El Príncipe y el mendigo |
13
Poco después, el sueño se apoderó de ambos.
—Quítame estos harapos —pidió el rey.
Hendon desvistió al muchacho, lo acostó y luego se puso a pensar dónde dormir. Pero el pequeño rey resolvió su problema:
—Tú dormirás apoyado en la puerta y montarás guardia —y al momento se durmió.
—¡Este niño debería haber nacido rey! —murmuró Hendon, admirado—. ¡Hace el papel a las mil maravillas!
Y se tendió en el suelo, bajo el dintel de la puerta. Sólo al amanecer se quedó dormido y hacia mediodía despertó. Destapando al niño por partes, le tomó las medidas con un cordel. En ese momento despertó el rey y se quejó de frío.
—Tengo una diligencia que hacer afuera —le dijo Hendon—. Vuelve a dormirte. ¡A ver, déjame taparte! Pronto entrarás en calor.
Cuarenta minutos después Miles volvió con ropa de niño de segunda mano, bastante usada pero limpia. Mientras revisaba las prendas y les hacía algunos arreglos, canturreaba y pensaba en lo que faltaba por comprar antes de emprender el viaje a Hendon Hall. Una vez terminada su labor, se dispuso a pedir el desayuno y a despertar al pequeño rey.
—Señor, levántate... ¿Qué?
Levantó las frazadas: ¡el muchacho había desaparecido! Hendon se quedó mudo y vio que faltaban los harapos del niño; entonces se enfureció y llamó a gritos al posadero. En ese momento, entró un sirviente con el desayuno:
—¡Explícate, pata de Satanás! ¿Dónde está el niño?
Temblando, el hombre le informó:
—Apenas se marchó su merced vino un joven y dijo que usted lo esperaba en el Puente, del lado de Southwark. Cuando el mozo repitió al niño su mensaje, él reclamó un poco pero en seguida se puso sus harapos y partió.
—¡Estúpido! Te han engañado. Tal vez quieren dañar al niño... Iré a buscarlo. ¡Espera! La ropa de la cama estaba arreglada como si alguien estuviera acostado... ¿Qué me dices de eso?
—No lo sé, su merced. Yo vi que el muchacho que vino por el niño la arreglaba...
—¡Mil rayos! Me engañaron... ¡Escucha! ¿Ese joven vino solo?
Después de pensar un momento, el sirviente contestó:
—Cuando vino, no había nadie con él; pero cuando llegaron al Puente, un hombre se les unió y luego se perdieron en medio de la multitud...
—Quítate de mi vista, ¡idiota! ¡Espera! ¿Se marcharon hacia Southwark?
—Sí, su merced...
—¡Desaparece de mi vista!
Hendon bajó las escaleras de a dos escalones, murmurando: "Es el villano que alegaba que el niño era suyo... ¡Te he perdido, mi pobre amito loco...! ¡Te había llegado a querer tanto! No... perdido no, porque he de registrar el país hasta que te vuelva a encontrar... ¡Velocidad! ¡ Rapidez!", se repetía a sí mismo mientras se abría paso entre la muchedumbre que había en el Puente.
14
Aquella misma mañana, Tom Canty despertó de un pesado sueño. Se quedó en silencio, tratando de aclarar sus confusos pensamientos. De pronto, estalló:
—¡Lo veo todo! Ahora sí que estoy despierto. ¡Por fin! ¡Nan y Bet...! Venid a prisa y os contaré el más increíble de los sueños...
Una figura apareció a su lado y una voz dijo:
—Dígnate, señor, dar tus órdenes.
—Órdenes... ¡Ay de mí! ¡Habla tú...! ¿Quién soy?
—¿Tú? Ayer por la noche eras el Príncipe de Gales; hoy eres mi más graciosa Majestad, Eduardo, rey de Inglaterra.
Tom hundió la cabeza en los almohadones:
—¡Ay de mí, no era un sueño! —murmuró—. Vete a descansar, dulce señor...
Volvió a dormirse, pero esta vez el sueño era agradable porque vivía nuevamente en el Patio de las Basuras y un enano le entregaba un tesoro que permitía terminar con las penurias de la familia. Su madre, feliz, lo estrechaba contra su pecho, mientras exclamaba:
—Se está haciendo tarde... ¿Desea levantarse Su Majestad?
¡Ay! No era lo que Tom quería escuchar. El sueño se había roto. Estaba despierto. Abrió los ojos y vio al noble servidor que estaba arrodillado junto a su cama. El pobre niño reconoció que aún era un cautivo. ¡Y rey! La pieza estaba llena de cortesanos y nobles vistiendo de luto.
Se inició entonces la pesada y ceremoniosa tarea de vestirse, mientras la cual los cortesanos ofrecían condolencias al pequeño rey por la pérdida de su padre. Cada prenda pasaba por un proceso lento y solemne: iba de mano en mano, a través de trece servidores, antes de ser puesta en el cuerpo de Tom. Todo aquello le hizo recordar al muchacho cuando en su barrio formaban una hilera para pasar los baldes de agua al apagar un incendio.
Cansado de todo esto, Tom sintió profundo agradecimiento cuando la última prenda iniciaba su viaje hacia él. Pero cuando las calzas iban a ser colocadas en las piernas del niño, la vergüenza turbó al noble que las sostenía en sus manos y las devolvió al Arzobispo. Éste palideció y devolvió también la prenda y así, sucesivamente, hasta que finalmente llegó a manos del encargado de Servicio, quien exclamó:
—¡A la horca con el Encargado Principal de las Calzas del Rey! —mientras traían nuevas calzas con cordones en buen estado.
Luego vinieron el lavado y los servicios del peluquero, todo también muy ceremonioso. A estas alturas Tom estaba convertido en una figura graciosa y tan bonito como una niña. Se trasladó luego al comedor del desayuno y todos cayeron de rodillas a su paso.
Después del desayuno lo condujeron hasta la sala del trono, donde procedió a despachar los asuntos de estado. Lord Hertford se ubicó junto al trono para ayudarle.
El Arzobispo de Canterbury informó del decreto relativo a los funerales de Enrique VIII. A Tom le intrigó una cláusula del documento. Por lo bajo le dijo a Hertford:
—¿Qué día se estableció para el entierro?
—El 16 del mes que viene, mi señor.
—¡Qué locura! ¿Se conservará tanto tiempo?
Tom estaba acostumbrado a que en el Patio de las Basuras se deshacían de los muertos a empujones, rápidamente. Lord Hertford, sin embargo, supo tranquilizarlo con unas pocas palabras.
Uno de los ministros pidió la aprobación para la recepción de los embajadores. Otro funcionario se refirió a los gastos del personal del fallecido rey y a las deudas de la corona, sumas que dejaron boquiabierto al muchacho. Preocupado por la falta de recursos, Tom expresó:
—Está bien claro que vamos a la ruina. Es necesario que tomemos una casa más chica y despidamos a los sirvientes... Me acuerdo de una casita que hay cerca de una pescadería, junto a Billingsgate...
Tom se sonrojó al sentir una fuerte presión en su brazo. Pero nadie pareció preocuparse por sus palabras.
Un secretario informó después de las disposiciones de Enrique VIII para conceder honores y rentas a destacados nobles. La inquietud de Tom aumentó y estuvo a punto de opinar lo que pensaba al respecto: que sería mejor pagar las deudas del extinto rey antes de regalar sus dineros. Pero el prudente Hertford lo contuvo. Entonces otra idea le cruzó la mente: ¿Por qué no hacer a su madre duquesa del Patio de las Basuras y asignarle una renta? Pero al instante descartó la idea: él no era rey y para los nobles su madre era sólo una criatura imaginada por su mente enferma.
Continuaba la sesión de los aburridísimos asuntos públicos, mientras Tom se preguntaba por qué Dios lo sacó del aire libre y del sol para encerrarlo, hacerlo rey y causarle tanto sufrimiento. Con la cabeza abombada, se quedó dormido y los sabios del reino debieron suspender sus deliberaciones.
Más tarde, Tom pasó una agradable hora con la princesa Isabel y Lady Jane. Gozó luego unos momentos de soledad y después, un chicuelo flacucho, de unos doce años, fue llevado ante su presencia. Avanzó con la cabeza inclinada y cayó con una rodilla en tierra ante Tom.
—Levántate, muchacho. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Soy tu muchacho de los azotes, milord, Humphrey Marlow —replicó el niño.
Tom se dio cuenta de que la situación era delicada. De pronto tuvo una idea: ahora que Hertford y St. John no podrían acompañarlo siempre, necesitaría su propio plan para hacer frente a las emergencias. Así, pues, comenzó por golpearse la frente, como si estuviera confundido y dijo:
—Parece que te recuerdo: lo que pasa es que tengo la cabeza aturdida.
—¡Pobrecito, mi amo! —exclamó con mucho pesar el chico de los azotes.
—La memoria me juega malas pasadas en estos días —dijo entonces Tom—. Pero me estoy mejorando rápido; una pequeña clave me sirve para recordar cosas y nombres. Dime qué te trae aquí.
—Es poca cosa, mi señor. Hace dos días, cuando su señoría cometió tres errores en su lección de griego... ¿Te acuerdas?
—Sí... Me parece que sí. Continúa:
—El maestro, furioso, prometió que me azotaría muy fuerte por ello... y...
—¡Pegarte a ti! —exclamó Tom, escandalizado—. ¿Por qué tiene que pegarte a ti por errores míos?
— ¡Ah!, siempre me azota a mí cuando Su Majestad se equivoca en las lecciones.
—Es verdad, me había olvidado. Tú me enseñas a mí en privado..., luego, si yo me equivoco, él alega que tu trabajo fue defectuoso y...
—¡Oh, señor! Yo, el más humilde de tus servidores, ¿podría enseñarte a ti?
—Entonces, ¿en qué consiste tu culpa? ¡Explícate. ..! ¡Habla!
—Pero, Majestad... Nadie puede castigar a la persona sagrada del Príncipe de Gales; por lo tanto, cuando él se equivoca soy yo quien recibe los golpes, pues ése es el oficio con que me gano la vida.
Tom comentó para sí: "¡Éste sí que es el más extraño de los oficios!"
—¿Así que te han pegado, pobre amigo mío, según aquella promesa?
—No, Majestad, el castigo fue postergado para hoy y quizás pueda ser anulado por el duelo. Por eso me he atrevido a recordar a Su Majestad su promesa de interceder por mí...
—¿Para salvarte de la azotaina?
—¡Ah! ¡Veo que te acuerdas!
—¡Quédate tranquilo! Me ocuparé de que tu espalda quede ilesa.
—¡Oh, gracias, mi buen señor! —exclamó el niño y cayó de nuevo con una rodilla en tierra—. Sin embargo...
Tom lo animó a que continuase.
—Desde que eres rey, puedes dar las órdenes que desees y nadie puede decir que no. En consecuencia, es razonable pensar que no sigas con tus aburridos estudios sino que te ocupes de otras cosas menos fastidiosas. ¡En tal caso estoy arruinado y conmigo mis pobres hermanas huérfanas!
—¿Arruinado? ¿Por qué?
—¡Mis espaldas son mi pan, mi más gracioso señor! Si dejas de estudiar, no necesitas ya del chico de los azotes. ¡No me despidas!
A Tom lo conmovió la angustia del chico y con real generosidad, sentenció:
—No te aflijas, muchacho. Tu función será permanente para ti y tus descendientes, para siempre. ¡Levántate, Humphrey Marlow, Gran–Chico–de–los–Azotes–Hereditario de la Real Casa de Inglaterra! ¡Volveré a mis libros y he de estudiar tan mal que deberán triplicar tu sueldo!
Humphrey respondió agradecido:
—¡Gracias, Su Majestad! Ahora seré feliz por el resto de mis días y también lo será toda la casa de Marlow.
Tom se dio cuenta de que aquel muchacho le podía ser muy útil: le animó a hablar y el chico relató detalles de la vida de palacio que permitieron a Tom "recordar" diversas circunstancias. Al cabo de una hora, Tom reunió valiosa información relativa a la corte. Resolvió que Humphrey sería recibido en el gabinete real siempre que Su Majestad no estuviese ocupado con otras personas.
Pronto apareció Hertford diciendo que el consejo de lores estimaba conveniente que Su Majestad comenzase a comer en público, pues su aspecto sano y vigoroso tranquilizaría el ánimo de la gente, si es que se hubiesen filtrado rumores negativos sobre su salud. A continuación, el conde lo instruyó respecto a esas ceremonias. Tom necesitó poca ayuda para "recordar", pues por Humphrey estaba al día sobre esas comidas y otras cosas de la corte. Sin embargo, guardó silencio sobre ellas. Viendo tan mejorada la memoria real, el conde lo sometió a unas cuantas pruebas. Los resultados fueron felices y milord quedó satisfecho y animado, diciendo con voz esperanzada:
—Estoy convencido de que si Su Majestad se esforzara más en recordar, sabría dónde está el gran sello. ¿Se servirá Su Majestad hacer la prueba?
Tom quedó confundido, luego preguntó con inocencia:
—¿Cómo era el gran sello, milord?
El conde se sobresaltó por su imprudencia al haberlo forzado. "¡Pierde de nuevo la razón...", se dijo. Y hábilmente cambió el tema de conversación.
15
Al siguiente día llegaron los embajadores y Tom los recibió esplendorosamente, pero lo que comenzó siendo un placer se convirtió pronto en aburrimiento porque la audiencia fue larga y pesada. Tom trató de desempeñarse de modo satisfactorio, pero era demasiado novato y estaba demasiado a disgusto como para lograr un éxito.
La mayor parte del día estuvo dedicada a labores reales. Aun las dos horas dedicadas a pasatiempos principescos fueron una carga, tantas eran las restricciones y ceremoniosas costumbres. Disfrutó, sin embargo, de una hora con su "muchacho–de–los–azotes", obteniendo entretenimiento e información.
Al tercer día de realeza, Tom se sentía menos incómodo con la presencia y el homenaje de los grandes y con el ambiente general. Por esa razón podría haber esperado sin mayor zozobra el cuarto día, que correspondía al de la comida en público. Pero para Tom era un suplicio pensar en comer completamente solo, con una multitud de ojos curiosos fijos en él y de bocas que comentarían cada uno de sus movimientos. Ese día también era el señalado para elegir formalmente a Hertford, Lord Protector, y para varias otras cosas importantes.
Ese cuarto día llegó finalmente. Tom estuvo distraído y disgustado toda la jornada con la sensación pesada del cautiverio. Ya entrada la mañana, desde una ventana observó el movimiento y la gran vía pública y anheló con todo su corazón participar de aquella libertad. Tom vio que una turba vociferante de hombres, mujeres y chicos de la más miserable calaña se acercaban a palacio por la carretera.
—¡Cómo me gustaría saber de qué se trata! —exclamó Tom con curiosidad.
—¡Eres el rey! —le respondió el conde— ¿Tengo permiso de Su Majestad para actuar?
—¡Oh, ya lo creo, sí...! —exclamó Tom excitado, agregando para sí "ser rey no es todo aburrimiento..."
El conde llamó a un paje y le envió esta orden al capitán de la guardia: "Que la multitud sea detenida y que se la interrogue sobre el motivo de este movimiento. ¡Por orden del rey!"
Segundos más tarde, una larga fila de guardias reales formó atravesando la calzada, enfrentando a la multitud. El mensajero regresó luego informando que la turba perseguía a un hombre, a una mujer y a una muchacha que serían ejecutados por crímenes contra la paz y la dignidad del reino.
La muerte esperaba a aquellos desgraciados. La compasión dominó el corazón de Tom. Sin considerar las leyes quebrantadas por los criminales, pensó sólo en el cadalso y en el destino de los condenados. Su inquietud le hizo olvidar incluso de que él sólo era la falsa sombra de un rey y antes de saber lo que hacía, dio la orden:
—¡Traedlos aquí!
Inmediatamente se sonrojó y brotó de sus labios un intento de disculpa, pero al observar que su mandato no había sorprendido a nadie, omitió las palabras que había estado a punto de pronunciar. El paje hizo una profunda reverencia y salió para comunicar la orden. Orgulloso de sí, Tom pensó: "En verdad es como lo que leía en los relatos del viejo clérigo cuando me imaginaba príncipe: ¡Haz esto! ¡Haz aquello! ¡Y que nadie se atreva a interponerse a mi voluntad!".
Entretanto, las puertas de la sala se abrieron para dar paso a una comitiva de nobles y funcionarios, cuya visita estaba esperando. Pero Tom apenas advirtió su presencia, tan excitado estaba con el otro asunto. Tomó asiento, con los ojos puestos en la puerta, ante lo cual la asamblea se entretuvo charlando por su cuenta para no molestarlo.
Al poco rato, los criminales estuvieron ante la presencia del rey, arrodillándose los tres. Tom miró a los prisioneros con curiosidad. Algo de la vestimenta o del aspecto del hombre agitó en Tom recuerdos vagos. "Me parece haber visto antes a este hombre —pensó—, pero no sé cuándo ni dónde." En ese momento, el hombre alzó rápidamente la mirada y, con igual rapidez, volvió a bajarla, incapaz de soportar el imponente porte de la realeza. Pero fue suficiente para Tom. "Este es el desconocido —se dijo— que sacó al niño Giles Witt del Támesis y le salvó la vida aquel día de Año Nuevo... Fue un acto valiente y noble. Lástima que después haya estado cometiendo fechorías... No me he olvidado del día ni la hora de aquello."
Tom ordenó entonces que la mujer y la niña fueran retiradas de su presencia por un rato, y le preguntó al subadministrador del condado:
—¿Cuál es la falta de este hombre, buen señor?
Arrodillándose, el funcionario respondió:
—Ha quitado la vida a un sujeto por envenenamiento, Su Majestad.
—¿Le ha sido probado el crimen? —preguntó.
—Del modo más claro, señor.
Tom suspiró y dijo:
—Lleváoslo: merece la muerte. ¡Es lástima, parecía tener un corazón valiente!
El prisionero, con repentina energía, cruzó las manos y suplicó al "rey" con frases entrecortadas y llenas de terror:
—¡Oh, mi señor y mi rey! ¡Ten piedad de mí! Soy inocente... El fallo ha sido en contra de mí y no puede ser alterado, pero en mi desesperación imploro una gracia: ¡Da la orden de que sea ahorcado!
Tom estaba atónito:
—¡Por vida de Cristo...! ¡He ahí una gracia extraordinaria! ¿No es ése acaso el destino que te esperaba?
—¡Oh, no, Majestad! ¡La orden es que me quemen vivo!
La horrible sorpresa casi hace saltar a Tom de su sillón. Cuando pudo recobrarse, gritó:
—¡Que se conceda tu deseo, pobre infeliz! No deberías sufrir una muerte tan espantosa, aunque hubieras envenenado a cien personas.
El prisionero estalló en apasionados agradecimientos. Tom, volviéndose a Lord Hertford, le dijo:
—Milord, ¿puede creerse que haya una orden para ejecutar una sentencia tan feroz?
—Majestad, ésa es la ley para los envenenadores...
—Ruego a su señoría que se dé la orden de cambiar esa ley... ¡Que ninguna criatura del Señor sea atormentada con semejante tortura! —terminó gritando Tom.
El conde quedó complacido, pues era hombre de impulsos generosos, cosa poco común en su clase y en aquella época de fiereza. Y dijo:
—Estas nobles palabras de Su Majestad han de ser recordadas por la historia para gloria de su real casa.
A punto de retirarse con su prisionero, el guardia fue detenido por una señal de Tom:
—Buen señor —le dijo—. El hombre ha dicho que su acto fue imperfectamente probado. Dime cuanto sepas.
—Majestad, según el proceso este hombre entró a una casa de Islington donde un hombre yacía enfermo. Éste se encontraba solo y dormía. Al poco rato, este hombre salió de la casa y se marchó. A la hora, el enfermo moría desgarrado entre espasmos y arcadas.
—¿Alguien lo vio dar el veneno? ¿Fue siquiera encontrado el tal veneno?
—No, milord.
—Entonces, ¿cómo se sabe que fue administrado?
—Los médicos declaran que nadie muere con esos síntomas, sino por envenenamiento.
Tom reconoció el carácter del testimonio y dijo:
—Es probable que los médicos tengan razón.
—Hay más pruebas y peores, Majestad. Muchos declararon que una bruja predijo que aquel enfermo moriría envenenado y que el veneno se lo daría un desconocido de pelo castaño y vestido de ropas ordinarias, igual que este hombre.
En esta época de supersticiones, aquel argumento tenía terrible fuerza. El hombre era culpable y asunto terminado. Pese a todo, Tom ofreció al prisionero una ocasión de salvarse:
—Si puedes decir algo en tu descargo, ¡habla!
—Soy inocente, mi rey, pero no lo puedo probar. No puedo probar que no estuve en Islington aquel día ni que me encontraba en Wapping Old Stairs; menos aún, mí rey, podría probar que mientras se me acusa de estar quitando la vida, yo estaba en cambio salvándosela a un chico que se ahogaba.
—¡Calla! Administrador, ¿qué día se cometió el crimen?
—El primer día de Año Nuevo, ilustrísima...
—¡Dejad al preso en libertad, es la voluntad del rey.
Luego de esta explosión, Tom trató de disimular como pudo su conducta:
—¡Me enfurece que se cuelgue a alguien con pruebas tan vagas!
Por la reunión corrió un cuchicheo de admiración por la inteligencia que Tom había demostrado.
—¡Éste tiene bien sólida la inteligencia! —decían.
—¡Qué típico de su carácter fue terminar el asunto de modo abrupto e imperioso!
—¡Gracias a Dios, ha pasado su enfermedad! Se ha conducido en forma muy parecida a su propio padre.
Algo de estos comentarios llegó a oídos de Tom, haciéndolo sentir muy cómodo y agradado. Sin embargo, pronto sus pensamientos lo llevaron a querer saber qué clase de daño grave podían haber hecho la mujer y la niñita. Fueron traídas a su presencia.
—¿Qué es lo que han hecho estas dos? —preguntó Tom al administrador del condado.
—Se las acusa de un crimen claramente probado, Su Alteza. Se vendieron al diablo y serán ahorcadas.
Tom se estremeció, pero igual consultó:
—¿Dónde fue cometido el hecho? ¿Y cuándo?
—Una medianoche de diciembre, dentro de una iglesia en ruinas, Majestad.
—¿Quién estaba presente?
—Solamente estas dos, Majestad y..., ese otro.
—¿Han confesado?
—No, no señor..., lo niegan.
—Entonces, ¿cómo se conoció el hecho?
—Algunos testigos vieron que se dirigían allí, Majestad, despertando sospechas. Las reas provocaron una tormenta que arrasó la región y todos sus alrededores. Cerca de cuarenta testigos han declarado..., y pudieron ser mil, porque todos sufrieron por esa causa.
Tom reflexionó un momento.
—¿Y la mujer sufrió también con aquella tormenta?
Varios ancianos de la asamblea reconocieron la sabiduría de tal pregunta. El administrador, sin embargo, no vio en ella nada de gran importancia y respondió:
—Sí, Majestad. Su casa fue barrida y quedaron sin refugio.
—Me parece que les salió muy caro el poder. En cuanto a pagar con su alma y la de su hija, indica que esta mujer está loca, y si está loca no sabe lo que hace, y en consecuencia no peca.
—Si el rey está loco, su locura debería contagiarse... —murmuró un individuo al escuchar el comentario del rey.
—¿Qué edad tiene la niña? —preguntó después Tom.
—Nueve años, Su Majestad.
—Según la ley inglesa, ¿acaso puede un niño intervenir en un pacto con el diablo y venderse, milord? —preguntó Tom volviéndose a un juez.
—No, señor, sosteniendo que su inteligencia inexperta lo incapacita para competir con la inteligencia madura y las malas artes de sus mayores.
La prisionera de mayor edad había dejado de sollozar, y con interés y esperanza estaba pendiente de las palabras de Tom. Éste lo notó y tuvo compasión de ella. Luego, insistió en sus preguntas:
—¿Qué hicieron para producir la tormenta?
—Quitándose las medias, señor.
La curiosidad de Tom se encendió al rojo y exclamó:
—¡Maravilloso! ¿Acaso esa acción ha producido siempre el mismo efecto?
—Siempre que la mujer lo desee, señor, y que pronuncie las palabras necesarias, ya sea mentalmente o con la lengua.
Volviéndose a la mujer, Tom dijo:
—Ejercita tu poder... Me encantaría ver una tormenta.
Muchas mejillas palidecieron en ese ambiente supersticioso y más de alguien deseó abandonar el lugar. Esto pasó inadvertido para Tom, atento sólo al esperado cataclismo.
—Ejerce tu poder, nada temas porque quedarás libre —le dijo Tom a la mujer.
—¡Oh, mi rey! No lo tengo... He sido falsamente acusada.
—¡Anímate, mujer, que no has de sufrir daño alguno! Produce una tormenta, no importa que sea pequeña. Hazlo y tu vida y la de tu hija estarán salvadas.
La mujer, bañada en lágrimas, alegó que carecía de poder para realizar ese milagro, de lo contrario lo haría aunque fuera por salvar únicamente a su hija.
Tom insistía, hasta que finalmente dijo:
—Creo que la mujer ha dicho la verdad. Si fuese mi madre, no se hubiera demorado en conjurar esa tormenta y dejar todo el país en ruinas si el premio fuera la salvación de mi vida. Eres libre, buena mujer: tú y tu hija. Pero ahora que estás indultada, quítate las medias y si puedes hacerme una tormenta serás rica.
La mujer agradeció ruidosamente a Tom y procedió a obedecerle, mientras la inquietud dominaba a los cortesanos. La mujer descalzó sus pies e hizo lo posible por desencadenar una tormenta, pero todo fue un fracaso. Suspirando, Tom dijo por fin:
—Vamos, buena mujer. Tu poder te ha abandonado. Vete en paz y si alguna vez recuperas ese poder, tráeme una tormenta.