La isla del tesoro

CAPÍTULO XVIII.

RELACIÓN CONTINUADA POR EL DOCTOR:

FINAL DEL PRIMER DÍA DE LUCHA

A toda carrera atravesamos el boscaje que todavía nos separaba del fortín. Las voces de los filibusteros se oían con mayor claridad a medida que íbamos avanzando. Pronto percibimos el ruido de sus pisadas y el crujido de las ramas que se quebraban a su paso.

Comprendí que debíamos estar preparados para sostener una dura pelea y comprobé el cebo de mi arma.

—Capitán —dije yo entonces—, Trelawney es el mejor tirador. Dadle vuestro mosquete, pues el suyo está inservible.

Cambiaron los mosquetes y Trelawney, frío y silencioso como lo había estado desde el principio del combate, se detuvo un segundo para cerciorarse del funcionamiento de su arma. En aquel momento, advirtiendo que Gray no poseía ninguna arma, le tendí mi cuchillo. Todos nos sentimos más tranquilos cuando le vimos escupirse a las manos, fruncir las cejas y hacer silbar la hoja en el aire. Nuestro nuevo recluta valía lo que pesaba en oro.

Cuarenta pasos más adelante nos encontramos en la linde del bosque y a la vista de nuestro fortín. Alcanzamos la empalizada por la parte de en medio, del lado sur, y casi en el mismo instante siete filibusteros, con el gaviero John Anderson a la cabeza, salieron gritando del ángulo sudoeste.

Se detuvieron desconcertados y, antes de que hubieran tenido tiempo de reaccionar, tanto el hacendado como yo, lo mismo que Hunter y Joyce, abrimos fuego desde lo alto de la empalizada. Los cuatro disparos sonaron en todas direcciones y resultaron eficaces. Uno de nuestros enemigos se desplomó y los otros, sin dudarlo un instante, dieron media vuelta y desaparecieron en la espesura.

Después de haber vuelto a cargar nuestras armas, descendimos a lo largo de la empalizada para ver al que se había desplomado. Estaba tieso y con una bala en el corazón.

Estábamos a punto de felicitarnos por nuestro éxito común cuando un pistoletazo sonó desde una mata. Una bala me silbó cerca de la oreja y el infeliz Tom Redruth vaciló y cayó derribado al suelo cuan largo era. El hacendado y yo respondimos en seguida, pero, como no sabíamos exactamente de dónde había salido el disparo, no hicimos más que malgastar polvora. Recargadas las armas, nos inclinamos sobre el pobre Tom.

El capitán y Gray estaban ya ocupados en examinarlo, pero de un vistazo me di cuenta de que no había esperanzas de salvarlo.

Creo que la prontitud de nuestra réplica había dispersado nuevamente a los filibusteros, pues nos fue posible transportar al pobre guardia de caza e izarlo por encima de la empalizada. Luego lo llevamos, ensangrentado y lanzando gemidos, a la casa de los troncos.

El pobre viejo no había pronunciado ni una palabra de sorpresa, de queja o miedo, desde el comienzo de nuestros infortunios hasta entonces. Como un troyano, se había quedado tras su colchón en la crujía. Obedecía en silencio, con puntualidad y decisión, todas las órdenes que se le daban. En veinte años nos aventajaba a todos por la edad, y ahora, viejo servidor, leal y resignado, era él quién debía morir.

El hacendado se arrodilló a su lado y le besó la mano llorando como un niño.

—¿Es que voy a irme, doctor? —preguntó Tom.

—Tom, valiente —le dije—, te vas a la patria verdadera.

—Hubiera querido arreglarles las cuentas antes de hacerlo.

—Tom —dijo el hacendado—, es preciso que me perdonéis.

—No sería muy adecuado, de mí a vos, hacendado —replicó él—. Pero, ya que me lo pedís, sea así y amén.

Después de un breve silencio, pidió que alguien leyera alguna oración. "Es la costumbre", añadió, a manera de excusa. Y poco después, sin decir una palabra, falleció.

Sin embargo, el capitán, quien, como yo había advertido ya, tenía el pecho y los bolsillos asombrosamente hinchados, se había sacado varias cosas de encima: los colores británicos, una Biblia, un rollo de cuerda sólida, una pluma, un tintero, el diario de navegación y gran cantidad de tabaco. En el cercado había encontrado un gran abeto abatido y bien podado, y con la ayuda de Hunter lo había alzado en un rincón de la casa donde se entrecruzaban las vigas. Después, trepando al tejado, desplegó e izó la bandera.

Esto pareció reconfortarlo en gran manera. Volvió a entrar en la casa e hizo el inventario de lo que poseíamos como si aquello fuera lo único importante. Pero, a pesar de todo, no se había olvidado de Tom, pues apenas hubo éste expirado, fue hacia el cadáver con otra bandera que piadosamente extendió sobre él.

—No os aflijáis, señor —dijo al hacendado, estrechándole la mano—. Todo está bien así. Nada malo puede pasarle a un hombre que ha caído víctima del deber. Acaso no sea esto materia teológica, pero sí es un hecho.

Después me llamó aparte.

—Doctor Livesey —me dijo—, ¿cuántas semanas creéis que puede tardar el barco de socorro?

Le respondí que no era cuestión de semanas, sino de meses, y que, si no estábamos de vuelta a finales del mes de agosto, Blandly debía enviar a buscarnos, pero no más tarde ni más temprano.

—Vos mismo podéis calcularlo —le dije finalmente.

—Sí —dijo el capitán, rascándose la cabeza—; aunque hay que tener gran confianza en los caminos de la providencia, creo que nuestra posibilidad de sobrevivir es muy pequeña.

—¿Qué queréis decir? —le pregunté.

—Quiero decir, doctor, que es una gran lástima que hayamos perdido nuestro segundo cargamento —respondió el capitán—. De pólvora y de balas, tenemos cantidad suficiente. Pero las raciones para la comida van a ser escasas, muy escasas. Tan escasas, doctor, que tal vez sea mejor que tengamos una boca menos que alimentar.

Y señaló el cuerpo extendido bajo la bandera.

Justo en aquel momento, con un rugido estridente, una bala pasó por encima del tejado de la casa y fue a hundirse lejos en el bosque, detrás de nosotros.

—¡Hola, hola! —dijo el capitán—. ¡Adelante, amigos, que no debéis andar muy sobrados de pólvora!

El segundo intento tuvo más éxito. La bala cayó dentro del fortín, levantando una nubecilla de arena, pero sin hacer mayores daños.

—Capitán —dijo el hacendado—, el fortín no puede verse desde la goleta. Probablemente pueden ver la bandera. ¿No sería más prudente retirarla?

—¡Retirar la bandera! —exclamó el capitán—. ¡No, señor mío, eso nunca! Y cuando pronunció estas palabras creo que todos nosotros nos sentimos de acuerdo con él. Pues no significaba tan sólo obedecer a un loable sentimiento de marinero, sino que también era una buena medida táctica, pues demostraba a nuestros adversarios que despreciábamos su fuego artillero.

Toda la tarde continuaron disparándonos, pero el tiro resultaba demasiado largo o demasiado corto; a veces levantaba la arena del fortín, pero disparaban tan hacia arriba, que las balas iban a hundirse en la arena. No había que temer que rebotaran. Una bala, es verdad, atravesó el tejado y el suelo, pero pronto nos acostumbramos a ese juego brutal.

—Hay en todo eso algo positivo —notó el capitán—. Es probable que el bosque de enfrente esté despejado. La marea debe estar baja y nuestras provisiones haber quedado al descubierto. Se requieren voluntarios para ir por el tocino.

Gray y Hunter fueron los primeros en adelantarse. Bien armados, escalaron la empalizada, pero la tentativa fue inútil. Los filibusteros eran más atrevidos de lo que nos habíamos imaginado, o tal vez tuvieran una excesiva confianza en los efectos del bombardeo dirigido por Israel Hands. Cuatro o cinco de entre ellos estaban ocupados en el transporte de nuestras provisiones; andaban chapoteando junto a uno de los botes, que a golpes de remos se mantenía contra la corriente. Silver iba en la popa y dirigía la maniobra. Cada hombre iba ahora provisto de un mosquete, que debía provenir de alguna reserva secreta.

El capitán se sentó con su cuaderno de a bordo delante y escribió las siguientes líneas:

Alexander Smollet, capitán; David Livesey, médico de a hordo; Abraham Gray, carpintero ayudante; John Trelawney, armador; John Hunter y Richard Joyce, sirvientes del armador, hombres de tierra (y únicos miembros leales de la tripulación), con víveres para diez días, racionados, han desembarcado en el día de hoy e izado el pabellón británico en el fortín de la Isla del Tesoro. Thomas Redruth, sirviente del armador, hombre de tierra, ha sido muerto por los amotinados; James Hawkins, paje de cámara...

Me hallaba a punto de reflexionar sobre la suerte que hubiera corrido el pobre Jim Hawkins, cuando sentimos una llamada que venía del lado de tierra.

—Alguien nos llama —dijo Hunter, que estaba de centinela.

—¡Doctor! ¡Hacendado! ¡Capitán! ¡Eh, Hunter!, ¿sois vos? —se oyó que gritaban.

Y corrí a la puerta en el preciso instante en que Jím Hawkins, sano y salvo, escalaba la empalizada exterior.

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