La isla del tesoro

CAPÍTULO XXXII.

LA BÚSQUEDA DEL TESORO.

LA VOZ EN LOS ÁRBOLES

Desanimados por aquella alarma, y para permitir que Silver y los que estaban dolientes pudieran descansar un rato, toda la banda se sentó al llegar a lo alto de la pendiente.

La meseta, por su ligera inclinación hacia el oeste, nos permitió contemplar desde el lugar en que hicimos alto un vasto horizonte visible desde ambos lados. Delante de nosotros, más allá de los árboles, se veía el Cabo de los Bosques, orlado de espumas; detrás, no solamente dominábamos el fondeadero de la Isla del Esqueleto, sino que también —más allá de la franja de arena y de la llanura oriental— se descubría hacia el este una gran extensión del mar. Erguido por encima de nosotros, se alzaba El Catalejo, sembrado de pinos solitarios, y cortado por negros precipicios. Sólo se oía el ruido lejano de las olas rompientes al asalto de la isla y el crujido de innumerables insectos en la espesura. Ni un ser humano, ni una vela en el mar. La inmensidad del panorama acentuaba la impresión de soledad.

Silver, una vez sentado, comprobó varias direcciones con la brújula.

—Ahí están los tres "árboles altos" —dijo—, más o menos en la misma línea que la Isla del Esqueleto. La estribación de El Catalejo, me imagino, designa aquella punta, allá abajo. Es un juego de niños encontrar ahora lo que nos interesa. Casi prefiero comer algo antes.

—Poco apetito tengo —murmuró Morgan—. Sólo con pensar en Flint, siento bascas.

—Tranquilízate, muchacho, y da gracias a las estrellas. Bien muerto está —le dijo Silver.

—Era tan feo como el diablo —exclamó un tercer pirata con un estremecimiento—. ¡Ah, qué figura tenía!

—Por eso se lo llevó el ron —añadió George Merry—. Verdad es que era de color violáceo.

Tras el hallazgo del esqueleto, no habían dejado de hablar cada vez en voz más baja, y ahora habían llegado a emitir sólo una especie de murmullo que casi se confundía con el silencio de los árboles. De pronto, procedente de en medio de los árboles situados frente a nosotros, una voz tenue, aguda y temblorosa se puso a entonar la canción de siempre:

Quince hombres sobre el cofre del muerto.

¡Yo—ho—ho! ¡Y una botella de ron!

Nunca vi yo hombres tan conmovidos como nuestros piratas. Como por encanto, todo color desapareció de sus rostros. Unos se sobresaltaron y otros se cogieron a sus vecinos. Morgan se pegó al suelo.

—¡Es Flint, por el...! —exclamó Morgan.

La canción se detuvo tan bruscamente como había comenzado, interrumpida, se hubiera dicho, en medio de una nota, como si alguien hubiera cerrado la boca al que la cantaba. Desde tan lejos, a través de la atmósfera clara y soleada, entre la cima de los árboles verdecidos, el sonido se me antojó aéreo y melodioso. Tanto más extraño fue el efecto que obró entre mis compañeros.

—Vamos —dijo Silver, sacando penosamente las palabras de sus labios apergaminados— no es posible. ¡Listos para virar! Mal empieza esto, y yo no puedo identificar esa voz. Pero es de alguien que trata de gastarnos una broma haciéndose el pájaro, alguien de carne y hueso, podéis creerme.

Hablando había recobrado los ánimos y también un poco de su color. Los otros prestaban ya oído atento a sus palabras de aliento y recobraban el sentido, cuando de nuevo se dejó oir aquella misma voz. Ya no era un canto, sino un grito lejano y débil que aún más débilmente remitían los ecos del acantilado de El Catalejo.

—¡Darby M'Graw! —gemía aquella voz (gemir es quizá la palabra que más conviene)—. ¡Darby M'Graw, Darby M 'Graw!

Una y otra vez se dejó oír, y luego, elevándose un poco más y con un reniego que prefiero omitir, dijo:

—¡Trae ron Darby!

Los filibusteros se quedaron clavados al suelo, los ojos fuera de las órbitas. Mucho tiempo después de que la voz hubiera callado, todavía miraban en silencio, recto delante de ellos, petrificados por el espanto.

—¡Ya es bastante! —balbuceó uno—. Pongámonos a salvo.

—Éstas fueron sus últimas palabras —gruñó Morgan—. Las últimas palabras que pronunció en este mundo.

Dick había sacado la Biblia y rezaba con fervor. Había recibido una buena educación aquel muchacho antes de hacerse a la mar y de ir a parar entre aquellos malos compañeros.

Pero Silver no estaba aún vencido. Podía oír cómo se entrechocaban sus dientes, pero aún se mantenía fuerte.

—Nadie en esta isla ha oído hablar nunca de Darby —murmuró—; nadie, excepto nosotros.

Y, realizando un gran esfuerzo, prosiguió:

—Compañeros, estoy aquí para encontrar ese tesoro y ni el diablo me detendrá. Nunca he tenido miedo de Flint cuando éste estaba aún vivo, y ¡truenos!, nadie podrá decir que me ha hecho retroceder estando ya muerto. A menos de un cuarto de milla de este lugar nos están esperando setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto a un caballero de fortuna enseñar su popa delante de tanta galleta, y todo ello a causa de un viejo borrachín de boca violácea... y por añadidura muerto?

Pero sus secuaces pocas señales daban de reanimarse. Por el contrario, aquellas palabras impías parecían aumentar el terror que sentían.

—¡Cuidado, John! —dijo Merry—. ¡No te opongas a los espíritus!

Y los demás estaban demasiado aterrorizados para responder. De tener valor, todos hubieran puesto pies en polvorosa, pero el miedo los agrupaba alrededor de John, como si su audacia pudiera protegerlos. Él, por su parte, había casi superado del todo su debilidad de un instante.

—¿Espíritus? Quizá sea así —dijo—, pero hay algo que no está claro. Se ha oído un eco. Nadie ha visto nunca un espíritu con una sombra. Entonces, ¿qué significa este eco? Ya me gustaría saberlo. No es nada natural, ¿verdad?

Aquel argumento me pareció bastante débil. Pero nunca se puede adivinar lo que puede hacer efecto sobre las almas supersticiosas, y, con gran asombro por mi parte, George Merry pareció sentirse muy aliviado entonces.

—Es cierto —dijo éste—, tú tienes una buena cabeza sobre los hombros, John. No hay duda. ¡En pie, compañeros! Esta tripulación anda por mal camino, así opino yo. Y, pensándolo bien, aquella voz se parece a la de Flint, desde luego, pero, después de todo, no tiene su mismo tono de mando... Más bien suena como la voz de otro individuo conocido... como la de...

—¡Truenos! ¡Como la de Ben Gunn! —dijo Silver.

—¡Y era él! —exclamó Morgan, enderezándose de rodillas—. ¡Era Ben Gunn!

—No hay mucha diferencia, ¿no es cierto? —preguntó Dick—. Ben Gunn no está aquí en carne y hueso, al igual que Elint.

Pero los veteranos acogieron esta observación con menosprecio.

—¿Y a quién le preocupa Ben Gunn? —exclamó Merry—. Muerto o vivo, a nadie le preocupa.

Era extraordinario ver hasta qué punto habían cobrado nuevos ánimos y cómo sus rostros habían recuperado los colores normales. Pronto se pusieron de nuevo a conversar, con algunas pausas para estar alerta, y un poco después, no oyendo nada más, volvieron a cargar las herramientas sobre los hombros y emprendieron otra vez la marcha. Merry iba en cabeza, con la brújula de Silver para mantenerlos en la línea de la Isla del Esqueleto. Merry tenía razón: muerto o vivo, nadie se preocupaba de Ben Gunn.

Sólo Dick conservaba todavía su Biblia y lanzaba en torno atemorizadas miradas. Pero no encontró simpatía alguna y Silver llegó hasta burlarse de él y de sus precauciones inútiles.

—Ya te he dicho —dijo—, ya te he dicho que tu Biblia nada vale. Si no puede hacerse ningún juramento encima, ¿cómo quieres que un espíritu la tome en serio? ¡No vale la pena!

Y, deteniéndose un instante sobre su muleta, hizo chascar sus dedos.

Pero Dick no se sentía reconfortado. A decir verdad, pronto me di cuenta de que se encontraba enfermo. Sacudido por el calor, el agotamiento y el choque sicológico producido por la alarma, la fiebre que había prevenido el doctor se manifestaba cada vez más fuerte.

En la cima, era fácil y agradable caminar. Descendíamos ligeramente, pues, como ya he dicho, la meseta se inclinaba al oeste. Los pinos, grandes y pequeños, crecían aquí y allá, muy espaciados, y entre los bosquecillos de las mirísticas y de las azaleas, grandes calveros desnudos se bañaban en medio de un sol ardiente. Cortando la isla en dirección norte–oeste, nos ibamos acercando cada vez más a las estribaciones de El Catalejo, y, por otra parte, nuestro horizonte se ampliaba incesantemente por el oeste, del lado de la bahía, donde en mí coraclo había sido yo mecido durante varias horas de angustia.

Alcanzamos el primero de los grandes árboles que, dada su posición, sólo podía ser aquél que andábamos buscando. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se elevaba a una altura de cerca de doscientos pies por encima de una espesura. Este árbol gigante tenía un fuste rojizo tan ancho como una casa y su sombra hubiera podido proteger las maniobras de una compañía militar. Debía ser visible desde lejos en el mar, tanto hacia el este como al oeste, y hubiera podido servir de referencia en un mapa.

Pero no era su talla lo que efectivamente impresionaba a mis compañeros. Era el saber que setecientas mil libras en oro yacían en algún lugar, enterradas en la extensión de la sombra que proyectaba sobre el suelo. El pensar en aquella cantidad, a medida que iban aproximándose, disipaba todos sus temores. Sus ojos llameaban, los pies parecían aligerarse y andar cada vez más de prisa. Toda su alma estaba ligada a esta fortuna, a toda existencia de extravagancias y de placeres que les aguardaba.

Silver, sin dejar de gruñir, iba dando pequeños saltos sobre sus muletas. Sus narices dilatadas se estremecían. Juraba como un poseído cuando las moscas se posaban sobre su rostro reluciente de sudor. Tiraba con rabia de la cuerda que me unía a él y de vez en cuando me arrojaba una mirada asesina. No se tomaba ya el trabajo de ocultar sus pensamientos, y yo podía leerlos como en un libro abierto. Con la proximidad del oro, todo había sido olvidado. Su promesa y la advertencia del doctor quedaban bien atrás, inmersas en el pretérito, y no podía yo dudar de que esperaba apoderarse del tesoro, encontrar otra vez la "Hispaniola" y atacarla a favor de las tinieblas nocturnas, degollar a todas las personas honradas que quedaran en la isla y volver a hacerse a la mar según su proyecto primitivo, cargado de crímenes y de oro.

Todos estos temores me abrumaban y mucho me costaba sostener el rápido paso de los cazadores del tesoro. A menudo tropezaba, y era entonces cuando Silver tiraba con fuerza de la cuerda y me lanzaba miradas asesinas. Dick, que se había dejado distanciar y cerraba la marcha, entremezclaba las plegarias con las maldiciones, como si la fiebre le siguiera subiendo.

Ello aumentaba aún mi sentimiento de desamparo, y, para colmo de desgracias, me obsesionaba la tragedia que en otro tiempo se había desarrollado en aquella meseta, cuando aquel maldito filibustero del rostro color violeta —el que había muerto en Savannah, cantando y reclamando más bebida— había asesinado en aquel mismo lugar, con sus propias manos, a sus seis cómplices. Aquel bosque, entonces tan pacífico, debía haber resonado con sus gemidos, y en mi imaginación todavía creía oírlos resonar en mis oídos.

Llegábamos ya a la linde de la espesura.

—¡Adelante, compañeros! ¡Todos a la vez! —gritó Merry. Y los primeros se pusieron a correr.

Pero de súbito, a menos de diez varas, vimos que se detenían.

Resonó un grito sordo. Silver aceleró el paso, martilleando el suelo con su muleta como un poseído, y un minuto después él y yo nos deteníamos en seco al mismo tiempo.

Delante de nosotros había una gran excavación, no muy reciente, pues sus paredes se habían desmoronado y la hierba había crecido en el fondo. Había allí el mango de una azada rota en dos pedazos y las tablas esparcidas de varias cajas. En una de ellas, vi, marcada con hierro candente, la palabra "Walrus", el nombre de la nave de Flint.

Había que rendirse a la evidencia. El escondite había sido descubierto y vaciado: ¡habían volado las setecientas mil libras!

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