El Príncipe y el mendigo |
9
A las nueve de la noche, la fachada de palacio que daba al río ardía de luces. El río mismo estaba cubierto de botes y lanchas adornadas y coloridas. En la gran escalinata de piedra que conducía hasta el agua, se hallaban formados los lanceros reales y grupos de servidores revoloteaban en medio de los preparativos.
En eso, se oyó una orden y toda criatura viviente desapareció de inmediato de los escalones. El silencio era total. La gente que continuaba en los botes hacía esfuerzos para mirar hacia el palacio. Cuarenta o cincuenta lanchas oficiales se acercaron a los escalones. Iban ricamente decoradas con banderines, tapices bordados con los escudos de armas, cascabeles de plata y otros adornos relucientes.
En la enorme portada, apareció por fin una cuadrilla de lanceros con trajes de ceremonia que llevaban los símbolos del príncipe bordados en oro. A derecha e izquierda se formaron los soldados en dos largas filas y al centro se extendió una alfombra. Entonces las trompeas anunciaron el comienzo de la procesión: un funcionario llevaba la insignia cívica, otro la Espada de la Ciudad, luego venían la Guardia Municipal con sus trajes de gala, nobles caballeros, los jueces, el Alto Canciller de Inglaterra, regidores y otras autoridades. Les seguían los cortejos de los embajadores de Francia y España. Otro tronar de trompetas acompañó la salida del gran duque de Somerset, tío del príncipe. Finalmente, se escuchó una prolongada descarga seguida de una proclamación:
"Paso al elevado y poderoso, el señor Eduardo, Príncipe de Gales'.".
Todo la gente apiñada en el río estalló en una potente bienvenida y Tom Canty, causa y héroe de todo aquello, apareció inclinando ligeramente su cabeza principesca. ¡Oh, Tom Canty! nacido en una choza, acostumbrado a los harapos, la mugre y la desgracia... ¡Qué espectáculo fue aquel!
10
Habíamos dejado a John Canty arrastrando al legítimo príncipe al Patio de las Basuras, seguido por una ruidosa muchedumbre. Hubo sólo una persona que quiso defender al cautivo, pero no fue escuchada. El príncipe continuó luchando por soltarse y recriminó a John Canty hasta que éste, perdiendo la paciencia, levantó un garrote de roble sobre la cabeza del príncipe. Aquel único defensor del muchacho detuvo el brazo del hombre y el golpe cayó sobre su propia muñeca, mientras Canty rugía:
—Quieres entrometerte ¿eh? Ahí tienes tu recompensa.
La cachiporra se descargó sobre la cabeza del entrometido, se oyó un gemido y éste cayó al suelo. Al minuto siguiente, aquella figura yacía en la oscuridad, completamente sola.
Más tarde, el príncipe se encontró en la morada de John Canty. A la luz de una vela, el niño pudo distinguir las principales características de aquella guarida, así como las de sus acompañantes. Dos niñitas y una mujer de edad madura estaban en un rincón, con el aspecto de animales habituados a los malos tratos. De otro rincón apareció un bruja con pelo canoso y ojos malignos. John Canty se dirigió a ella:
—Aquí tenemos algo entretenido. ¡Avanza, muchacho! Di tu nombre. ¿Quién eres?
Alzando una mirada furiosa hasta la cara de aquel hombre, el principito dijo:
—Te afirmo, como ya te dije antes, que soy Eduardo, Príncipe de Gales y nadie más que él.
La bruja casi perdió el aliento al escucharle, mientras John Canty estallaba en risotadas. Pero el efecto fue diferente en la madre y hermanas de Tom. Con la pena pintada en sus rostros, se adelantaron:
—¡Oh, pobrecito Tom! ¡Pobre muchachito! —exclamaron.
La madre, con lágrimas en los ojos, lloriqueó:
—¡Ay, pobre muchacho mío!, tus estúpidas lecturas te han quitado la razón.
Mirándola a la cara, el príncipe le dijo con suavidad:
—Tu hijo está bien y no ha perdido la razón, buena mujer. Llévame a Palacio y el rey, mi padre, inmediatamente te devolverá a tu hijo.
—¡El rey tu padre! ¡Oh, hijo mío! Libérate de ese sueño horripilante. ¡Mírame! ¿No soy acaso tu madre, que te quiere bien?
El príncipe sacudió la cabeza:
—Me repugna apenar tu corazón, pero nunca he visto tu rostro antes de ahora.
La mujer se desplomó de nuevo y se abandonó a sus sollozos y lamentos.
—¡Que siga la función! —gritó Canty—: ¿Qué es eso Nan? ¿Qué es eso Bet? ¡De rodillas, rendidle homenaje al príncipe!
Las muchachas comenzaron a rogar por su hermano.
—Si lo dejaras que se acostase, padre —dijo Nan—, el descanso y el sueño curarían su locura.
—Sí. —agregó Bet—. Mañana será de nuevo nuestro Tom y volverá a mendigar. No ha de volver a casa sin nada.
Esta observación recordó al padre sus finanzas. Colérico, se volvió hacia el príncipe:
—Mañana deberemos pagar dos peniques al dueño de esta pocilga o nos echarán a la calle. Muéstrame lo que juntaste.
El príncipe respondió:
—No me molestes con tus sórdidos asuntos. Te repito que soy el hijo del rey.
Un golpe en el hombro, propinado con la ancha palma de la mano de Canty, arrojó al príncipe a los brazos de la madre; ésta lo estrechó contra su pecho protegiéndolo con su cuerpo de una andanada de puñetazos.
Las muchachas se fueron a su rincón, pero la abuela ayudó con entusiasmo a su hijo. El príncipe se zafó del lado de la señora Canty, exclamando:
—No has de sufrir en mi lugar, señora. Que estos cerdos ejecuten sólo conmigo su voluntad.
Los "cerdos" se enfurecieron a tal punto que apalearon duramente al muchacho, dando luego un paliza a las mujeres por haberse mostrado compasivas.
—Y ahora ¡a la cama todos! —dijo Canty.
Apenas se sintieron los ronquidos de John Canty y de su madre, las mujeres cubrieron tiernamente al príncipe y la madre le acarició el pelo susurrándole palabras de consuelo, lo que el muchacho agradeció con principescas palabras.
La mujer volvió a su cama ahogada en lágrimas al ver que la "locura", retornaba a su hijo. Sin embargo, su instinto de madre le hizo pensar en la posibilidad de que ese niño no fuera su hijo; esta idea se le transformó en una obsesión, convenciéndose de que no habría paz para ella hasta que pudiera desterrar esas dudas mediante una prueba definitiva. Y se puso en seguida a pensar cómo la llevaría a cabo.
En su cerebro dieron vueltas una y otra idea, pero ninguna era perfecta. Ya pensaba renunciar al asunto cuando sintió que la respiración del muchacho le indicaba que se había dormido. La respiración rítmica fue interrumpida por un grito suave, propio de un sueño agitado. Esta casualidad le proporcionó la idea que andaba buscando. Silenciosamente, entonces, encendió la vela mientras murmuraba para sí: "Desde que le estalló la pólvora en la cara, nunca se ha despertado de algún sueño sin llevarse la mano a los ojos, como lo hizo el día aquel, con la palma vuelta hacia afuera. Le he visto hacer ese gesto cien veces, y nunca lo ha variado en las mismas circunstancias. ¡Sí! Pronto sabré a qué atenerme".
Se había arrastrado hasta el niño dormido, haciendo pantalla a la vela con la mano. Respirando apenas, de pronto hizo que la luz diera en la cara del niño y golpeó con los nudillos el suelo junto a su oído. Los ojos del durmiente se abrieron sobresaltados, pero sus manos no hicieron movimiento alguno.
La pobre mujer se quedó sorprendida y apenada, pero apaciguó al niño hasta que se durmió de nuevo; entonces se arrastró a su rincón y se puso a conversar consigo misma sobre su reciente experiencia. No quería aceptar lo que indicaba esa prueba, de modo que volvió a despertarlo una segunda y una tercera vez, con igual resultado. Sólo entonces se fue a dormir.
El príncipe durmió profundamente cuatro a cinco horas seguidas. Luego, entre dormido y despierto, pidió que algún sirviente fuera a atenderlo.
—¿Qué tienes? —interrogó un susurro—. ¿A quién llamas?
—A sir William Herbert. ¿Quién eres tú?
—Yo. ¿Pues quién voy a ser sino tu hermana Nan? ¡Todavía estás demente, pobre chiquillo! Por favor, detén tu lengua, si no quieres que nos peguen hasta matarnos.
Sobresaltado, el príncipe se incorporó parcialmente, pero se hundió de nuevo en el inmundo camastro con su cuerpo adolorido. Se dio cuenta de que no era ya un príncipe mimado en su palacio, sino un mendigo prisionero en una guarida de animales.
De pronto se oyeron varios golpecillos en la puerta; parando de roncar, John Canty preguntó:
—¿Quién llama? ¿Qué quieres?
Una voz respondió:
—¿Sabes a quién golpeaste con tu garrote ayer?
—No, ni me importa.
—Es probable que cambies de opinión cuando sepas que se trata del padre Andrés: está entregando su espíritu. Más te vale huir.
—¡Misericordia tenga Dios! —exclamó John Canty—. Y despertando a su familia, ordenó: —¡Levantáos y huid... o quedáos y morid!
Cinco minutos más tarde la familia Canty estaba en la calle y huía desesperada. John Canty tomó de la mano al príncipe y, apurándolo en medio de la oscuridad, le hizo esta advertencia:
—¡Muerde tu lengua, loco de ti! Y no des nuestro apellido. Pronto escogeré un apellido nuevo para despistar.
Y al resto de la familia le gruñó que debían encontrarse en el Puente de Londres si se separaban durante la huida. El grupo se encontró de pronto en medio de una multitud que cantaba, bailaba y gritaba. Una hilera de fogatas se extendía por el Támesis y el río entero resplandecía con las luces de color. Los fuegos artificiales llenaban el cielo, convirtiendo casi la noche en día. Todo Londres parecía estar celebrando aquella noche.
John Canty ordenó la retirada demasiado tarde. En un instante, la multitud se los tragó, separándolos. Pero Canty continuó con el niño tomado de la mano. El príncipe tenía la esperanza de poder escapar en medio del gentío, cuando un barquero algo borracho fue empujado groseramente por Canty. El barquero puso entonces su pesada mano sobre el hombro del rufián:
—¿Dónde vas tan apurado? —preguntó—. ¿Acaso andas en sucios negocios, cuando todo hombre leal está de fiesta?
—¡Mis asuntos no te importan —respondió Canty, ásperamente—, déjame pasar!
—No pasarás hasta que hayas bebido a la salud del Príncipe de Gales —dijo el barquero, cerrándole el paso.
—Dame entonces la copa y apúrate...
Para entonces había otros enfiestados que gritaban: ¡Qué el bribón malhumorado beba la copa del amor o lo arrojaremos a alimentar a los peces! Y trajeron una enorme copa de la amistad. Tomándola por una de las asas, el barquero simuló llevar con la otra una servilleta y, según la tradición, se la presentó a Canty: éste debía tomar con una mano el asa opuesta y con la otra, levantar la tapa. Esto dejó al príncipe la mano libre por un minuto. No perdió el tiempo y se zambulló entre aquella selva de piernas, desapareciendo de inmediato.
Ahora podía ocuparse de sus propios asuntos. Había comprendido que el falso Príncipe de Gales era agasajado en su lugar y pensó en que tal vez Tom Canty estaba aprovechando deliberadamente la oportunidad para convertirse en usurpador. Decidió entonces ir a la Municipalidad, descubrir su identidad y denunciar al impostor. También resolvió que después de un período de preparación espiritual, Tom debería ser colgado, destripado y descuartizado por alta traición.
11
La lancha real navegó río abajo por el Támesis entre botes iluminados, fuegos artificiales, fogatas y un aire cargado de música. Desde las riberas del río, un rugido de vivas y el estruendo de la artillería saludaba a las embarcaciones. Tom Canty miraba y oía maravillado este espectáculo. Pero para la princesa Isabel y Lady Jane Grey no significaba nada especial.
Finalmente, la lancha real se detuvo en un muelle ubicado en el centro del antiguo Londres. Tom desembarcó y caminó junto a su comitiva hacia la Municipalidad. Allí fueron recibidos por el intendente y los Padres de la Ciudad, quienes los condujeron con gran ceremonial a un lujoso salón.
Los caballeros y las damas que acompañaban a Tom y a sus dos amiguitas tomaron asiento detrás de sus sillones. Otros grandes de la corte se sentaron junto con los ricos de la ciudad; los comunes se ubicaron en mesas instaladas en el piso principal del salón. Los gigantes Gog y Magog, antiguas estatuas de los guardianes de la ciudad, contemplaban el espectáculo familiarizados con tales cosas desde muchas generaciones ya olvidadas.
Un toque repentino de trompeta anunció el comienzo del banquete. Entonces apareció un gordo mayordomo, seguido de sus servidores, que llevaban con imponente solemnidad carnes calientes, listas para el cuchillo.
Tom se levantó —y todos lo hicieron con él— y bebió de una gran copa de la amistad, con la princesa Isabel; de ella, pasó a Lady Jane, recorriendo luego toda la concurrencia.
A medianoche la fiesta estaba en lo mejor. Comenzó un vistoso baile de disfraces, uno de los entretenimientos típicos de la época, en el que participaron barones, condes y otros nobles, vestidos lujosa y llamativamente. Damas y caballeros se divertían a sus anchas.
Y mientras Tom contemplaba esta danza sentado en su trono, el harapiento pero auténtico Príncipe de Gales andaba proclamando sus derechos, denunciando al impostor y gritando para ser recibido en la Municipalidad. La multitud gozó con este episodio y otra vez lo insultó y se burló, aguijoneándolo para enfurecerlo aún más. Los ojos del niño se llenaron de lágrimas de rabia, pero se mantuvo firme y desafiante, insistiendo en que era el verdadero Príncipe de Gales.
—Seas príncipe o no, me da igual. De todos modos eres un muchacho valiente y aquí estoy yo, Miles Hendon, para ser tu amigo.
Quien hablaba era un hombre alto, bien formado y musculoso. Sus ropas eran de buen material, pero gastadas. Llevaba un largo estoque con vaina de hierro enmohecido y su aspecto general era el de un revoltoso. Hubo otra explosión de burlas y de risas. Alguien gritó:
—¡Se trata de otro príncipe de incógnito!
Y otros:
—¡Cuidado, que puede ser tipo peligroso...! ¡Fijaos en su mirada! ¡Quitadle al muchacho!
Una mano se posó inmediatamente sobre el príncipe, y con igual rapidez el desconocido sacó su espada y golpeó al entrometido, que cayó al suelo.
—¡Matad al perro...! —gritó la turba y encerró al guerrero, quien retrocedió hasta una pared y comenzó a pegar con su arma a diestra y siniestra. Sus víctimas caían en todas direcciones, pero la multitud enfurecida se arrojó contra el campeón. Sus minutos parecían contados, cuando sonó una trompeta y gritó una voz:
—¡Paso al mensajero del rey! —y una cuadrilla de jinetes apareció embistiendo a la turba, que se retiró con rapidez. El audaz desconocido recogió al príncipe y pronto estuvo lejos del peligro.
Volvamos ahora a la Municipalidad, cuando el toque de una trompeta interrumpía la fiesta. En medio del instantáneo silencio que se produjo, el mensajero del rey leyó una proclama que terminó con las siguientes palabras, pronunciadas solemnemente:
—¡El rey ha muerto!
Los comensales de la gran fiesta inclinaron la cabeza sobre el pecho en profundo silencio durante unos minutos; luego cayeron en masa de rodillas, extendieron las manos hacia Tom y estallaron en una aclamación potente, que pareció sacudir el edificio:
—¡Viva el rey!
Tom miraba todo aquello tremendamente sorprendido. De pronto algo le llevó a preguntar en voz baja y al oído al conde Hertford:
—Si yo diera aquí una orden, ¿sería obedecida y nadie se alzaría para negarse?
—Nadie, mi señor. En tu persona reside la majestad de Inglaterra: eres el soberano. Tu palabra es ley.
Con voz fuerte y grave, Tom respondió:
—¡Entonces, la ley del soberano será una ley de misericordia desde este día y nunca más una ley de sangre! ¡A la Torre! ¡Proclama que el rey decreta que el duque de Norfolk no ha de morir!
Las palabras fueron divulgadas en todas direcciones y, al retirarse Hertford de la presencia del rey, estalló otro grito gigantesco:
—¡Ha terminado el reinado de la sangre! ¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!
12
Apenas Miles Hendon y el principito se vieron libres, marcharon en dirección al río. El camino estuvo expedito hasta que se aproximaron al Puente de Londres; allí debieron nuevamente abrirse paso entre la multitud. La noticia ya había llegado lejos y el muchacho se enteró de ella por miles de voces que repetían al unísono: "¡El rey ha muerto!" Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Sintió un amargo dolor, porque el tirano que causaba tanto terror en los demás había sido siempre bueno con él. Se sintió el más desamparado y abandonado de todas las criaturas de Dios. En eso, otro grito sacudió la noche: "¡Viva Eduardo VI!"
"¡Ah! —pensó—. ¡Qué grandioso y extraño parece! ¡Soy rey!"
Sortearon el gentío típico del famoso Puente de Londres, uno de los sectores más tradicionales de la ciudad, y llegaron a la posada del Puente donde alojaba Hendon. Al acercarse a la puerta, una voz áspera dijo:
—¡Por fin llegas! Te aseguro que no te volverás a escapar —y John Canty estiró la mano para apoderarse del chico.
Pero Miles Hendon se interpuso:
—¡No tan rápido, amigo! ¿Que es tuyo este chico?
—Es mi hijo.
—¡Eso es mentira! —gritó rabioso el pequeño rey.
—Hijo mío, hablas con audacia y te creo —dijo Hendon—. Esté mal o no tu cabecita, este despreciable rufián no podrá apoderarse de ti para pegarte e insultarte, si es que prefieres quedarte conmigo.
—¡Sí, sí, lo prefiero! A él no le conozco y prefiero morir antes que irme con él!
—En ese caso, no hay nada más que decir.
—¡Eso lo veremos! —exclamó John Canty, tratando de retener al niño por la fuerza.
—¡Si llegas a tocarlo, te atravieso como si fueras un ganso! —declaró Hendon apoyando la mano en el puño de la espada y haciendo retroceder a Canty—. He tomado a este chico bajo mi protección, en el momento en que una turba pretendía matarlo. ¿Te imaginas que he de abandonarlo a un destino peor? Una muerte rápida sería preferible para un muchacho como él, antes que vivir con un sujeto como tú. Así pues, mándate cambiar que no me gusta el parloteo y no soy demasiado paciente...
John Canty se alejó murmurando amenazas y maldiciones. Hendon subió tres pisos con el niño hasta llegar a su cuarto, después de encargar que les llevaran la comida. Era una habitación pobre, apenas iluminada por un par de velas enfermizas. El pequeño rey se echó en la cama, hambriento y fatigado. Adormilado, murmuró:
—Por favor, llámame cuando la mesa esté servida —y cayó en un sueño profundo.
Una sonrisa chispeó en los ojos de Hendon. Se dijo:
—¡Por Cristo! El mendiguito se instala y usurpa nuestra cama sin siquiera decir "permiso". ¡Pobre ratita sin amigos! No cabe duda de que su trastorno se debe a los malos tratos. ¡Seré su amigo! Lo he salvado y ya le tengo cariño. ¡Y qué cara dulce, noble y bonita tiene ahora que duerme! Seré su hermano mayor y he de cuidarlo.
Inclinándose sobre el cuerpo del niño, le dio unos suaves golpecitos en la mejilla y le alisó los rizos enredados. Luego se sacó su capa y cubrió con ella al pequeño para que no pasara frío.
Mientras caminaba por la habitación para entrar en calor, hablaba a solas: "Cree ser el Príncipe de Gales. Sería curioso tener con nosotros a un príncipe que ahora es rey... Si mi padre aún vive, después de estos siete años de cárcel en el extranjero en que no he sabido nada de mi país, daría buena acogida al pobre niño, lo mismo que mi hermano mayor, Arturo. En cuanto a mi otro hermano... Yo he de romperle la cabeza a ese animal de mala índole y astuto como un zorro, si se interpone... ¡Sí, allí nos dirigiremos... e inmediatamente!"
Entró un sirviente con la comida humeante. Al marcharse, la puerta se golpeó y el ruido despertó al muchacho. Se sentó en la cama alegremente, pero en seguida cambió su expresión por otra de pesar:
—¡Ay de mí —masculló—, no era más que un sueño!
Al descubrir la capa de Hendon, se la devolvió agradeciéndole su preocupación y bondad. Después fue hasta el lavatorio y se quedó esperando.
—Ahora comeremos y beberemos —dijo Hendon—, pues todo está sabroso y bien caliente. Volverás a ser el de siempre, nada temas.
El niño no contestó y le echó una mirada con algo de impaciencia. Intrigado, Hendon preguntó:
—¿Qué te falta?
—Quisiera lavarme.
—¡Ah...! No pidas permiso, tienes absoluta libertad.
Pero como el niño no se movió y, en cambio, golpeó el suelo con su piececito, Hendon volvió a preguntar qué le sucedía.
—¡Haz el favor de echar el agua y no hagas tantas preguntas!
Diciendo para sí "esto sí que es increíble", Hendon cumplió el pedido del pequeño quedándose de pie a su lado, hasta que la orden: "¡Vamos... la toalla!", lo reanimó bruscamente. Tomó la toalla que estaba ante las narices del niño y se la alcanzó.
Cuando Hendon ya iba a comenzar a comer, el niño le dijo indignado:
—¡Detente! ¿Pretendes sentarte en presencia del rey?
Hendon tambaleó, mientras murmuraba para sí: "¡Dios! ¡Qué loco está el pobrecito! ¡Ha cambiado junto con el cambio que se ha operado en el reino y ahora se imagina rey! Es mejor que le siga la corriente, si quiero hacer algo por su bien." Entonces apartó la silla de la mesa y procedió a atender al rey del modo más cortesano que pudo.
Cuando terminó de comer, Eduardo VI habló:
—Quiero conocerte... Cuéntame tu historia. ¿Eres de noble nacimiento?
—Mi padre es barón, Su Majestad; sir Richard Hendon, de Hendon Hall. Y no hay mucho que contar... Mi padre es muy rico y generoso. Mi madre murió cuando yo era un niño. Tengo dos hermanos: Arturo, el mayor, es parecido a mi padre, y Hugo, menor que yo, es mezquino, traidor y perverso. No hay nadie más en la familia, salvo Lady Edith, mi prima, hermosa y buena, hija de un conde de gran fortuna. Yo la amaba y ella a mí, pero estaba prometida a Arturo desde su nacimiento y mi padre no permitió romper el compromiso, aunque Arturo quería a otra doncella. Hugo ambicionaba la fortuna de Edith, aunque afirmaba estar enamorado de ella, y logró engañar a mi padre. Hugo tenía un don sorprendente para la mentira. Yo era agresivo, de una fiereza inocente que no dañaba a nadie. Sin embargo, mi hermano Hugo sacó ventaja de mi carácter, exageró mis defectos hasta hacerlos aparecer como crímenes y convenció a mi padre de que yo pretendía raptar a Lady Edith, utilizando testigos falsos y una escala que él mismo puso en mi habitación. En castigo, mi padre me exilió por tres años de Inglaterra, tiempo que pasé en las guerras europeas. Fui capturado en mi última batalla y pasé siete años en prisión. Luego logré huir y regresé a Inglaterra. Acabo de llegar, pobre de mí, y nada sé de lo que ha sucedido en Hendon Hall. Ésta es mi pequeña historia, Su Majestad.
—Han abusado vergonzosamente de ti —sentenció el pequeño rey—, pero yo te haré justicia... —y animado por el relato de Miles, se le aflojó la lengua y contó su propia historia, ante el sorprendido Hendon que admiró la imaginación e inteligencia del rey.
"¡Pobre cabecita perdida —pensó el caballero—. Nunca lo abandonaré y sanará de su locura. Y yo estaré orgulloso de ello." Pensaba en ello, cuando el rey le habló con voz pensativa:
—Tú me has salvado y, por lo tanto, me has salvado la corona. Expresa un deseo y si está dentro de mi real poder, será concedido.
Tan fantástica idea sobresaltó a Hendon. Estuvo a punto de no aceptar el ofrecimiento, pero cambió de parecer. Cayendo sobre una rodilla, dijo:
—Mi pobre servicio fue la simple obligación de un súbdito y no tiene, por tanto, mérito alguno; pero ya que a Su Majestad le place considerarlo digno de recompensa, me atrevo a hacer mi petición: hace casi cuatrocientos años, cuando había problemas entre el rey de Inglaterra y el rey de Francia, se decretó que dos campeones se enfrentaran para resolver la disputa mediante lo que se llama el Juicio de Dios. En presencia de ambos reyes, apareció el campeón de Francia: era tan temible que los caballeros ingleses se negaron a combatir. Pero en la Torre, Lord De Courcy, el brazo más poderoso de Inglaterra que estaba prisionero, aceptó representar a Inglaterra. Apenas vio al famoso y enorme adversario, el campeón de Francia huyó, ganando la causa el rey inglés. Su Majestad de Inglaterra devolvió a De Courcy sus títulos y propiedades, y le pidió que expresara un deseo. De Courcy contestó: "Esto pido, señor: que yo y mis descendientes tengamos el privilegio de no sacarnos el sombrero en presencia de los reyes de Inglaterra, mientras exista el trono." La gracia fue concedida. Recordando ese hecho, imploro al rey que me conceda la gracia de que yo y mis descendientes podamos sentarnos en presencia de Su Majestad de Inglaterra, para siempre.
—¡Levántate y siéntate, caballero sir Miles Hendon! —dijo el rey gravemente—. La petición está concedida.
Hendon se sentó, comentando para sí: "Fue una excelente idea; si no hubiera tenido que seguir de pie durante semanas, hasta que mi pobre muchachito se curara de su locura."