquí y fueron despedidos. Pero un rey que abandona su corona y desprecia los esplendores de su dignidad... ¡Él sí es digno, y bienvenido! Aquí permanecerá hasta que le llegue la muerte.
El rey se apresuró a explicarle su situación especial, pero el ermitaño no le hizo caso y continuó hablando como si nada:
—Aquí estarás en paz. Nadie descubrirá tu refugio para que vuelvas a esa estúpida vida que Dios te ha impulsado a abandonar. Aquí orarás y meditarás; te alimentarás de hierbas y purificarás tu cuerpo con azotes para santificar tu alma; beberás únicamente agua y estarás en paz.
Cuando el anciano dejó de hablar, el rey aprovechó la oportunidad para explicar su caso. Pero el ermitaño continuó mascullando. Se acercó al rey y le dijo con tono solemne:
—¡Sh... Silencio! ¡Os diré un secreto! Y se inclinaba ya para comunicarlo, cuando se contuvo, fue hacia el ventanuco, miró hacia la oscuridad y regresó luego de puntillas junto al rey:
—¡Yo soy un arcángel! —susurró.
El rey se sobresaltó violentamente y lamentó estar convertido en prisionero de un insano. El ermitaño siguió hablándole:
—¡Veo que tienes sensibilidad! El miedo se refleja en tu cara. Nadie puede respirar esta atmósfera sin conmoverse porque es la auténtica atmósfera del cielo. Me hicieron arcángel en este mismo lugar, hace cinco años, unos ángeles enviados desde el cielo. He andado por las cortes celestiales y he conversado con los patriarcas. ¡He visto la Deidad cara a cara! ¡Sí, soy un arcángel! ¡Y pude haber sido Papa! Eso me dijo un enviado del cielo hace veinte años, pero el rey inglés disolvió la casa religiosa en que vivía y yo, oscuro monje, fui arrojado al mundo sin amigos ni hogar y despojado de mi destino poderoso —al llegar a este punto, su furor era muy grande—. ¡Porque no soy nada, sino un arcángel..., yo, que debí ser Papa!
Continuó hablando así una hora, mientras el rey sufría. De repente la rabia desapareció y el anciano se hizo todo dulzura. Suavizó la voz y se puso a charlar con tanta sencillez que se ganó el corazón del rey. Curó las magulladuras del niño con mano diestra y suave. Luego se puso a preparar la cena, charlando todo el tiempo y acariciando la mejilla del muchacho con tanta ternura que todo el temor y la repulsión inspirada por el arcángel se transformaron en respeto y afecto por el hombre.
Este cálido ambiente se prolongó mientras ambos comían. Después de una oración, el ermitaño acostó al niño arropándolo y dejándolo tan cómodo y abrigado como lo haría una madre. Y con una caricia de despedida, dejó al chico y se sentó junto al fuego. De pronto se golpeó la frente con los dedos como queriendo recordar algo. Se levantó rápido y entró al cuarto de su huésped:
—¿Tú eres el rey? —le preguntó.
—Sí —fue la respuesta, somnolienta.
—¿Qué rey?
—El de Inglaterra
—¿De Inglaterra? ¡Entonces ya no reina Enrique!
—¡Ay, no! Yo soy su hijo.
El ermitaño frunció el ceño y una actitud de rencor apareció en su rostro. Agitado y tragando saliva, dijo por fin:
—¿Sabes que fue él quien nos lanzó al mundo sin casa ni hogar?
No hubo respuesta. El anciano se inclinó sobre el niño y se dio cuenta de que dormía. Una expresión maligna apareció en su rostro. Y se alejó, poniéndose a buscar algo por todas partes y mirando hacia la cama de cuando en cuando, sin dejar de murmurar.
Al fin encontró lo que parecía buscar: una cuchilla de carnicero y una piedra de afilar. Se sentó junto al fuego y comenzó a sacar filo al cuchillo, murmurando y profiriendo exclamaciones en voz baja. Afuera el viento suspiraba alrededor de la casa y voces extrañas de la noche andaban flotando. Desde sus guaridas, ratas y ratones espiaban al ermitaño, pero él continuó su trabajo sin reparar en nada. "Se va afilando —murmuraba—, ¡sí que se va afilando!", y pasaba su dedo por el borde de la cuchilla. También decía de vez en cuando:
—Su padre nos hizo daño y ¡se ha marchado al fuego eterno! Ésa fue la voluntad de Dios. No ha podido escapar a esos crueles fuegos que consumen y que no perdonan. ¡Y ellos sí que son eternos!
Después de un rato, masculló nuevamente:
—Fue su padre quien nos hizo el mal. ¡Yo no soy más que un arcángel...! ¡De no ser por él, sería Papa!
El rey se movió y el ermitaño se precipitó junto a la cama y, arrodillándose, se inclinó sobre el dormido con la cuchilla en alto. Los ojos del monarca se abrieron por un instante pero al minuto volvieron a cerrarse sin darse cuenta de nada. El viejo se mantuvo en la misma posición, respirando apenas, hasta que bajó lentamente el brazo y se alejó diciendo:
—¡Está ya muy avanzada la medianoche! No conviene que grite, por si alguien pasara por aquí.
Luego regresó junto al rey llevando trapos y correas. Con suavidad, ató los tobillos del niño sin despertarlo. Después trató de amarrarle las muñecas, sin conseguirlo porque el muchacho siempre retiraba una mano o la otra justo cuando acercaba la cuerda. Por último, y cuando ya el arcángel estaba por desesperar, el niño cruzó las manos y al minuto siguiente ya estaban atadas. Luego pasó una venda por debajo del mentón del durmiente y la sujetó fuertemente por encima de la cabeza. Entre tanto, el rey siguió durmiendo tranquilamente, sin moverse.
21
El ermitaño se alejó furtivamente como un gato, trajo el banco y se sentó con los ojos clavados en el niño dormido. Continuó su vigilia sin cuidarse del paso del tiempo y afilando suavemente la cuchilla, mientras lanzaba risitas ahogadas. Después de mucho rato, el anciano observó que los ojos del niño estaban abiertos, llenos de terror y fijos en la cuchilla. En el rostro del anciano apareció una sonrisa de satisfacción demoníaca y sin cambiar de actitud ni de ocupación, preguntó:
—Hijo de Enrique VIII ¿has rezado tus oraciones?
El niño luchó inútilmente con sus ataduras, esforzándose en emitir, por entre sus maxilares atados, un sonido ahogado que el ermitaño interpretó como una respuesta afirmativa.
—Entonces, reza ahora la plegaria de los moribundos.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo del niño y apareció en su cara una expresión de horror. Trató de soltarse nuevamente y se retorció para todos lados, forcejeando feroz y desesperadamente, pero sin éxito... El viejo ogro le sonreía, mientras seguía afilando el cuchillo y murmurando de vez en cuando: "Los minutos son preciosos. ¡Reza la plegaria de los moribundos!"
El niño dejó de luchar. Asomaron lágrimas a sus ojos y fueron rodándole por la cara sin que tan triste espectáculo ablandase el corazón del brutal anciano.
Estaba amaneciendo y el ermitaño lo observó. Luego le habló con dureza y algo de temor:
—¡No puedo andar con contemplaciones por más tiempo! Ya se ha ido la noche. ¡Semilla del destructor de la Iglesia, cierra tus ojos si es que temes mirar!
El resto se perdió en murmullos inaudibles. El anciano, arrodillado y cuchillo en mano, se inclinó sobre el niño...
Hubo ruido de voces cerca de la cabaña... El cuchillo cayó al suelo, el viejo se levantó temblando y cubrió con una piel al muchacho. El ruido aumentó y las voces se hicieron ásperas y rabiosas; después siguieron golpes y gritos de auxilio, y más tarde, pasos rápidos que se batían en retirada. Inmediatamente se oyeron golpes en la puerta de la cabaña.
—¡Hola, hola! —gritó una voz—. ¡Abrid! ¡Y rápido, en nombre de todos los demonios!
Era la voz más bendita que pudo penetrar en los oídos del rey. ¡Porque era la de Miles Hendon!
Rechinando los dientes de rabia, el ermitaño salió rápido del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí y enfrentando al desconocido que lo saludaba:
—¡Mis homenajes y saludos, reverendo señor! ¿Dónde está el niño... mi niño? —preguntó el visitante.
—¿Qué niño, amigo?
—¡Qué niño! No me venga usted con mentiras, señor clérigo, que no estoy de humor. Cerca de aquí capturé a los pillos que me lo robaron y les hice confesar; dijeron que andaba suelto y que le siguieron el rastro hasta aquí mismo... Así es que no juegue usted más, porque mire usted, santo señor, si no me lo muestra... ¿dónde está el niño?
—Oh, buen señor, ¿acaso me habla usted del vagabundo que pasó aquí la noche? Sepa usted que lo he enviado a hacer una diligencia y que pronto regresará.
—¿Cuándo? ¿A qué hora? ¡Vamos, no me haga usted perder tiempo! ¿Cuánto se demorará en volver?
—Volverá en seguida.
—¡Sea! Trataré de esperar. Pero... ¿Usted lo mandó a él? ¡No lo creo! Él no obedecería un mandato suyo. ¡Has mentido, amigo! ¡Él no obedece los mandados tuyos ni de ningún hombre!
—De cualquier hombre, quizás no. Pero yo no soy un hombre.
—¿Qué? Pues en nombre de Dios, ¿qué es lo que eres?
—Es un secreto. ¡Soy un arcángel!
Miles Hendon prorrumpió en una tremenda exclamación, seguida de:
—Eso explicaría la aceptación del niño. Un rey debe obedecer cuando un arcángel lo manda... Sh... ¿Qué ruido fue ése?
Durante todo aquel rato, el rey había estado escuchando la conversación y gimiendo con todas sus fuerzas para hacerse oír con Hendon, pero sin resultados. De modo que la última frase de Miles le trajo grandes esperanzas. De nuevo hizo un esfuerzo, empleando toda su energía, justo cuando el ermitaño hablaba.
—¿Ruido? No he oído otra cosa que el viento.
—Quizás fue eso. Lo he oído débilmente todo el tiempo... ¡Ahí está de nuevo! ¡No es el viento! ¡Qué raro! ¡Ven, le seguiremos el rastro!
El júbilo del rey fue extraordinario e hizo un esfuerzo supremo con sus pulmones. Pero tanto las mandíbulas inmovilizadas como la piel de cordero, frustraron su intento. Muy grande fue el desencanto del niño al oír decir al ermitaño:
—Creo que procede del matorral de afuera. Acompáñeme usted, le mostraré el camino.
El rey los oyó alejarse... Sólo después de un rato, que le pareció larguísimo, volvió a oírlos. Hendon decía:
—No puedo esperar más. Se ha perdido, sin duda, en ese espeso bosque... ¿Qué dirección tomó? ¡Rápido, indícamela!
—Fue hacia..., pero, aguarda; iré contigo.
—¡Bien! Eres mejor de lo que pareces. Creo que no ha de haber otro arcángel que tenga tan buen corazón como tú. ¿Quieres montar en este burrito o en esta mula?
—No, me siento más seguro sobre mis pies. Así, pues, caminaré.
Todas las esperanzas abandonaron al reyecito y la desesperación se apoderó de su corazón cuando se alejaron su amigo y el ermitaño. "Han engañado a mi único amigo —se decía—, volverá el ermitaño y..." Lleno de pavor, comenzó a luchar de nuevo con sus ataduras hasta que logró por fin sacarse la piel de cordero que lo ahogaba. ¡Oyó entonces que la puerta se abría! El ruido lo dejó paralizado... Ya le parecía sentir la cuchilla en la garganta. El horror le hizo cerrar los ojos. Y el horror se los hizo abrir de nuevo... ¡Ante él aparecieron Hugo y John Canty!
Si hubiera podido, habría exclamado: "¡Gracias a Dios!" En menos de un minuto quedó libre y sus secuestradores, tomándolo cada uno de un brazo, lo llevaron al interior de la selva.
22
Nuevamente el Rey Fu–Fu I correteaba con los vagabundos. Aunque el rey era víctima de bromas y groserías, nadie, fuera de Canty y de Hugo, le tenía mala voluntad. Al revés: algunos admiraban el coraje del niño.
Una noche, durante una borrachera, Hugo se propuso molestar al muchacho: dos veces pisó los pies del rey y Eduardo respondió con indiferencia. Pero a la tercera vez, el niño derribo a Hugo de un garrotazo. Avergonzado y enrabiado por las risotadas de la banda, Hugo tomó una cachiporra y atacó a su pequeño adversario. Al momento empezaron las apuestas. El rey no dio oportunidad a su contrincante pues, instruido por los mejores maestros en el arte de la espada, detenía sus arremetidas y de cuando en cuando contraatacaba con rápidos golpes a la cabeza de Hugo.
Al cabo de quince minutos, golpeado y magullado, Hugo salió corriendo del campo de batalla en medio de burlas, mientras que el héroe de la pelea era llevado en andas hasta el sitio de honor junto al Rizador, donde con gran ceremonia fue coronado Rey de los Gallos de Riña, anulándose desde entonces su otro e inferior título.
Todas las tentativas para que el rey prestase servicios a la cuadrilla habían fracasado y siempre estaba tratando de huir. El primer día después de su regreso, lo habían metido a robar en una cocina, sin vigilancia. No sólo salió con las manos vacías sino que trató de despertar a los moradores. Después no quiso trabajar con un calderero, e incluso llegó a amenazarlo con su propio hierro de soldar. Éste y Hugo terminaron por dedicar su tiempo completo a evitar que se escapase. Custodiado por Hugo, lo mandaron otra vez a mendigar en compañía de una mujer y un bebé enfermo, pero se negó a hacer causa común con ellos.
Así pasaron varios días y las miserias de la vida vagabunda se le hicieron intolerables al niño cautivo. Pero por la noche, en sueños, todo aquello era olvidado y el rey se encontraba de nuevo en su trono, dueño y señor. Eso, naturalmente, intensificaba sus sufrimientos al despertar.
La mañana siguiente al combate en que resultó vencido, encontró a Hugo lleno de propósitos vengativos contra el rey. Abrigaba dos planes: humillar tremendamente al muchacho provocándole un "clima" y, si no lograba aquello, atribuirle algún delito y traicionarlo para que cayera en las garras de la ley. Un "clima", en jerga vagabunda, era una llaga creada artificialmente. Para ello se usaba cal viva, jabón y óxido, formando una especie de pomada que se extendía sobre un cuero para luego atarlo a una pierna u otra parte del cuerpo. La piel se llagaba, apareciendo la carne viva. Después se frotaba algo de sangre, la que al secarse tomaba un color oscuro y repulsivo. Por último, se vendaba todo con hábil descuido dejando a la vista la horrible úlcera para causar la compasión del transeúnte y obtener limosna. Hugo pretendía así obligar por la fuerza al rey a mostrar su llaga en el camino y mendigar.
En cuanto se dio la oportunidad, Hugo y el calderero derribaron al rey en un lugar solitario y, pese a la resistencia del muchacho, le ataron el emplasto a su pierna manteniéndolo inmovilizado. Pronto comenzó a arder la pierna del niño y la obra se hubiese completado de no haber surgido una interrupción: el "esclavo", aquel que había censurado las leyes inglesas, apareció en escena y puso fin a la empresa arrancando al rey las vendas y el emplasto.
El rey quiso usar el garrote de su salvador y calentar los lomos de aquellos pillos, pero el hombre se negó a prestárselo, pues según dijo eso les traería dificultades y debían dejar el asunto para la noche cuando toda la tribu estuviese reunida. De vuelta al campamento, el "esclavo" informó al Rizador, quien decidió que el rey no sería destacado nunca más para mendigar; como era digno de algo más elevado y mejor, ¡le ascendió del grado de pordiosero y lo designó inmediatamente para robar!
Hugo estaba fuera de sí de alegría. El rey no podría desobedecer una orden emitida directamente por la jefatura. De modo que se puso a organizar un asalto para aquella tarde, proponiéndose engañar al rey para que lo apresaran. Intentaba hacerlo tan ingeniosamente que pareciese accidental, ya que el Rey de los Gallos. de Riña tenía ahora mucha influencia y la pandilla podría ser muy dura con un socio que entregara a otro al enemigo común: la autoridad.
Hugo se dirigió con el niño hasta una aldea vecina y anduvieron lentamente por una calle y otra. Uno, alerta por dar con la oportunidad de lograr su maligno propósito; el otro, buscando la ocasión de lanzarse como flecha y librarse para siempre de su cautiverio.
La oportunidad de Hugo se presentó primero cuando apareció una mujer que llevaba un paquete en una cesta. Los ojos de Hugo centellearon de placer mientras se decía: "Si puedo yo colgarte esto, serán para ti buenas noches!, Rey de los Gallos de Riña". Esperó vigilante hasta que la mujer pasó. Entonces dijo:
—Espera aquí hasta que vuelva —y se lanzó tras su presa.
El corazón del rey se alegró: ahora podría escapar, con tal que Hugo demorara lo suficiente.
Pero no había de tener tanta suerte, Hugo se deslizó tras la mujer, le arrebató el paquete y regresó corriendo, envolviéndolo en un trozo de frazada. La gritadera de la mujer empezó apenas se dio cuenta del robo por el aligeramiento de su carga, aunque no había visto cometer el hurto. Sin detenerse, Hugo dejó el atado en manos del rey.
—Ahora corre tras de mí —le dijo— y grita: "¡Al ladrón!" ¡Pero despístalos!
En segundos, Hugo había doblado una esquina y luego de correr por una callejuela apareció de nuevo a los dos minutos, con apariencia de inocente y se instaló a mirar el resultado.
Sintiéndose agraviado, el rey arrojó el fardo al suelo y la frazada se abrió justo en el instante en que la mujer llegaba seguida de una creciente muchedumbre. Con una mano, cogió al rey por la muñeca y con la otra levantó el paquete, arrojando al muchacho una andanada de insultos mientras él luchaba por librarse de su garra.
Hugo había visto lo suficiente: su enemigo había sido capturado y la autoridad le echaría mano. De modo que se marchó, riendo para sus adentros y componiendo en la mejor forma su versión del asunto para contarla al Rizador y a la pandilla.
Entre tanto, el rey continuaba su lucha por zafarse de la mujer, gritando su inocencia. El gentío aumentó, amenazando al niño y llenándolo de insultos. Un herrero fortacho trató de coger al muchacho diciendo que le daría una paliza. Pero justo en ese momento la hoja de una espada cayó con fuerza convincente sobre el brazo del hombre, mientras su dueño declaraba:
—¡Por la Virgen, buenas gentes! Portémonos con dulzura. Éste es asunto para ser considerado según la ley. Suelta al niño, buena mujer.
El herrero se marchó frotándose el brazo; la mujer soltó de mala gana al muchacho; y la multitud miró sin amor al desconocido, pero cerró prudentemente la boca. El rey se puso de un salto junto a su salvador, y exclamó:
—¡Te has demorado terriblemente, pero llegas en buen momento, Sir Miles! ¡Líbrame de esta chusma y ahuyéntala!